Los ángeles sepultados. Patricia Gibney

Los ángeles sepultados - Patricia Gibney


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que admitir que a veces la aterrorizaba, pero resultaba útil dejarle creer que podía pisotearla.

      —Bonita habitación. Es muy grande —comentó Aaron, y su maquinita volvió a pitar—. La casa es impresionante. Vale una suma considerable. Lo verá cuando tenga calculada la tasación. Pero no tendrá problemas para venderla, si es lo que quiere.

      Se había quitado la chaqueta en el piso de abajo y se había remangado la camisa. Habían adoptado una amistosa rutina mientras iban de habitación en habitación. Ella se había ofrecido a ayudarlo, y él le había dicho que no hacía falta. Vio cómo le temblaban las manos mientras sostenía los dos aparatos y hablaba en la grabadora del móvil. Comprobó una y otra vez que todo estuviera correcto. Las gafas de diseño con montura metálica se le resbalaban un poco en la nariz, y le habían salido unas manchas de sudor bajo los sobacos, pero lo único que Marianne olía era una colonia amaderada.

      —Me gusta pensar que esta casa es como una obra de arte —dijo—. Como he mencionado, yo misma la diseñé, aunque a mi marido le gusta pensar que tuvo alguna influencia. ¿Ve ese horrible armario de caoba? —Aaron asintió—. Insistió en que tenía que estar en nuestro dormitorio. Era de su madre. ¿Se lo imagina, despertar cada mañana y ver el viejo armario de tu suegra?

      —Supongo que es un poco extraño —comentó él.

      Ella lo miró y vio su sonrisa en la comisura del labio.

      —Más bien bastante —rio.

      —¿Por qué conservarlo si lo odia?

      —No lo sé. —Pero sí lo sabía. Lo conservaba para hacer creer a Kevin que había conseguido una victoria sobre ella.

      —Es muy grande.

      —Es útil para guardar sábanas y almohadas. —Ahora lamentaba haberlo mencionado—. Hay un baño en suite, con grifos chapados en oro. ¿Quiere medirlo?

      —Eh…, echaré un vistazo.

      El joven desapareció, y Marianne se alisó las arrugas de la blusa. Una mirada en el espejo le dijo que el contorno de su camisola roja de encaje era visible. Bien.

      Se sentó en la cama, cruzó las piernas y esperó.

      Cuando el joven salió del baño, la mujer dio unos golpecitos sobre la cama.

      —Siéntese un momento, Aaron. Estoy cansada de tanto deambular por la casa.

      —Será mejor que me vaya, señora O’Keeffe. Tengo que regresar a la oficina. Es…

      —Shhh. Siéntate.

      Se sorprendió cuando Aaron hizo lo que le había pedido. La colonia resultaba más penetrante ahora que lo tenía cerca. Alargó el brazo y le cogió la mano. El joven se levantó de un salto.

      —De verdad que me tengo que ir. Le pido disculpas si le he dado una impresión equivocada. Este es mi trabajo y…

      Marianne se puso en pie y le cogió la mano para tirar de él. Luego lo besó en los labios, bloqueando sus palabras.

      El joven se soltó de un tirón.

      —¿Ha perdido la cabeza?

      Ella ahogó sus palabras con otro beso cuando le aplastó la boca con la suya y lo empujó otra vez hacia la cama. El calor la hacía temblar, y se deshizo de todas sus inhibiciones. Eso era lo que quería. Un hombre atractivo retorciéndose bajo su cuerpo.

      De repente, Aaron dejó de moverse. Marianne separó la boca de la suya y lo miró a los ojos. ¿Estaba muerto?

      Cayó de espaldas cuando el joven la apartó de un empujón, saltó de la cama y huyó del dormitorio. Oyó sus pasos por las escaleras, el ruido de la cerradura y el suave golpe de la puerta al cerrarse.

      —Mierda.

