La inquisición española. Miguel Jiménez Monteserín

La inquisición española - Miguel Jiménez Monteserín


Скачать книгу
simplicidad evangélica de los primeros tiempos cristianos, netamente opuesta al autoritarismo y opulencia con que procedían y vivían muchos jerarcas y numerosas comunidades monásticas también. Nacerán así el catarismo, los valdenses y los humillados, movimientos comunitarios reivindicativos, defensores de la pobreza radical como estilo de vida basado en la comunidad de bienes tanto como del libre acceso al texto de la Biblia en lengua vulgar o el derecho de los laicos a predicar. En este contexto, sin romper con la Iglesia, fundarán Domino de Guzmán (1170-1234) y Francisco de Asís (1182-1226) las órdenes mendicantes, cuyos miembros, además de predicar en las ciudades, ocuparán cátedras universitarias esforzándose en adaptar a los retos de la nueva sociedad la formulación teológica de la doctrina cristiana ortodoxa. De las filas de estos frailes saldrán también los inquisidores, a expresa demanda de los sumos pontífices.

      La persecución no detuvo de momento la revuelta herética: el catarismo antisacerdotal y antisacramental, con su propuesta de acceso común al texto de la sagrada escritura en lengua vulgar, la comunicación con Dios sin intermediarios y un culto sin ritos apenas, sostendrá, sobre todo en el Languedoc, Provenza e Italia, entre los siglos XI y XIV, una organización eclesiástica alternativa. Sumándose a ofensivas armadas de mayor violencia, legitimándolas con la aplicación de normas canónicas expresamente promulgadas a tal efecto, la inquisición pontificia actuará contra éstos perfectos y contra los seguidores del milenarismo profético, las comunidades laicas de hombres y mujeres (beguinas y begardos), ansiosos de vivir con libertad espiritual, o el franciscanismo radical, inspirador de espirituales y fraticellos, grupos todos situados en los márgenes de la ortodoxia, a cuyos miembros impondrá el retorno a esta.

      Lo estarían, asimismo, ya en las postrimerías del Medievo, otros movimientos populares como los lolardos, los husitas y, luego de estos y más radicales, los taboritas que, si bien surgidos en regiones distantes e inspirados en la doctrina de maestros de distinto perfil teológico, coincidirían en su visión esencial de la Iglesia como comunidad de salvación desligada de los ritos y las manifestaciones del poder eclesiástico justificadas en el uso de las llaves petrinas. En Inglaterra el maestro oxoniense John Wyclif (1320-1384) y un poco después, en Bohemia, inspirado en sus escritos, Jan Huss (1370-1415), promueven entre sus discípulos inmediatos y posteriores la lectura de la Escritura en lengua vulgar, mientras ambos rechazan, aunque en grado diferente, la estructura clerical y jerárquica de la Iglesia y los sacramentos, sin que falten además a los bohemios motivaciones reivindicativas de índole nacionalista frente al Imperio. Esbozando ya algunos de los principios doctrinales que la Reforma divulgaría más tarde, sostenían ambos que la autenticidad de la Iglesia deriva de ser una comunidad invisible de predestinados a la salvación en estado de gracia. Obviamente la jerarquía clerical en su concreta manifestación histórica nada tenía que ver con tal grupo a la vista de la corrupción en que vivían la mayoría de los eclesiásticos. Para Huss la piedra de toque del inadmisible dominio clerical era la privación a todos los fieles de comulgar bajo ambas especies sacramentales, quedando reservado a los sacerdotes el uso del cáliz como un símbolo de insoportable superioridad.

      La Inquisición española y sus destinatarios.

      Dicho lo anterior, parece necesario indicar la concreta diferencia de objetivos existente entre el antiguo y el remozado tribunal hispano. Para empezar, resulta evidente que la herejía atribuida a los falsos conversos del judaísmo a combatir por él nada tenía que ver con las disidencias rebeldes apuntadas, manifiestas u ocultas. No había en ella proyecto alguno de oposición directa a la estructura clerical de la Iglesia, por más que, ahondando en la esencia de los comportamientos culpados, sencillamente se soslayara su función como instrumento de salvación para los fieles bautizados. De hecho, la denunciada apostasía gestual de los judeoconversos implicaba rechazar el beneficio de la redención operada por el sacrificio de Cristo, instaurándose con ella la Ley de Gracia, abierta al conjunto del género humano. Una vez realizadas las promesas mesiánicas en la persona de Jesucristo, no tenían ya sentido los diversos rituales de Alianza preceptuados en la Ley Antigua, cuya codificación se atribuía a Moisés, puesto que la sangre derramada por Cristo en la cruz había establecido otra Alianza definitiva, superior a la de Abrahán, cuya clave eran los sacramentos, vehículo de la gracia universal. Esta era en suma la argumentación que sustentaba el combate contra los falsos conversos.

