Daguerrotipos. Juan Carlos Núñez Bustillos

Daguerrotipos - Juan Carlos Núñez Bustillos


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el niño Juan José Arreola, durante mucho tiempo llevó a cuestas la pesada carga de sus remordimientos y de su culpa. Sin embargo, a lo largo de toda una vida, ¿cuál es el concepto de Dios que tiene Juan José Arreola?

      —A pesar de todo el racionalismo que me haya invadido —aunque yo no sea un racionalista, yo soy una criatura irracional—, pero sí, el racionalismo se abre paso a través de los libros de historia, de filosofía, de la religión misma, en fin, con un sinnúmero de adquisición de conocimientos, voluntaria e involuntaria, en la vida misma… de todas maneras sigue habiendo, digamos, el Dios original de la infancia que no ha desaparecido de mí para nada. Dios juez que convive con otra entidad ya muy compuesta por tantas tradiciones teológicas y teístas. Entonces, eso ya es un mundo casi imposible de manejar, la idea de la sucesión de dioses que puedo tener en la memoria. Y el Dios más personal que pudiera yo demostrar, sería un Dios que resultaría otra vez en mi vida, herético, porque sería un Dios primo motore, y en ese sentido aristotélico; pero también sería el Dios que se invierte en su creación, el Dios sería la cápsula original del desarrollo, lo que ahora se concibe como explosión original. Sería entonces la manifestación de Dios de carácter casi explosivo en el cosmos, en cuerpos celestes; concretamente, la elección —eso sí lo sigo creyendo, dentro de todo mi racionalismo— de la tierra como hábitat del espíritu. Por más que me lo digan, y me hablen, y me lo repitan sobre mundos habitados, o subrayen que el cosmos es gigantesco para que un cuerpo celeste tan mínimo como la tierra, que apenas podemos llamar celeste, nos albergue, pero así es. Existe, claro, un espacio inconcebible para nosotros por su dimensión y su eternidad.

      Un tono de espiritualidad, arrastrada desde la infancia, lo habita. Y para cerrar este momento del programa, Arreola toma de su estante un libro empastado en cuero café, lo abre y leyendo, cita: “Él hizo mi lengua como cortante espada. Él me guarda a la sombra de su mano. Hizo de mí aguda saeta y me guardó en su aljaba” (Isaías, cap. 49).

      El programa televisivo Perfiles, que finalmente realizamos en dos partes por la exuberancia de la palabra del maestro, nos permitió conocer a un Arreola volcado en reflexión profunda y crítica sobre su vida, sus opciones, sus decisiones, las cuales, a la luz de los años, juzgaba ahora con una mayor autocrítica. Debo decir que, en estos últimos cinco años de su vida, él había abandonado ya actitudes teatrales a las que recurrió en su juventud, para mantener en su conversación un tono sereno, siempre honesto y en ocasiones hasta confesional.

      No es el lugar ni el momento de dar cuenta, en este libro, de la totalidad de nuestras largas conversaciones, porque ello ocuparía todas las páginas de este volumen —y tal vez de otro más. Quiero destacar, sin embargo, el hecho de que antes de esta grabación del programa Perfiles ya teníamos muchos meses, Arreola y esta servidora, de charlas, entrevistas y partidas de ajedrez. Me parece muy importante dar cuenta, con base en la fecha de publicación de este libro, a propósito del xxx aniversario del programa A las nueve con usted... de cómo fue que Arreola se convirtió en colaborador de nuestro programa.

      Durante una de mis visitas a Ciudad Guzmán, al conducir por la autopista Guadalajara–Colima, disfrutando de los campos verdes de alfalfa retoñada, del saludo discreto del volcán de Colima con eventuales fumarolas en forma de nimbos y mirando deslizarse a mi izquierda, con rítmico sonido metálico, el rojo marrón del tren de carga, paralelo a la carretera, se me ocurrió una nueva sección para el programa. Hablaríamos de ajedrez y se llamaría “Desde la torre del rey la dama escucha...”. Y, claro, Arreola tendría la palabra.

      A mi regreso a Guadalajara preparé mi propuesta por escrito, argumentando muy bien los objetivos del proyecto, la periodicidad y los detalles necesarios para el planteamiento. A la primera oportunidad, esa misma semana, visité llena de entusiasmo al maestro Arreola. Ya me esperaba en la salita de su departamento. Luego de saludarlo, le entregué el legajo, una carpeta que contenía unas diez hojas escritas. La tomó, me miró, y le dije: “Es una invitación a que colabore conmigo, maestro Arreola, en ajedrez”. Echó una rápida mirada a los papeles, ojeó sólo el título del proyecto y me regresó los textos sin siquiera leerlos. Luego me dijo: “No, Yolanda, no tengo tiempo de leer... no quiero saber nada de papeles”. Mi desilusión fue enorme, como se podrán imaginar. Pero sólo duró unos segundos porque, inmediatamente, Arreola añadió con gran entusiasmo: “¿Cuándo empezamos?”

