Tao Te King. Gastón Soublette
los textos de los historiadores clásicos mencionan interminables genealogías de soberanos misteriosos descritos con rasgos semidivinos, a veces como arcángeles, genios o potencias cósmicas. Sus nombres figuran también en los textos taoístas antiguos, por lo que se puede concluir que se trata de una tradición de público conocimiento en la época, algo semejante a las genealogías de patriarcas antediluvianos que figuran en la Biblia y las tradiciones que de ellos se conservaron.
Ahora bien, si la disidencia del taoísmo frente a la sabiduría oficial de la dinastía Tchu reside en el carácter disociador que aquel atribuye a la empresa civilizadora, ello se debe a una concepción del mundo propia de la antigüedad, por la cual el universo es visto como un orden gobernado por un poder invisible, cuya acción es perceptible en el sentido del acontecer y, en consecuencia, no hay ningún ordenamiento del mundo proveniente de la inventiva humana que pueda sustituir al orden divino preexistente. Tal es lo esencial de un mito del paraíso, por una parte, y por otra, lo que implícitamente subyace en las cosmovisiones aborígenes.
Es cierto que la ideología civilizadora de los Tchu en principio concebía el mundo de la misma manera, como el Sistema de las Mutaciones, propio de la dinastía, lo demuestra, pero la diferencia con la doctrina disidente está en la importancia atribuida a la creatividad humana. Los sabios de la dinastía Tchu demuestran creer, como lo corrobora Confucio, que el sentido del mundo se manifiesta plenamente en las instituciones creadas por la cultura de esa dinastía, en tanto que el taoísmo vio en todo eso una grave alteración del orden. El derrumbe espectacular de la dinastía, y el caos en que quedó sumido el Imperio a causa de esa decadencia, estaría sugiriendo que las críticas y aprensiones de Lao Tse no carecían de fundamento.
Confucio y la historia
Los documentos imperiales de la dinastía Tchu, en lo que a la historia se refiere, eran mucho más voluminosos que el Sagrado Libro de la Historia (Shu King) que nos ha legado la escuela confuciana. Según el testimonio de los historiadores clásicos, la historia de los Tchu se iniciaba con la figura del mítico emperador Tai Hao o Fu Hi (cuarto milenio a. C.), considerado como el primer héroe creador de cultura de la raza china, tanto más si los Tchu, interesados en el manejo del Sistema de las Mutaciones como método de gobierno, atribuían a este Tai Hao la creación del sistema.
Al parecer, esta historia de los Tchu fue minuciosamente revisada por Confucio y su escuela con la intención de expurgar estos textos y eliminar de ellos todos los elementos míticos. Así, la historia ejemplar, la que debía ser conocida por la posteridad como el paradigma ordenador, comienza para Confucio con el emperador Yao antes mencionado, que vivió más de mil años después de Tai Hao, con lo cual se transparenta la intención de decir que de lo acontecido antes no vale la pena recordar nada. Sobre este particular, es interesante saber que muchos sabios de la corriente humanista de Confucio odiaban ese pasado no civilizado, considerado por los taoístas como un paraíso. Así, Confucio, en refuerzo de la ideología civilizadora, dio una especial versión de la historia en la cual debían ser educadas las futuras generaciones.
El estilo de los textos confucianos sobre la historia más antigua del Imperio viene a ser por momentos algo así como una ficción dramática en la cual se hace actuar a ciertos personajes de la prehistoria, poniendo en boca de ellos un discurso propio de la mentalidad civilizada. Pero, a pesar de ello, algo debe justificar el hecho de que Confucio haya elegido a Yao como comienzo de la historia. Por lo que se entiende a través de la historia clásica, habría sido este Yao el primer soberano chino que habría evolucionado de una cultura arcaica hacia un incipiente humanismo, acuñando el concepto de virtud o humanidad (Jen). En ese sentido, cabe considerar también que, según la tradición, Yao gobernaba un imperio dividido en nueve provincias, a la cabeza de las cuales había un príncipe vasallo, y que la organización de este imperio comportaba una máquina gubernamental de cierta envergadura. De modo que la elección de este príncipe por Confucio como el principio de la historia, estaría basada en estas características propias de una naciente civilización, la cual no se había manifestado aún en tiempos de los soberanos anteriores, a pesar del gran ascendiente que Hoang Ti, el “Ancestro Amarillo”, ejercía como fundamento de la cultura. La figura de Yao se ajustaba mejor a lo específicamente humanista que tiene el sistema confuciano.