      Ahora bien, que, en el seno de la sociedad cristiana hispana de fines del Medievo, camparan a sus anchas apóstatas y herejes ocultos, discrepantes del enunciado cristiano ortodoxo acerca de la redención y la salvación al seguir practicando ceremonias ligadas al superado judaísmo, resultaba inadmisible desde el punto de vista político.26 Conviene recordar cuánto importaba al nuevo Estado monárquico puesto en marcha por los Reyes Católicos asentar sobre un fundamento trascendente inapelable su provechoso proyecto pacificador de arbitraje político, ofreciendo una salida al complejo conflicto social al que se había llegado durante la segunda mitad del siglo XV en sus reinos. No se propusieron los Reyes Católicos variar el esquema y sustento de aquella sociedad. Les importaba más bien introducir un principio unitario en el ejercicio del poder político que limitara el de los nobles, no el social, incorporándolos a sus proyectos, dignificara a la Iglesia nacional apartándola además de la tutela romana para valerse también del auxilio de sus jerarcas y contuviera a las pujantes oligarquías urbanas de las ciudades más importantes en las que habían hallado sitio un buen número de judeoconversos acomodados.

      Mudada la antigua identidad jurídica, proporcionada por la pertenencia comunitaria de cada súbdito a un preciso credo propio, y cambiados sus efectos integradores en oportunista prevención discriminadora mucho más difusa, la memoria viva de la reciente ascendencia en la fe cristiana de un grupo dispar de individuos harto notorios, debido al poder o la fortuna ostentados, introduciría en el combate un arma nueva de base formalmente religiosa, si bien sustentada sobre todo en marcadas razones de estricta pugna política perfectamente coyuntural. El prejuicio así instrumentado, tocante al supuesto carácter ficticio de la conversión realizada, perpetuado luego en la falsía religiosa clandestina de los descendientes, contribuiría, por mucho tiempo aún, a mantener de forma patente la diversidad hostil, siendo utilizado con el propósito, no siempre logrado, de segregar de cualquier ámbito de influencia en el seno de la comunidad sociopolítica, sin discusión proclamada cristiana, a un grupo, interesadamente caracterizado, de forma buscada o manifiesta, por la memoria desconfiada de su origen religioso familiar.

      Estimándose superiores a priori por principio doctrinal inapelable, arguyendo como esencial alegato la rancia prosapia que el muy remoto bautismo de sus mayores les garantizaba, cooperativa y solidariamente, el endogrupo de los cristianos viejos, al amparo del amplio proyecto político de la Corona, empeñado en hacer de la religión un argumento unitario de trabazón excluyente, desarrolló una amplia panoplia de premisas de índole cultural y ropaje religioso, orientadas a justificar unos objetivos concretos de monopolio del poder en diferentes instancias y escalas políticas o sociales. Tales discursos doctrinales, prevalidos además de extensa proyección jurídica, estaban destinados a estigmatizar de manera indeleble en lo social y lo político a los cristianos nuevos, ellos mismos o sus mayores procedentes del judaísmo. Partiendo del supuesto de que la infidelidad religiosa del falso converso implicaba inexcusablemente su deslealtad política, fácil era que, de la persecución inquisitorial, avalada por la Corona, obtuviera ésta jugosos réditos políticos y económicos a la vez. Infames según el derecho, así los convictos de herejía condenados como sus descendientes, de no mediar una onerosa habilitación, verían comprometida y cuestionada su anterior influencia social y política y muy menoscabada a la vez la fortuna material sustento de esta.

      La piedra de toque de todo ello era la persistencia, real o supuesta, de la celebración clandestina de los ritos y ceremonias judaicas por parte de los conversos. La cuestión no era nada banal, desde el punto de vista del estatus canónico del presunto apóstata, excomulgado de manera inmediata al estimarse que rechazaba completamente la fe recibida y no tan sólo alguno de sus postulados, por más que ello bastara para convertir de inmediato al disidente en hereje, tal y como Santo Tomás enunciaba: «Quien rechaza un artículo de fe, los rechaza todos.»27 Mucho menos lo era desde la perspectiva penal puesta en quien el derecho civil reputaba delincuente, susceptible de sufrir, entre otros castigos, el de la confiscación de sus


Скачать книгу