Las letras del horror. Tomo II: La CNI. Manuel Salazar Salvo
pistola oculta bajo una cama y disparó a los funcionarios de seguridad, quienes, al repeler el ataque, le ocasionaron la muerte.
La verdad, sin embargo, era muy distinta. Germán Cortés fue detenido el 16 de enero y conducido a Villa Grimaldi. Tras ser intensamente torturado se le trasladó a su domicilio en calle Estados Unidos N°9192, en La Florida, para luego sacarlo y ejecutarlo fríamente. Una persona que estuvo cautiva junto con él relató que unos días después de su aprehensión fue conducida a la casa de Germán Cortés, a quien llevaban en otro automóvil. Al llegar a ese lugar pudo apreciar cómo lo sacaron arrastrando y con la cabeza caída, ya que se encontraba en muy mal estado debido a las torturas recibidas. Un instante después escuchó los balazos y la voz de uno de los guardias dando cuenta por un transmisor de que Cortés ya estaba muerto.
Años después, Sofía Donoso Quevedo entregaría su testimonio sobre lo vivido en aquellos días:
El día 16 de enero de 1978 llegaron a la casa donde vivía mi hija Haydée, a eso de las 14 horas. La golpearon en la cara, le botaron los lentes y casi aturdida la llevaron a Villa Grimaldi junto a otras personas. Después, como a las 4 de la tarde llegaron a mi casa, donde yo vivía con mi hija Eliana y su compañero Gabriel Rivero Rabelo, quien trabajaba en la Embotelladora Andina. Venían armados con metralleta, entraron violentamente golpeando a mi hija, quien se defendía con mordiscos y patadas. En ese momento no me daba bien cuenta de lo que pasaba, porque todo era una confusión; donde sentían un ruido ametrallaban… comencé a gritar desde el baño qué era lo que pasaba. Yo me libré solamente en un rincón… todo lo demás quedó hecho pedazos con la metralleta. Hasta que uno de los hombres me hizo salir con las manos en alto –de mi hija Eliana no supe dónde se la habían llevado– y me condujeron por toda la casa que estaba completamente destrozada. Me preguntaron acerca de quién era esa persona que estaba ahí (por el compañero de mi hija); ellos dijeron que era un extremista y continuaron disparando hacia las piezas donde él se encontraba. Luego pidieron refuerzos a Carabineros, quienes empezaron a tirar bombas lacrimógenas, las que le produjeron asfixia a mi yerno. Este se acostó en su cama y ahí un carabinero le dio el golpe de gracia con un disparo en la cabeza. Ellos querían que yo fuera donde mi yerno para matarme también y así no quedara ningún rastro. Yo verdaderamente no lloré, tenía rabia en ese momento y me encontraba impotente al no poder hacer nada.
Me subieron a un auto con carabineros y militares a cada lado, armados. No dejé de hablar y saqué mi mano fuera del vidrio, grité que nos llevaban detenidos, que no teníamos armas y esto que hacían era un atropello a personas que no tenían nada que ver con lo que ellos buscaban. En ese momento no sabía que habían tomado a mi hija Haydée.
Cuando llegué a la Villa Grimaldi lo hice con mi hija Eliana, a quien la sacaron primero; a mí me dejaron con la vista vendada, con la cabeza agachada afirmada en el auto. Sentía de lejos los gritos de mi hija. Sería esto como a las nueve de la noche. Momentos después, cuando aún estaba con la cabeza agachada comenzaron a pasar unos hombres y cada uno de ellos me golpeaba en la espalda, en la cara, en la boca, hiriéndome en un ojo y botándome un diente. Después de esto me llevaron a otro lugar custodiada por un militar al que yo le enrostré lo que hacían.
Durante esa noche y a pesar de estar vendada, traté de ver a las otras personas que allí había. Reconocí a mi hija Haydée, a la señora que le arrendaba una pieza y a Germán Cortés –un joven que era amigo nuestro desde hacía muchos años–, al que lo tenían con las manos atrás, parado y apenas podía sostenerse en pie. Cada vez que a Germán lo llevaban a las sesiones de tortura, me ponían en una silla al lado de él para que yo sintiera todo lo que le hacían; pero a mí me pasó algo extraño, no sentía dolor, ni alegría, ni pena; me quedé en blanco, pero me daba cuenta de todo y escuchaba cuando a Germán lo golpeaban y le decían: ‘Oye cura, tú que fuiste cura llama a tu Dios para que te venga a salvar’. Otra noche llegaron otros hombres y le preguntaron: ‘¿Y bueno, este cura habló?’. ‘No ha hablado ninguna palabra, está mudo’. ‘¡Ah! Este que está mudo yo lo voy a hacer hablar para que su Dios lo venga a salvar’. Y le dio un tremendo golpe con la culata de la metralleta en el estómago, dejándolo inconsciente. Al día siguiente, de amanecida, lo llevaron a su casa, donde lo asesinaron disparándole en la cabeza.