      Así fue como Juan José Arreola se convirtió en colaborador de nuestro programa, semana a semana. Bauticé la sección como “Desde la torre del rey, la dama escucha...” porque, para facilitar su participación, yo iría cada semana a su casa a conversar con él sobre ajedrez, y de ahí saldría su colaboración, tanto para la radio como para el periódico El Informador.

      Así fue como iniciamos nuestras charlas.

      Durante las primeras sesiones, Arreola, agudo alfil de la palabra, lo mismo hablaba de la estrategia que se da entre dos ejércitos para defender a su rey en el tablero como, por analogía, de los retos y tácticas que se presentan en la vida diaria para todo ser humano. Generalmente, nuestras citas se daban por la tarde. Me recibía Claudia, su hija mayor, con su cabello rubio recogido en una trenza y su siempre amable sonrisa —admirable y amorosa compañera de su padre—. Arreola me esperaba en la sala de su departamento, semirrecostado sobre un sofá de piel. Se veía cansado. Sin embargo, a medida que conversábamos, le veía recuperarse con una fuerza vital que venía de... ¡sabe Dios dónde! Tal vez de su propia pasión por el ajedrez, fuerza que le permitía incorporarse y, todo él, sus manos, sus ojos, su actitud, capturaban la elocuencia, y empezaba a hablar como inspirado por Dioniso. Solíamos jugar primero una partida de ajedrez. Me invitaba, eventualmente, una copa de su vino favorito, Milmanda, de Casa Torres, de uva chardonnay, y me daba una cátedra sobre el color amarillo dorado del vino y sus notas frutales sobre sutil vainilla; luego conversábamos un buen rato hasta que, de pronto, se sentía fatigado y me decía: “Hasta aquí, Yolanda. Soy ahora un profesional del cansancio”. Inmediatamente recogía mi grabadora y me despedía, agradeciendo y valorando inmensamente el tiempo que este hombre lleno de riqueza vivencial, de imaginación creativa y de generosidad de palabra me ofrecía.

      Se fueron desgranando así todo tipo de temas, siempre en torno al ajedrez:

      —¿Qué papel ha desempeñado el ajedrez en su vida, maestro Arreola?

      —El ajedrez me ha formado de tal manera que durante periodos muy largos ha sido mi vida entera. Si me hubiera sido posible elegir en la vida qué iba a ser, o qué quería ser, habría dicho: ajedrecista. Sólo que para ser un jugador notable hay que empezar desde la primera infancia y yo fui un ajedrecista tardío porque empecé a jugar a los veinte años. La única cosa que no comprenderé nunca de mi padre —a quien tanto le reconozco y que sé que todo lo hizo por mí y para mí—, es por qué no nos enseñó a jugar ajedrez desde niños a mi hermano y a mí.

      —Entonces, maestro, ¿quién lo enseñó a jugar?

      —Fue un amigo de mi padre, Carlos Preciado, quien me vino a enseñar a jugar ajedrez cuando yo tenía ya veinte años. Era el padre de una muchacha a la que yo pretendía; iba a su casa a diario con el pretexto del ajedrez, y en una ocasión me lo encontré frente al tablero. “¿Tú no juegas ajedrez?”, me dijo. Contesté que no, “Pues yo te enseño”. Dicho y hecho, la señora y la muchacha desaparecieron casi de la escena, y él y yo nos pusimos a jugar ajedrez. El hombre me ganaba todas las noches, interminablemente, hasta que encontré la forma de defenderme y empezar a ganarle, a tal grado que nunca me volvió a ganar una sola partida. A él le debo haber aprendido a jugar ajedrez.

      —¿Y qué pasó cuando finalmente jugó con su padre?

      —Él se llevó la sorpresa de que muy pronto tampoco me pudo ganar ni una sola partida. Porque mi padre, que gustaba mucho del ajedrez, era un hombre muy caprichudo, como yo. Él decía: “Todo se puede hacer en el ajedrez como a uno le da la gana”. Mi papá llegaba a tales movimientos de apertura, que es la única persona a la que yo le he dado el “mate del loco”, que es un mate en dos jugadas que se da con las negras, luego que las blancas han salido con dos peones de manera suicida. Es mucho más breve que el “mate del pastor”. Entre los amigos se habla de este jaque como una broma.

      —El rey


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