Daguerrotipos. Juan Carlos Núñez Bustillos
mi papá nos enseñó a tratar bien a los libros, a respetarlos. Los libros eran bellos, y entonces, como nos enseñaron continuamente a no maltratar las cosas, ni los juguetes ni los libros de la escuela, todo lo teníamos bien cuidado. Cuando nos regalaban un libro de cuentos bonito, posiblemente un cuadernito de cuento, que los había hermosamente impresos, ya sabía uno que los libros eran para tratarse muy bien. Y ese buen trato a los libros y el goce que nos producían marcó mi infancia. Leíamos mucho mis hermanas mayores Elena y Cristina, mi hermano Rafael y yo. La casa fue el lugar en donde más aprendimos a leer, por mis hermanas mayores y por mis padres. Resulta que mi madre era muy sensible, pero tenía poca instrucción, y sin embargo se le quedó grabado lo poco que leyó en su niñez, en su adolescencia y en su juventud, y ella nos hablaba de Romeo y Julieta, ella leyó no el drama de Shakespeare sino como una especie de leyenda, anterior o contemporánea, basada en la novela de Shakespeare. Sí vivimos en una atmósfera que no puedo llamar “libresca” porque eso da otra idea, pero sí en una atmósfera en donde se amaban los libros y se sacaba de los libros el material para la vida misma, porque todo nos lo aprendíamos de memoria.
—Maestro Arreola, la memorización, desde la infancia, le da a usted la música, el ritmo de la palabra, y el amor a la literatura…
—A mí me entró la literatura por la melodía, sí, la frase, ya sea en verso o en prosa, pero siempre armoniosa...
—¿Recuerda algo que especialmente se haya grabado en su memoria?
—¡Cómo no, cómo no! —y empieza Arreola a declamar:
Hay en la peña de Temaca un Cristo.
Yo, que su rara perfección he visto,
jurar puedo
que lo pintó Dios mismo con su dedo.
Hasta ahí ese pasaje poético, ¿verdad? y lo mismo en prosa:
El rey Carlos, nuestro emperador, el Grande, siete años enteros permaneció en España: hasta el mar conquistó la altiva tierra. Ni un solo castillo le resiste ya, ni queda por forzar muralla, ni ciudad, salvo Zaragoza, que está en una montaña.
Es el principio más o menos alterado de La canción de Rolando. En los libros venían leyendas y cuentos basados en textos clásicos a veces tan antiguos como La canción de Rolando. Entonces venía la magia de los nombres: El nombre de la espada, “Durandal”, el compañero, “Oliveros”... y así. Nos envolvía un aura de leyenda, y todos empezábamos a escribir, a tratar de juntar unas palabras con otras y a tratar de decir algo en las composiciones. Esto es importante porque hay que recordarlo, siempre se olvida y hasta yo mismo lo llego a olvidar: hay que darnos cuenta de que en los años veinte, en un pueblo, no teníamos diversiones organizadas, allá de vez en cuando que llegaba un circo o una compañía de variedades, ¡pero era tan raro!, pasaban dos o tres años y, cuando la revolución cristera, pues durante cinco o seis años no iba ninguna compañía de teatro. ¡Nada! Entonces no había cine, el cine era un espectáculo prohibido. Aunque existía una sala de cine, tenía muchísimas dificultades para funcionar durante la revolución, más bien la cerraban. ¡Cuándo llegaban las películas! Era impredecible. Los trenes, a veces nomás no llegaban en toda la semana. Tenían que hacerse acarreos, hablamos de mulas y de carretones tirados por yuntas de bueyes. Me tocó todavía un mundo muy anterior al mundo real, que era el mundo de los años veinte. Aquí en Guadalajara, la primera vez que vine y ya hasta cuando vine a trabajar en el año 34, Guadalajara era una ciudad de mesones. Lo que rifaba en Guadalajara eran los grandes mesones donde llegaban los arrieros con sus recuas de mulas, y de burros fuertes. Eran camineros, venían a comprar mercancía para llevarla a todas las regiones no aledañas sino bastante lejanas. Desde Guadalajara se iban a llevar cosas a Tapalpa, mercancías a Autlán, que no era todavía un centro de distribución importante. Zapotlán ya lo era desde el siglo pasado. Por eso tuvimos también la “arriería”, y los arrieros llevaban continuamente las novedades de otros lugares, las mercancías, las frutas, los dulces. La feria de Zapotlán ahora ya no es más que una feria de “probadita”. Ahora que quise intentar las memorias, estoy desilusionado porque habiendo registrado mucho, en realidad fue más lo que se me olvidó decir que lo que pude registrar, y claro, ya no tengo tiempo porque la vida es imposible que me lo pueda dar. Me refiero al tiempo realmente necesario para contar las cosas si no por orden, por lo menos con ilación y sin olvidos. Me olvidé, nada menos en el primer tomito de mis memorias, de mi primera comunión, que es un hecho fundamental en mi vida...