Todos los días de esa semana y a cada momento llevaban a mis hijas a sesiones de tortura, aplicándoles corriente y otros tipos de flagelaciones y tormentos. Yo sentía los gritos desde lejos11.
El viernes 20 de enero de 1978 fueron puestas a disposición de la Tercera Fiscalía Militar otras seis personas detenidas por la CNI. Se trataba de Bernarda Nubia Santelices Díaz, conviviente de Cortés Rodríguez, detenida en el domicilio de calle Estados Unidos; Guillermina Reina Figueroa Durán, Aurora Giadrosic Figueroa y Dinko Giadrosic Figueroa, domiciliados en San Isidro 1414; y Sofía Haydée Donoso Quevedo y Sara Eliana Palma Donoso, detenidas en el departamento de Riveros Rabelo.
1.6. Bultos secretos en un vapor alemán
El 27 de febrero de 1978 el embajador de Estados Unidos en Chile, George Landau, entregó a la Cancillería un exhorto de la justicia norteamericana relativo al asesinato de Orlando Letelier. El documento venía acompañado de las fotografías de dos hombres jóvenes y de pelo corto. A comienzos de marzo periódicos de Estados Unidos y de Chile publicaron cuatro fotografías, que correspondían a tres oficiales de Ejército y al ciudadano estadounidense Michael Townley, identificado como un militante del desaparecido Frente Nacionalista Patria y Libertad.
En las semanas siguientes, los nuevos mandos de la CNI y las jefaturas de la Dirección de Inteligencia del Ejército, DINE, conocieron la verdad del asesinato de Letelier.
El 2 de marzo de 1978 Manuel Contreras habló con Townley. “El gringo” estaba inquieto; temía ser traicionado y desaparecer en manos de ejecutores enviados a cerrar sus labios para siempre. Tres días después, hizo lo mismo con Fernández Larios, al que convocó a su casa en las Rocas de Santo Domingo. El capitán también se veía nervioso. Las instrucciones para ambos fueron perentorias: nieguen los viajes al extranjero.
Contreras intentaba tapar todos los orificios que dieran origen a una posible filtración. En eso estaba cuando el 20 de marzo de 1978, el vicecomandante del Ejército, el general Carlos Forestier, lo convocó a su oficina y le comunicó que Pinochet había decidido cursar de inmediato su baja del Ejército. El exjefe de la DINA recibió la noticia como un martillazo en mitad de la frente.
Aquella noche todas las luces de la residencia de la avenida Príncipe de Gales se encendieron para recibir a quienes llegaban a solidarizar con Contreras. A los oficiales de la DINA se sumaron mandos de la FACh, de Carabineros e incluso el ministro de Defensa, el general Herman Brady. Cerca de las 22 horas hizo su entrada la esposa del general Pinochet, Lucía Hiriart, que abrazó efusivamente al general en desgracia.
Los nombres de los generales Sergio Covarrubias, René Vidal y René Escauriaza sonaron en los pasillos y en los jardines. Los amigos de Contreras lo culpaban de haberse aliado con los ministros civiles y con Jaime Guzmán, el influyente líder gremialista que se había transformado en uno de los principales asesores de Pinochet.
En las dos semanas siguientes los acontecimientos se precipitaron. Townley, arrinconado por todos, decidió ponerse a disposición de Odlanier Mena; mientras, en Estados Unidos, emisarios de Pinochet acordaban los términos para la entrega del agente de la DINA que aparecía como el autor material del asesinato de Letelier. Una de las exigencias chilenas era que las confesiones de Townley no se emplearan para investigar otros episodios donde estuviera involucrada la policía política que había dirigido Contreras, especialmente el asesinato del general Carlos Prats en Buenos Aires.
En la noche del viernes 7 de abril del 78 Townley fue llevado al cuartel central de la Policía de Investigaciones convencido de que sería enviado a Concepción, donde tenía un juicio pendiente12. En la madrugada siguiente, al llegar a la losa del aeropuerto y ver a dos agentes del FBI parados junto a la escalerilla de un avión de Ecuatoriana de Aviación, “El gringo” percibió que había sido traicionado y que su única salida era hablar, contarlo todo.
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