Daguerrotipos. Juan Carlos Núñez Bustillos
mí. Soy sólo una aprendiz de ajedrecista que valora la oportunidad de jugar con usted, porque ello significa un aprendizaje constante. Ésa es la razón por la que hemos querido iniciar este programa de una forma un tanto diferente, para conocer a un Juan José Arreola también diferente. Maestro, yo le agradezco enormemente que nos permita acceder a su casa y tomar un poco de su tiempo para este programa.
—¡No, hombre!, pues muy contento de hacerlo, Yolanda, y con respecto a lo de aprendiz, te diré que todos somos aprendices en la vida, y más que nada en el ajedrez, que, como espejo de la vida, nos pone siempre en plan de aprendices. Porque ni el campeón del mundo, aunque pudiera tener ahora apenas unos treinta años o tal vez menos, la edad de nada sirve, porque el aprendizaje se da en cada partida, cada día, cada ocasión. Cuando uno se encuentra de pronto con una movida, con una jugada que se sale un poco de lo normal, haz de cuenta, Yolanda, que el mundo giró, y... ¿dónde están los recursos que yo tengo para esto? Y ya me hizo el adversario una jugada, una variante que me tocó aprender.
El juego continuó frente al tablero. Yo podía percibir claramente el estado vibrante del maestro Arreola mientras jugaba, y apreciar, con admiración, la intensidad detrás de cada movimiento de las piezas. Fue el ajedrez, desde luego, el pretexto para la charla que hoy les comparto.
Arreola había colocado su alfil en una situación amenazante para mí, y aunque sabía que este movimiento era sencillamente un recurso para abrir nuestro programa, y que la partida tal vez no terminaría, le dije:
—Maestro, me mortifica ese alfil. Vamos a tratar de salvar esa amenaza, así, en forma fácil, podríamos ir por el enroque, aunque...
—Tienes razón, tienes razón. Para poder enrocarte tienes que evitar la toma de la diagonal por el alfil, y aquí está uno de los pequeños secretos del porqué puse el alfil aquí. Conste que es una partida un tanto irracional, en estos momentos, frente a las cámaras. Pero ¡qué bueno!, para que sea más viva. El alfil aquí, ya te das cuenta del porqué lo puse, hasta yo mismo lo hice automáticamente. Es una movida automática, alfil 4 alfil o alfil 5 caballo, la hice aquí y estoy ocupando ya la diagonal del enroque. Entonces, ahorita es imposible para ti hacer el enroque hasta que logres anular la posición del alfil, que logres interrumpir la línea o correr al alfil...
—De momento no puedo hacerlo, maestro Arreola, con este otro movimiento... Le toca a usted mover.
—Sí, sí, me toca mover, yo estoy tranquilo ahí... Muevo, desarrollo, caballo 3 alfil.
—Fíjese, maestro, que yo recuerdo un cuento suyo, espléndido, que me contó durante una de nuestras primeras entrevistas: “El rey negro”.
—“El rey negro”, sí, trata de ajedrez, pero también de una situación amorosa y el cuento viene a ser autobiográfico, porque “El rey negro” es el final de una experiencia, de una aventura, de una relación amorosa, y narra el drama en forma de partida de ajedrez. Da la casualidad de que el adversario es el galán que en la vida real me quita a la dama, y en la partida de ajedrez, con un sadismo extraordinario, va desarrollando el juego de manera en que quedo yo sin nada que mover, ¡nada! Y llego finalmente a una posición de mate alfil y caballo.
—El final del cuento es estrujante, cuando cae el rey negro del tablero y rueda por el piso...
—¡Ah, sí! Cae de la mesa. Y el joven, muy galante, lo levanta y lo vuelve a poner sobre el tablero para darse el gusto de darle mate. Yo, en realidad, debí de haber abandonado la partida, pero en ese momento estoy tan atarantado que no se me ocurre ya decir “que esto cese”, sino que él, mi adversario, se esmera en que siga, para tener la satisfacción de llegar al mate.
—¿Así que usted cree, maestro, que la vida es como una partida de ajedrez?
—¡Sí, mucho! Por eso el ajedrez, a lo largo de la historia, ha sido siempre una fuente de ejemplos para la vida real. No te imaginas, Yolanda, la cantidad de libros que se han escrito sobre la vida humana basados en el ajedrez. Cada peón representa, si no una clase social, sí un oficio dentro de una clase social trabajadora.
—Un gremio...
