La inquisición española. Miguel Jiménez Monteserín

La inquisición española - Miguel Jiménez Monteserín


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para el poder civil, amenazado en hipótesis veraz, por aquellos disidentes religiosos clandestinos era proceder judicialmente con todo rigor, desplegando para ello una institución remozada. El monarca moderno mostraba con ello hacer uso legítimo de sus prerrogativas. La consideración de la herejía como un delito de carácter político estaba avalada por una larga tradición que se remontaba, como hemos visto, al Código teodosiano.30 La ejemplaridad de los castigos debería ser proporcional además a la envergadura de los delitos.31 Por todo ello, los autores que se ocuparon de justificar la persecución y castigo de la herejía en los tiempos modernos no dejaron de abundar en el argumento: el crimen de herejía como atentado a la integridad de la república cristiana, exigía la inmediata intervención de las autoridades laicas para restaurar el desorden.

      No cabe duda de que el miedo ante los procedimientos inquisitoriales, iniciados con la promulgación puntual de los edictos de gracia y seguidos de multitudinarias sanciones penitenciales, provocaría que muchos intentaran obstaculizar aquellos de modo diverso, ocultándose, huyendo o simplemente ignorándolos, dando lugar a un breve pulso que, a la larga, corroboraría, desde la perspectiva de los jueces, la malicia del carácter contumaz de tales resistentes. Cierto era que ningún hecho concreto hacía a nadie hereje por más que lo realizase movido de una convicción errónea. Sin embargo, resistirse a la corrección, siquiera judicial, que los inquisidores proponían, mostraba a las claras la voluntad de permanecer en el error evidenciado por estos y con ello la condición de hereje rebelde. Dicho lo cual, celebrar, reales o supuestos, conventículos religiosos clandestinos, atenta tal cualidad, debía interpretarse siempre de la peor manera. De todos modos, tal escenario ha de ampliarse al de las luchas entre diferentes bandos nobiliarios, que precedieron a la guerra civil sucesoria en Castilla y se mantuvieron aún tras ella, a cuyas fidelidades no permanecieron ajenos muchos conversos. Doblegar la rebeldía nobiliaria y la hostilidad de las oligarquías urbanas exigió atacar a aquellos conversos que se mostraban como componentes destacados de ambas, considerados ostensiblemente refractarios a la fe cristiana al vérseles observar, o suponerlo, diferentes gestos rituales que indicaban su ligazón permanente con la fe mosaica un día abandonada por ellos mismos o sus mayores.

      Persistir en la excomunión urgida en los edictos contra quienes no acudiesen a purificarse adecuadamente de delitos o sospechas convertía ipso facto en hereje convicto, merecedor de castigo y a quien se podían confiscar los bienes. Es muy probable que el rigor inexorable de los jueces se correspondiera con la urgencia política de aplicarlo a un sector social en principio identificado por sus prácticas judaicas reminiscentes, estudiadamente sospechoso de deslealtad política por serlo de infiel a la religión, aunque su desafección fuese mucho más terrenal. La clave última de todo esto se hallaba en lo implacable del procedimiento inquisitorial del que difícilmente se salía ileso, excluida de él por principio la presunción de inocencia. La excomunión en que incurrían quienes no se personaran con prontitud ante los jueces para responder de unas culpas genéricamente investigadas en un determinado territorio abría el camino a que las sospechas que sobre ellos pudiesen recaer en consecuencia se transformasen en «herejía inquisitorial» con arreglo a las prescripciones del derecho pontificio.32 Denominándola así no pretendemos entrar en aquellas sutiles distinciones teológicas de carácter puramente académico a las que ha dado lugar el concepto estricto, ligado, al enunciarse a comienzos del siglo XX, a unas circunstancias eclesiales bien concretas. [Léon GARZEND: L’Inquisition et l’Hérésie. Distinction de l’hérésie théologique et de l’héresie inquisitoriale: à propos de l’affaire Galilée, París, Desclée, 1912] El hecho real es que la lectura sistemática de los procesos inquisitoriales hispanos, incoados sobre todo durante los siglos XV y XVI, más que de los tratadistas del derecho inquisitorial, pone de manifiesto cómo la persecución y castigo de los herejes, protagonizada sobre todo por inquisidores juristas, se realizaba a partir de unos supuestos procesales del todo formales cuyo propósito era objetivar los delitos de apostasía y herejía aplicando sin matices una lectura doctrinal ortodoxa a determinadas afirmaciones o conductas objeto de denuncia. Situándonos siempre en el terreno religioso, mal catequizados, como el resto de bautizados por otra parte, cualquiera fuese su prosapia en la fe, la ignorancia o la adhesión reminiscente de los judeoconversos al estilo de vida de sus mayores convertirían en apostasía y pertinaz adhesión al error determinados gestos más culturales que cultuales. Fijado el objetivo social en los miembros de un grupo bien diferenciado, no cabía a los jueces sino señalar con nitidez los errores cometidos por quienes pertenecían a él aplicándoles para su calificación penal una inflexible plantilla de verdades absolutas, agravados luego por la pertinacia en la voluntad testificada de apartarse de la verdadera fe, causa por fin del ineludible castigo. Con tal procedimiento podría convertirse en un sistema dogmático lo que no eran sino expresiones de la creencia o la rebeldía populares y se extraerían de su contexto expositivo, cualquiera fuese su desarrollo intelectual, proposiciones condenadas, literalmente opuestas al enunciado de la fe ortodoxa, privadas de cualquier posible matización. Analizar la actuación inquisitorial implica ir más allá de su lenguaje y figuras delictivas. Comprender éstas requiere situar al tribunal en el peculiar contexto políticamente beligerante hacia los heterodoxos de cada época, contemplados por sus jueces como secuaces diabólicos renovados, disfrazados enemigos de la verdad revelada, en realidad siempre idénticos a sus predecesores. En el voluntarismo anticristiano implícito a las prácticas rituales clandestinas de origen judío detectadas o presumidas residiría pues la sospecha de apostasía.