Es dable suponer, a juzgar por los textos históricos procedentes de la antigüedad china, que el estilo en que estaban redactados los documentos de los Tchu era muy diferente al estilo parco en que la escuela de Confucio redactó el clásico Libro de la Historia. Puede así apreciarse, por ejemplo, la incongruencia en que cae Confucio al suprimir de los documentos imperiales antiguos los elementos míticos y al tratar, por otra parte, en tono humanista y práctico, acontecimientos que pertenecen a una mitología, como los hercúleos trabajos del emperador Yu para vencer la gran inundación (diluvio), que lo hacen aparecer como un genio dotado de poderes paranormales, capaz de transportar montañas.
Ciertamente Confucio no participaba del criterio científico con que el historiador moderno trata de dilucidar eso que se llama la verdad histórica, y como todo historiador de la antigüedad, daba crédito a la tradición que había llegado hasta él sobre las edades remotas. Pero su reserva sobre ese pasado, como ya quedó explicado, se debe a la no existencia de la civilización, la cual parece despuntar en tiempos de Yao, como lo afirma el mismo Tchuang Tse, y no a una supuesta imposibilidad de certificar hechos, pues tan inciertos debieron ser para Confucio (desde nuestro punto de vista) los hechos narrados sobre los tiempos paradisíacos como las proezas de sus héroes predilectos.
De modo que Confucio, al constituir el texto histórico base de la cultura china, cortó deliberadamente toda vinculación con la antigüedad mítica no civilizada y el ascendiente espiritual de los soberanos aborígenes, príncipes tribales de la China prehistórica, cuyo culto continuó, no obstante, en la tradición taoísta. Por eso ambas escuelas dicen ser depositarias de la sabiduría de los antiguos, entendiendo por “antiguos” algo diferente en cada caso. Los antiguos confucianos son los ya enumerados, a cuya cabeza figura Yao el Grande. Los antiguos taoístas son: Tai Hao o Fu Hi (3462-3398 a. C.); Chin Nong (3223-3078 a. C.); y Hoang Ti (2705-2597 a. C.). Al primero se le atribuye la creación del Sistema de las Mutaciones, y al segundo se le atribuye la institución de la agricultura y la medicina. El tercero ha pasado a ser el santo patrono del taoísmo, al par de ser el ancestro único de todos los linajes imperiales posteriores a él.
Mitología e historia
Naturalmente, como no hay pruebas de la existencia de los santos soberanos de la prehistoria, las mentalidades positivistas se detienen ante la imposibilidad científica de certificar los hechos narrados por los historiadores conforme a la tradición sobre esas edades lejanas, y dan crédito solo a la inmediatez histórica científicamente acreditada.
No obstante, y en abono de la mitología, cabe considerar que la existencia de dichos soberanos sabios y santos es como la viga maestra de la cultura china, tanto para la escuela confuciana como para la escuela taoísta, y ante ese hecho irrecusable, cabe preguntarse: ¿qué sentido o valor puede tener que un investigador contemporáneo afirme o suponga que los grandes hombres del pasado remoto no existieron, dado que, por otra parte, bajo la influencia de esos supuestos inexistentes, los pueblos han orientado su vida por milenios?
A este respecto, cabe observar que en la historia no se registra el caso de una gran cultura que no haya tenido su raíz en la fuerza espiritual de algún o algunos fundadores dotados de una virtud eminente absolutamente excepcional para la medida humana. Pero este dilema no se solucionará con nuevos descubrimientos arqueológicos en la esperanza de hallar algún vestigio que acredite la existencia de aquellos santos varones, aunque se produzcan en el futuro (como fue el caso de la dinastía Yin, cuya existencia quedó recientemente acreditada por la arqueología), sino en la superación de las muchas limitaciones de que adolece el paradigma científico moderno. Una cultura es un orden, un mundo en cuyo marco los pueblos realizan su destino histórico. Ahora bien, ese orden supone la operación de un principio ordenador de carácter trascendente, espiritual, creativo. Ese principio ordenador no surge espontáneamente de las costumbres del pueblo, ni de una planificación llevada a cabo por un equipo de notables. Siempre emana concentradamente de un hombre, y la cultura resultante viene a confundirse en sus orígenes con la vocación singularísima de ese o esos hombres que