La inquisición española. Miguel Jiménez Monteserín

La inquisición española - Miguel Jiménez Monteserín


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progresivo acrecimiento, distanciado de la sinagoga y ligado sobre todo al mundo urbano mediterráneo donde ya se había abierto camino de tiempo atrás la diáspora judía. Tras aguardar en vano la inminente parusía o segunda venida gloriosa de Jesús, fue abriéndose camino entre sus seguidores la convicción de que la realidad del reino de Dios anunciado poseía una índole menos evidente de lo esperado en su instauración comunitaria. Integrando a las diversas asambleas de creyentes en una realidad mistérica superior, la Iglesia, cunde entre sus miembros la creencia de pertenecer a una comunidad humana de redimidos, sustancialmente unida a su fundador, muerto y resucitado, donde se accede a lo sagrado mediante una dinámica de progreso espiritual capaz de transformar el mundo. La comensalía mistérica aglutina a los creyentes en el resucitado introduciendo un principio de igualdad entre ellos, desconocido y novedoso a un tiempo. Ligados además por unos inusuales lazos de apoyo mutuo material, de modo insólito contribuirían éstos a vertebrar sólidamente a las comunidades cristianas en cada uno de sus respectivos contextos sociales.

      Así, entre los desencuentros propios y las persecuciones externas, lentamente institucionalizadas, las principales comunidades cristianas, instaladas en ciudades señeras del Imperio Romano, fueron fijando de manera inapelable, luego de haber fluctuado entre no pocas discrepancias, una ordenación de las verdades de fe, sometidas para su validación última al principio de su sumisión a la tradición apostólica. A partir de la segunda mitad del siglo II distintos autores formularían en términos parecidos un «canon de verdad» o regula fidei, suma de las creencias que deberían aceptar los catecúmenos en su iniciación prebautismal y profesarían unánimes los fieles de todas las Iglesias. Se trataba de subrayar lo esencial de la fe cristiana por encima de las diferencias de tradición que entre las distintas comunidades hubiese, señalando además la firme conexión existente entre la revelación antigua y la nueva, toda vez que las promesas hechas a Israel se habían verificado plenamente en la persona de Jesucristo.5 Era esta la única referencia posible desde la que interpretar la revelación formulada partiendo de los libros sagrados propios de la religión de Israel, enseguida añadidos a los textos atribuidos o compuestos por los apóstoles mismos o alguno de sus inmediatos discípulos, a la postre definidos como canónicos en asambleas episcopales cuyos acuerdos obtuvieron amplio alcance. Su desarrollo doctrinal corresponderá seguidamente al magisterio eclesiástico ejercido por los obispos y en especial al formulado por los titulares de la iglesia de Roma, sucesores del apóstol Pedro, depositarios del poder de las llaves a él atribuido por Jesucristo.6 De hecho la asendereada victoria de la ortodoxia quedará por fin ligada al triunfo del cristianismo romano, que la definirá por su fidelidad doctrinal al Antiguo Testamento y a la primitiva tradición apostólica expuesta en el Nuevo, limitando los excesos de la imaginación mitologizante, sometiéndola al rigor del pensamiento griego y ahormándola con arreglo a la normativa jurídica romana.7

      Cristianismo e Imperio Romano.

      Duramente perseguidos primero por negarse a participar del culto imperial, aglutinante político del orden vigente como antes, en la época republicana, cuando, al filo del siglo IV, imponer un monoteísmo universalista pareció a los teóricos una garantía de unidad frente a la secuencia de crisis políticas sobrevenidas, los cristianos y su doctrina medular fueron objeto de un reconocimiento por parte del emperador Constantino que sería después la clave del éxito futuro de una Iglesia católica puesta al amparo del Imperio. A partir de ese momento, la proximidad del reino de Dios, presente ya pero no definitivo aún, núcleo genuino del kerigma, va a encontrar un sustento y una circunstancia nuevos. La proclamación quedará vinculada a una Iglesia, comunidad de salvación para sus miembros leales, que ejerce poder y lo reclama de un Estado al que a su vez apoya en una mutua trabazón de intereses. Luchar contra las discrepancias doctrinales se habría convertido así en una clave de supervivencia para ambos poderes, temporal y religioso.