      * * *

      Aaron Mohan caminó en círculos por la ciudad durante kilómetros, hasta el puente de Dublín y de vuelta hasta el puente del ferrocarril. Estaba nervioso, aunque no por esa mujer, O’Keeffe. Qué tía tan asquerosa. ¿Quién se creía que era? No, tenía un montón de cosas mucho más importantes en la cabeza, y no quería volver a la oficina.

      Como si fuera un niño, se puso a patear piedras al agua turbia y verdosa del canal, observando las ondas extenderse por el cieno. Las cañas crujieron, y le pareció ver una rata trepando a toda prisa por la orilla opuesta. Se estremeció y siguió caminando.

      Debería ir a casa, cambiarse de ropa, y luego reunirse con ellos y decirles que se olvidaran de todo. Le sonó el móvil y leyó el mensaje.

      ¿HAS VISTO LAS NOTICIAS HOY?

      No, no las había visto. Abrió la aplicación de noticias, fue a las locales y comenzó a bajar. Habían encontrado un torso en las vías del tren de Ragmullin, en la parte de la ciudad más cercana a Dublín. El lado opuesto a donde se encontraba él. Aun así, miró a su alrededor como loco.

      Volvió a meterse el móvil en el bolsillo y siguió caminando, ahora más rápido, pateando piedras mientras avanzaba. Algo en las noticias le había puesto la piel de gallina. No, no tenía nada que ver con lo que había descubierto.

      Volvió a sonarle el móvil.

      ¿LO HAS LEÍDO?

      Todo en mayúsculas. ¿Por qué? Respondió.

      Sí. No tiene nada que ver conmigo.

      ¿ESTÁS SEGURO?

      Sí. No me toques los cojones.

      LOS MUERTOS HAN DESPERTADO.

      ¿Qué clase de mierda era aquella? Se aflojó la corbata, como si eso pudiera impedir que el sentimiento de terror lo asfixiara hasta matarlo. Miró a su alrededor, desquiciado, volviendo la cabeza como un idiota. No había nadie más en el camino, solo él, y los patos y las ratas y los peces en el agua. Entonces, ¿por qué sentía como si alguien lo estuviera observando?

      «A tomar por culo», pensó, y echó a correr.

      14

      Lottie echaba de menos tener a Boyd en la oficina. Su presencia tenía un efecto tranquilizador en todos ellos. Tampoco les irían mal sus dotes de organización, pensó mientras observaba el desorden en la mesa de Kirby.

      —Bien, hasta que tengamos noticias de la patóloga forense, no sabremos a qué nos enfrentamos. Dado que el cuerpo ha sido descuartizado y congelado, es una muerte sospechosa.

      McKeown entró con un polo en la mano.

      —Podrías haber traído para todos —se quejó Kirby.

      —Que te den. —McKeown se dejó caer frente al escritorio de Boyd, ahora que Lynch había reclamado el suyo.

      —¿Podemos trasladar la reunión a la sala del caso y ponernos serios? —dijo Lynch.

      —Lo haremos —respondió Lottie—, pero cuando tengamos más detalles. ¿Cuáles son las últimas noticias?

      —Tenemos a los de Irish Rail encima —anunció Lynch—. Quieren saber cuándo podrán reactivar la circulación de los trenes.

      —No será hasta que estemos seguros de que no hay más partes del cadáver a lo largo de las vías. ¿Han interrogado a los maquinistas?

      —Esta mañana han salido dos trenes. El de las 6:05, y el de las 7:55. Ninguno de los conductores ha visto nada en las vías, pero la cabina es alta, y el torso estaba entre dos traviesas, así que eso no nos sirve de nada. —Lynch comprobó sus notas—. También he contactado con los maquinistas de ayer. Nadie vio nada.

      —¿A qué hora pasó el último tren ayer por la noche?

      —Llegó a Ragmullin desde Sligo a las 20:20 de la tarde. Hemos interrogado al maquinista, dice que tampoco vio nada.

      —He


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