Los dos árboles del paraíso. Omraam Mikhaël Aïvanhov
las tinieblas en tu conciencia.
¡Ten conciencia de ti mismo solamente como Alma! Considérate como un Alma viviente que aspira a unirse a Dios.
La contemplación son minutos sagrados en los que imágenes sublimes toman posesión de la conciencia del discípulo. La contemplación es indispensable para el discípulo, para que pueda ver claro dentro sí mismo y actuar en consecuencia.
El discípulo oye siempre hablar a Dios en su alma. Todo temor desaparece entonces y una paz profunda reina en él. Es libre.
El discípulo no espera que la felicidad venga de fuera. Se instruye, trabaja sobre sí mismo y en el mundo, pero sin olvidarse en él. La supuesta felicidad del mundo es como el carcelero que abre las puertas de la cárcel, hace salir a los prisioneros durante unos instantes y después los vuelve a hacer entrar en ella.
Debes sentirte como un alma viviente que persigue un triple objetivo: sentir, pensar y actuar de acuerdo con Dios. Todos los demás hombres son para ti almas que deben amar a Dios. Los discípulos de la Fraternidad Universal no son hombres y mujeres, sino almas.
Las pruebas no son más fuertes que el ideal del discípulo; por eso, sólo en las pruebas podemos reconocer al discípulo. El discípulo es más fuerte que las condiciones difíciles, porque está por encima de ellas. Lleva dentro de sí lo divino.
El discípulo resuelve las cuestiones más difíciles en medio de una calma absoluta cuando todos duermen y sólo Dios vela. La dulce voz de Dios sólo se oye en el silencio.
El alma vive en la pureza absoluta. Cuando el discípulo no recibe como alma el amor de su Maestro, este amor se pervierte. Cuando no recibe como alma su saber, este saber se desnaturaliza.
Que el discípulo busque la luz en sí mismo. Así, cuando lo de fuera parezcan tinieblas, cuando azote la tempestad, esta luz interior iluminará su conciencia y nacerá en él el amor para lo que es grande. ¡Que guarde bien preciosamente la luz interior!
Cuando el alma recibe todo con amor, todo le es dado con amor. Para Dios, esto es una ley.
Abre cada día tu corazón ante el Bien-amado de tu alma para que su mirada penetre en él hasta sus recovecos más secretos. ¡ Abre cada día tu alma ante el Señor!
La humildad es la expresión del amor al Ser Supremo. Las cimas inaccesibles envían sus bendiciones al valle.
La inteligente naturaleza ha puesto las cosas sagradas sobre las altas cimas inaccesibles, para que únicamente las almas preparadas, las que pueden apreciarlas en todo su valor, puedan alegrarse con su pura belleza. El discípulo no debe comunicar las cosas sagradas al mundo.
Desde fuera, nadie puede pervertirte si tú mismo no lo deseas. Ésta es la augusta libertad que el Principio primero ha puesto a disposición del hombre.
El discípulo ama las flores que se han abierto en su alma: son sus bellos pensamientos, sus nobles sentimientos, sus buenas acciones. Las guarda celosamente y no permite que sean dañadas por el hielo – el pecado. ¡El discípulo ama las flores que se han abierto en su alma!
La aspiración a la pureza es la aspiración al amor. Muestra que el hombre ha salido de la vida ordinaria para acceder a una vida superior. En cuanto el discípulo adquiere la pureza, el primer rayo del amor le ilumina. Entonces aparece ante él la luminosa vida de las grandes almas, vida a la que el alma humana está predestinada. Dios mismo es quien hace eso.
¡Grande es para el hombre servir a Dios y permanecer en Su amor!
El manantial que brota de las cimas lo riega todo a su paso. Si quieres ayudar a la humanidad, ocúpate primero de transformar tu vida. Entonces actúas conforme a la ley del manantial.
La humildad es un gran manantial puro en la vida. ¡Sé humilde siempre y guarda santamente en tu alma todo lo que sale de este manantial!
Lo verdaderamente grande se encuentra más allá de lo material. Lo real, lo sublime en la vida, es lo invisible. Por eso el discípulo renuncia, poco a poco, a todo lo que es material y transitorio. Entra, entonces, en el mundo en donde reina la luz. Allí, el Maestro es bien comprendido y la vida del discípulo pasa entonces a una gama nueva y superior. Y todo eso puede ocurrir en un instante. Todo depende del discípulo.