—Un gremio, sí. Un peón es un miembro del gremio. Por ejemplo, los tejedores, los leñadores, los labradores, en fin, cada peón representa un oficio para dar la idea de la sociedad. Vienen luego los caballos, los alfiles, las torres y, claro, el rey y la dama, los entes superiores. El caballo podía ser el caballero, el señor feudal.
—Me llama la atención cuando usted dice que todo puede ir bien, pero que de pronto, como en la vida, hay situaciones inesperadas...
—Se detiene el tiempo y se detiene la vida. Y una casilla del tablero se vuelve el centro del mundo. De ahí hice una frase, que viene en uno de mis libros, que dice: “La presión ejercida sobre una casilla, se propaga en toda la superficie del tablero”. Es que hay ocasiones en que una casilla es toda la partida. Por ejemplo, un peón que no hay que permitir que siga en esa casilla, hay que atacarlo, incluso sacrificando otra pieza por el peón, con tal de que desaparezca de ahí; porque de lo contrario se va a convertir en una pesadilla, va a ser un peón que va a coronar y a llegar a dama, y esto es tremendo.
—Maestro, uno de los objetivos de la grabación que hoy realizamos es acercarnos al hombre, al ser humano, más allá del escritor que todos conocemos, que, claro, es inseparable, pero, ¿qué le parece si dejamos unos momentos la partida —porque además, usted es capaz de darme el mate tranquilamente— y...
—¡Ojalá y se pudiera! —ríe el maestro Arreola.
—Fácilmente lo haría usted, por supuesto, y nos platica un poco de su infancia, queremos conocer cómo fue aquel niño, allá en Zapotlán.
—Bueno, mira, fue de una riqueza particular, y al mismo tiempo fui un niño angustiado. Tuve una infancia como la de mis hermanos y mis primos, que parecía privilegiada, por las familias de las que procedíamos: personas trabajadoras del campo, de la carpintería, de la herrería, y de la mecánica de precisión. Todo esto nos permitió tener mil oportunidades de juego, de distracciones. La escuela se abría y se cerraba cada jueves y domingo, porque nos tocó a las personas de mi generación una etapa muy difícil de la educación en México. Calles estaba dispuesto a que la educación fuera oficial, en contra de las escuelas religiosas, católicas, y cerraba las escuelas continuamente. Sólo quedaban abiertas las escuelas oficiales, que empezaban a constituirse ya en serio. Entonces no tenían personal, no tenían buenos maestros. Y en ese tiempo coincidió un hecho no fortuito, sino complejo: la moda. Fue la primera ocasión en que de veras hubo minifalda. Apenas en estas épocas, de la absoluta y total minifalda, se ha vuelto a repetir el fenómeno desde mil novecientos veintitantos, 1924 o 1925, cuando empezó la minifalda, y era sencillamente una cosa terrorífica. Sobre todo para los niños, no nos dejaban salir a la calle “para que no viéramos esos espectáculos”.
—¡Vaya!, ¿tuvo una educación muy rígida entonces, maestro Arreola?
—Sí, eso sí, muy rígida. Pero lo curioso es que yo no me quejo de esa educación rígida, sino, lo que lamento en realidad es que no haya sido todavía más rígida, porque para una persona como yo y otros contemporáneos míos, pues se necesitaba una auténtica rigidez, una educación casi dentro de un cuadro militar, porque si no, nos desbalagábamos. Como estaba la revolución cristera durante esos años, y se vivían ecos de la revolución grande, pues sencillamente todos estábamos como influidos por la violencia revolucionaria y la rebeldía. Yo mismo, en un momento dado, después de padecer una enfermedad muy larga que me debilitó extraordinariamente el cerebro, pero que al mismo tiempo me lo dejó capaz de una lucidez llevada al extremo, te estoy hablando de cuando yo tenía ocho años de edad, o tal vez antes de los ocho años, entre los seis y los siete, yo padecí el suplicio de la lucidez, porque yo deliraba de tal modo que los sueños los veía con los ojos abiertos, el cuarto se me llenaba de imágenes y de figuras en movimiento. Entonces, esa niñez tan patológica no podía ser la de un niño feliz. Yo veo que mi hermano mayor, ligeramente mayor que yo, mis primos, llevaban vidas de niños realmente felices, porque todas sus circunstancias eran las de los niños que podemos llamar “normales”. Yo era un niño enfermizo, atacado por la imaginación.
—Usted