—¡Cómo, maestro!
—No, pues fue tremendo...
—A ver si lo recuperamos ahora, en este programa...
—Bueno, en el programa sí se puede recuperar. Lo diré brevemente, pero fue una tragedia realmente. El hecho más importante de la infancia, en un pueblo, en una familia como la nuestra (familias como las nuestras; siempre hay que recordar que venimos de dos familias, la paterna y la materna), entonces, mi primera comunión fue un drama, porque yo no me resolvía a afrontar, a enfrentarme al hecho dramático, como podría decir, la palabra muy posterior, traumático de la confesión. Yo me sentía el niño más pecador, más pecaminoso del pueblo, precisamente por la imaginación. Duraron tiempo preparándome para la primera comunión, me llevó mi papá con un sacerdote que había sido compañero suyo en el colegio para que me ayudara, compañero maestro.
—¿Qué edad tenía usted?
—Yo he de haber tenido alrededor de unos siete u ocho años. Estaba ya lleno de culpas intolerablemente pesadas, difíciles, vergonzosas de comunicar. La comunión se llevaría a cabo en un templo que era la capilla de un hospital, la capilla del Hospital de San Vicente. El Hospital de San Vicente, por azares —iba a decir de la geografía—, por azares del preurbanismo, estaba ubicado contra esquina del rastro municipal, así es que era una cosa tremenda, porque en ese rastro los habitantes eran aéreos: los zopilotes, que volaban a todas horas por el rastro y por el hospital. Los enfermos estaban, pues, la mayoría en el suelo porque no había para equipar camas...
—Como de pesadilla para un niño...
—Sí, muy doloroso, por impresionante. Me acuerdo que, ya habiéndome confesado, y ya yendo a dos cuadras del hospital tuve que devolverme, nos devolvimos, porque me había acordado de dos o tres pecados más, tenía que irlos a decir. Todavía a la mañana siguiente me quedaron pecados pendientes. Pero aquí viene el hecho grave: el hecho grave fue que amanecimos para la primera comunión, la debimos de haber hecho juntos mi hermano Rafael y yo. Nos prepararon bien, nos vistieron de marineritos, pero yo había estado enfermo, había tenido un largo padecimiento —tres enfermedades juntas, duré como tres meses en la cama— y no podía ni caminar bien de tan delgado que quedé. Y uno de los pasatiempos de enfermo, de los pocos que me dejaban tener como golosinas, eran unas galletitas que se llamaban “perla”. Eran unas galletitas chiquitas, con figuritas, como de florecitas, había unas de forma como de trébol de cuatro hojas, muy sencillitas. Entonces mi mamá estaba preparándose para ir a la primera comunión, en su tocador, y había una persona que la estaba ayudando a peinarse. Y en ese momento yo, que andaba dando mucha lata, mi mamá me regañaba: “¡Ya ponte en paz! ¿Así te estás preparando para comulgar?” “¡Voy a ir con el padre!” “Pues sí tienes que ir antes de comulgar para que te vuelva a confesar”. Pero en eso me hallé yo una galletita, la partí, pero así, nomás la cuarta parte de la galleta, un pedacito pequeño, y mi madre que me ve comerla y, nunca se me olvida, que se fue deslizando hacia un lado del sillón en el que se encontraba, ¡se desmayó!
—¡Claro, no podría comulgar!
Yo en ese momento intentaba contener la risa, imaginando la situación y ante el dramatismo con el que el maestro Arreola recordaba este episodio. Lo miraba, y él mismo ya no sabía si reír o llorar ante ese recuerdo. Y continuó su relato:
—Entonces tuve que hacer el papel del comulgante, pero en plan de “convidado de piedra”, porque el que comulgó fue mi hermano. Yo con mi vela en la mano, ¡y nada!, no pude comulgar, no había manera. ¡Entonces, ese fracaso fue tan terrible! Mi madre, ¡cómo me iba a perdonar semejante cosa! ¡Mi padrino de comunión quedó en ridículo ahí, con el comulgante inepto! Entonces, Yolanda, pues