      En adelante la Iglesia se arrogará además la exclusividad del culto salvífico a través de la intermediación de una jerarquía legitimada por el ejercicio de un sacerdocio capaz de oponerse al de los cultos paganos. Ajeno a la práctica testimoniada del fundador, laico él mismo y enfrentado con el sacerdocio del templo de Jerusalén, dicho sacerdocio se manifiesta excluyente y bien diferenciado, expresamente segregado del común atribuido a los fieles bautizados (1 Pe 2, 9). La esencial liturgia practicada en las primitivas asambleas domésticas se hará cada vez más ritual en los templos, impregnándose las oraciones de fórmulas retóricas y gestos, usuales en el ámbito del ceremonial cortesano imperial, como expresión de ruego, obediencia o sumisión. Se establecerá además una ligazón estrecha entre la creencia y la práctica litúrgica, de tal modo que ésta se convierta en la expresión genuina de aquella, legitimadas ambas por su reconocido arraigo en la tradición apostólica. A mediados del siglo V, Próspero de Aquitania propone una fórmula, muy reiterada después, que concreta el principio doctrinal de que el modo de orar ha de responder con exactitud al contenido de la fe.8 A la inversa y como consecuencia, tergiversar el modo eclesiástico de realizar el culto o reducirlo a gestos evangélicos esenciales, pondrá de manifiesto el inequívoco desvío de la creencia ortodoxa de sus defensores.9

      Siendo el sacerdocio ministerial, exclusivamente ejercido por los miembros de la jerarquía clerical, la clave de la celebración del único culto legítimo y grato a Dios, se entenderán las multiples controversias y ataques dirigidos contra el poder sacro así practicado por los disidentes cristianos a lo largo de una secular trayectoria cuya amplitud enlaza a los herejes donatistas del siglo IV con los reformadores del siglo XVI. De la perversión entreguista de obispos y sacerdotes que revelaron los misterios sacros y entregaron (traditores) los textos revelados a los perseguidores para salvarse (lapsi), perdiendo en consecuencia su validez los sacramentos conferidos por ministros tan poco ejemplares, a la condena lanzada contra la tiránica usurpación de los sacramentos, cauce gratuito de la gracia salvífica, perpetrada de antiguo por el conjunto de la jerarquía sacerdotal férreamente encabezada por el Papa romano.10

      Creencia y disidencia.

      En el plano de la expresión doctrinal de la fe, como reto planteado a la conciencia e intelecto humanos por el contenido en síntesis de la revelación, la única actitud posible es la de ofrecerle, mediante la fe, una voluntaria «sumisión razonable», por ser esta un modo de saber apoyado en el testimonio de Dios mismo, quien toma la iniciativa y otorga primero la virtud de la fe al creyente, haciendo así posible el encuentro entre ambos.11 De aquí parte la reflexión teológica, basada en el axioma de que la revelación constituye una herencia, un depósito intangible opuesto a cualquier novedad o enmienda humanas, no ideado por los hombres sino recibido de Dios y transmitido por la tradición.12 Un conjunto cerrado de verdades de las que únicamente cabe aclarar o explicitar ciertos puntos oscuros, deliberando con ayuda de la razón sobre la autoridad última del texto sagrado y la tradición recibida de los santos padres, los concilios y los papas.13

      La herejía, expresión manifiesta de la diversidad de creencia con relación al dogma eclesial, compuesto de doctrinas de fe reveladas y normas de conducta ligadas a ellas, es tan vieja como el cristianismo, él mismo una secta del judaísmo [Hch 24, 14], empeñado durante muchos siglos en desautorizar la vigencia salvífica de su originario tronco de fe. Simplificando del todo y sin necesidad de remitirse a la teocracia, ha de tenerse presente además que ha sido sin duda la idea de división el aspecto que, a ojos del temprano poder cristianizado, ha hecho más temibles las disidencias doctrinales de mayor alcance, siempre que un enunciado de fe ortodoxa le sirva de sustento inamovible. Es algo admitido que los concilios ecuménicos de la Antigüedad (Nicea, Constantinopla, Éfeso y Calcedonia), encaminados a promulgar los más esenciales principios dogmáticos tocantes a la cristología, fueron convocados en la práctica por los emperadores.14 Resulta por ello significativo que el concepto mismo de dogma tuviera una expresión jurídica temprana antes que teológica.15 En conclusión, dadas las repercusiones sociopolíticas del fraccionamiento en la creencia cuando esta aglutina y sustenta los sistemas políticos de signo explícitamente confesional, resulta fácil entender que sin tregua hayan perseguido a los herejes los poderes constituidos y no menos claro resulta que, en ocasiones, la disidencia religiosa haya vertebrado otras rebeldías de más amplio espectro y alcance. Por eso, al castigar


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