      Este era, en líneas generales, el trasunto especulativo de los teólogos y canonistas defensores de la Inquisición hispana como el más adecuado instrumento de persecución del error doctrinal voluntario y pertinaz, para finalizar siempre con la consideración de que la herejía implica la enemistad con Dios y nada puede triunfar en el mundo terrenal si éste no mantiene buenas relaciones con el trascendente.

      La Inquisición medieval se había adaptado en su actuación, estructura y funcionamiento interno al mundo escasamente organizado en entidades políticas superiores al que se dirigía. Nadie, fuera del papa, hubiera podido instituir nada parecido, aun cuando sus objetivos beneficiaran a muchos otros poderes, dado que la suya era la única instancia de autoridad con posibilidades efectivas de recabar una relativa obediencia universal. No obstante, necesitaba amoldarse cada vez al poder laico vigente allí donde actuaba, cuyo apoyo resultaba imprescindible para poner en práctica las funciones inquisitoriales delegadas. Mientras una parte de la vieja administración imperial romana subsistía aún en las provincias eclesiásticas, la pluralidad dispersa de jurisdicciones constituyó durante los siglos bajomedievales la norma general de la expresión política de las monarquías europeas.

      A partir del siglo XIII, pontífices y concilios fueron promulgando distintas normas con el propósito de luchar contra las nuevas herejías, regulando al tiempo la actuación inquisitorial. Se llegó a contar finalmente con un cierto número de decretales tocantes al tema, incluidas en el Corpus Iuris Canonici, pero, a pesar de ello, incluso sin desviarse demasiado de este conjunto de disposiciones, con frecuencia la pesquisa inquisitorial se atenía estrechamente a la voluntad personal de los jueces designados para cada región. Estos, tampoco estaban obligados a plegarse siempre a las decisiones de los obispos en cuyas diócesis actuaban, aunque debieran contar con ellos en ciertos momentos, dado que sus funciones estaban avaladas por un mandamiento directamente otorgado por el sumo pontífice. En tales circunstancias fueron escritos varios Manuales de inquisidores. Sus autores, inquisidores ellos mismos, comentando las leyes existentes, procuraban ilustración teórica y práctica a los jueces bisoños, ofreciéndoles argumentos teológicos que oponer en sermones a los errores de sus futuros reos, introduciéndoles en la mecánica de la pesquisa judicial, la celebración del proceso, su conclusión o la aplicación precisa de las penas sentenciadas. El procedimiento penal canónico medieval, directamente inspirado en el romano, suponía tres posibles modos de acción: accusatio, denunciatio e inquisitio. Un acusador particular, sujeto a la pena del talión en caso de falsedad, formulaba la primera. A través de la segunda, el arcediano u otro oficial de la curia episcopal podía solicitar la instrucción de un proceso contra delincuentes conocidos por él en razón de su oficio. En la inquisitio el obispo citaba al sospechoso malfamado y hasta decretaba para él prisión preventiva con el fin de poder proponerle los capítulos


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