Mientras la pequeña rama que el viento agite permanezca bien fijada al árbol, no hay ningún peligro para ella. El peligro aparece en cuanto se desprende de él. Cuando el discípulo vive en Dios, es como la pequeña rama que está bien sujeta al árbol.
Toda forma transitoria es un cuadro inacabado sobre el que trabaja el espíritu divino. El discípulo se esfuerza en ver sólo el bien en todas partes y en cada uno.
El nacimiento es un proceso ininterrumpido. Es necesario que el discípulo nazca cada día a un mundo nuevo, es decir, que adquiera cada día una nueva concepción sobre el amor, un mayor conocimiento del servicio de Dios, una visión más profunda de sus vías impenetrables. El espíritu de Dios visita cada día al discípulo y le dice una nueva palabra. Ésta hace entrar la pureza en su conciencia y la transforma enteramente. Eleva su pensamiento. ¡Espera cada día la visita de Dios!
El alma del discípulo es libre cuando se despierta para Dios. Y el discípulo no debe limitarla con los caprichos del cuerpo. La ley del karma limita al hombre, pero, en cuanto éste empieza a vivir para Dios, entra en la gracia, en el amor. Y, allí, ya es libre.
En la naturaleza, todas las formas son símbolos de un mundo ideal eterno. Son el libro en el que el discípulo lee lo que Dios ha escrito. El discípulo empieza su instrucción estudiando la naturaleza: las fuentes, las hierbas, las flores, las montañas. Allí es donde busca los justos métodos de vida y de pureza.
El discípulo se rodea siempre de una muralla de luz con el pensamiento. Debe conservar su aura impenetrable a las malas influencias de todo lo que es transitorio. Al pensar en Dios, alimenta su aura con luz divina.
El discípulo debe beber solamente del manantial. Debe preferir sufrir sed antes que beber agua impura.
Aquello que piensas, lo recibes en ti. Piensa a menudo en la verdad, en el amor, en la sabiduría, en la equidad y en la virtud. Y éstos establecerán en ti su morada. El agua que viene de las profundidades es pura.
El discípulo debe dominar su pensamiento y, con su pensamiento, servir a la verdad. Por eso es indispensable que se concentre en sí mismo. Puede pensar en la luz vivificante, en el bello ropaje de siete colores con la que está revestida y en su hablar musical. Es la gran armonía del mundo. Puede pensar también en el Sol vivificante de Dios al que todo aspira. Así se establece una perfecta armonía en la conciencia humana.
En un lago agitado no se ve nada. El lago en calma refleja las cimas de las montañas, el Cielo, el Sol y las estrellas. El discípulo debe tener un alma tranquila y un pensamiento bien equilibrado; entonces llega la clara visión de las cosas, y muchas contradicciones encuentran su solución.
En cuanto vives en el amor, crees y todo es claridad para ti. En eso reconocerás que vives en el mundo del amor. Allí no hay dudas; si dudas, ahí tienes la prueba segura de que no vives en el amor.
El discípulo debe amar el alma de los hombres y, puesto que esto es así, no debe odiar a nadie. El alma de aquél a quien amas y la de aquél a quien no amas se aman de igual manera allí arriba. Y si tú, según la carne, estableces una diferencia entre ellas, estás en el error.
El discípulo no debe estar enfermo. O, al menos, debe tomar cada enfermedad como un medio educativo a través del cual la naturaleza equilibra las fuerzas del organismo. El amor excluye toda enfermedad. Aporta la vida abundante. ¡El enfermo que se sumerge en el amor de Dios puede curarse instantáneamente!
En sus relaciones, los discípulos deben observar la regla siguiente: servicio por servicio, pero no por dinero. El dinero puede echar a perder al hombre; lleva otra imagen, mientras que el servicio lleva la imagen del amor. A través del servicio el discípulo transmite y recibe la imagen del amor. ¡La moneda de intercambio del futuro será la amistad! ¡La verdadera moneda de intercambio del futuro será el amor!
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