La inquisición española. Miguel Jiménez Monteserín
para dilucidar una causa poco clara luego de examinadas las pruebas hasta la purgación canónica, un juramento de inocencia que el acusado prestaba conjuntamente con un número variable de testigos aceptados como válidos por el juez.
Las Instrucciones de la Inquisición española
Partiendo de la polémica suscitada cuarenta años antes por el problema converso, hubo alguna vacilación en cuanto al procedimiento judicial de la recién creada Inquisición española, sin embargo, por haber cambiado notoriamente el contexto político en el nuevo Estado español unificado, hubo pronto un alto organismo centralizador, el Consejo de Inquisición, a cuyo frente había un Inquisidor General designado por la Corona, encargado de regular de modo uniforme la actuación judicial de los distintos tribunales de distrito, mediante la redacción y promulgación de sucesivas Instrucciones. En consecuencia, aun ateniéndose siempre a la imprescindible norma canónica, la Inquisición española resultó configurada de acuerdo con un modelo organizativo bien distinto de sus inmediatos antecedentes institucionales. Para conseguir una eficaz centralización, jueces y oficiales estarían sometidos a un poderoso aparato burocrático, ramificado al cabo en una red de agentes intermedios profusamente jerarquizada. Autor visible del modelo fue el dominico fray Tomás de Torquemada, Prior del Monasterio de santa Cruz de Segovia, Inquisidor General de Castilla primero y luego de Aragón conjuntamente, cuyas sucesivas Instrucciones sirvieron de guía a los jueces de la fe hispanos durante casi un siglo en su tenor literal y a lo largo de toda la historia del Santo Oficio en cuanto a la inspiración de las normas posteriores, plasmadas en las denominadas madrileñas, promulgadas por Fernando de Valdés en 1561 y vigentes hasta la extinción del tribunal.
No podemos detenernos a examinar las vicisitudes primeras de la Inquisición hispana ni menos entrar en el arduo terreno de los debates que dieron a luz sus primeras ordenanzas. Creada formalmente en 1478, encomendada primero a dos dominicos, no comenzó a actuar hasta dos años más tarde en Sevilla, por considerarse mayor allí el grupo de los apóstatas judaizantes y no menor sin duda la rebeldía manifiesta frente al proyecto autoritario que los monarcas intentaban implantar. El inusitado rigor, «superando la templanza del derecho», con que fueron llevados a cabo la indagación y el castigo de los hallados culpables entonces provocó quejas y protestas formales dirigidas al Papa como garante último de la legitimidad del tribunal. Tensas por muy diversos motivos entonces las relaciones entre los monarcas hispanos y la Santa Sede, vino el asunto inquisitorial a dificultarlas aún más. Auténtico sin duda el alegato de los injustamente perseguidos, aquello no era sino un elemento de fricción transaccional, por cuanto lo que se ventilaba de hecho era quién, el Papa o el monarca, tendría la última palabra a la hora de perseguir y castigar la herejía en los reinos hispanos, resultando beneficiario además de las confiscaciones penales.
Aun disperso y poco sistemático, no era escaso el repertorio jurídico penal, de origen civil y canónico, al que remitirse a la hora de procesar a los herejes y se disponía además de las glosas contenidas en los antiguos manuales redactados por Bernard Gui (1261-1331) y Nicolau Eymerich (1320-1399) principalmente. Con todo, debido al papel protagonista del inquisidor en este procedimiento penal, él mismo un investigador más próximo al alegato acusatorio del fiscal que al relato exculpatorio del acusado, no fueron pocas las situaciones en las que pudo decidir a su arbitrio cuando la ley no determinaba de manera explícita algo en concreto.33 Las diversas urgencias con que en los primeros años fueron incoados y sentenciados los procesos debieron dar paso a notorios abusos en cuanto a la indefensión de los acusados y los atropellos de que fueron objetos sus bienes y haciendas. Las protestas formuladas ante la Curia romana, si no la necesidad de ofrecer una imagen más imparcial del Santo Oficio a quienes le reclamaban una mayor equidad, debieron aconsejar a Torquemada, tan pronto se hizo cargo de su organización y gobierno, formular unas normas de actuación propias: «que en los capítulos susodichos se dé alguna forma en la orden del proceder sobre el dicho delito de la herética pravedad».34 En consecuencia, irían promulgándose de modo sucesivo las llamadas Instrucciones antes aludidas.
En la anterior edición de esta colección documental, al final de la transcripción de las impresas, ofrecíamos como primer apéndice un documento manuscrito y sin fecha que Lea había incluido en el primer tomo de su Historia, datándolo sin más explicaciones en enero de 1485.35 Conocido pues desde los albores del siglo XX y publicado otra vez por mí en 1981,36 fue objeto de un curioso «descubrimiento» propio por fray Juan Meseguer, quien lo sacó otra vez a luz en 1982 ignorando sus dos anteriores ediciones.37 Más acertado estuvo en cambio al considerar lo embrionario y demasiado sucinto de su contenido normativo, expuesto en una quincena de preceptos, a los que denominó por ello preinstrucciones. Una consideración atenta remite lo expuesto en ellas a un desarrollo posterior en otras promulgadas después, ampliando su sentido o sencillamente transcribiendo su mismo enunciado refiriéndolo a un contexto más amplio, tal y como queda indicado en las notas puestas a la edición de este documento incluido en el apéndice II. Probablemente, luego de comprobarse lo insuficiente aún de estas apresuradas disposiciones, ordenaron los reyes a Torquemada reunir en Sevilla a los inquisidores de los cuatro primeros tribunales instituidos: Sevilla, Córdoba, Ciudad Real y Jaén, junto a un amplio grupo de letrados, pertenecientes a ambos cleros y graduados universitarios todos, para que, manifestando sus opiniones justificadamente, estableciesen un ordenamiento procedimental explícito, así en lo tocante a las causas de fe como al amplio tema de las confiscaciones de los bienes pertenecientes a los herejes condenados, objeto de innumerables disputas y siempre bajo sospecha de abuso inicuo. Se promulgaron así las primeras instrucciones hispalenses el 29 de noviembre de 1484. Enseguida fueron remitidas otras a los tribunales,38 redactadas el seis de diciembre, aunque se las haya datado un mes más tarde –el 9 de enero de 1485−, probablemente cuando fueron realizadas las copias. Eran estas las segundas hispalenses, cuyo contenido pasó luego fragmentado a la compilación impresa.
Como se verá, el cuerpo de las primeras instrucciones fue dado a la imprenta, tardíamente, en 1537. Se trataba de una recopilación, realizada en el Consejo de la Suprema por orden del Inquisidor General Alonso Manrique (1523-1538), que sumaba disposiciones de tres de los primeros inquisidores castellanos, Torquemada, Deza y Cisneros, desmembradas de sus documentos originales y organizadas con un criterio funcional al estilo de este tipo de instrumentos destinados a un continuo uso práctico. Hasta cuatro series de instrucciones fueron promulgadas durante el mandato de Torquemada (Sevilla, noviembre y diciembre de 1484, Valladolid, 1488 y Ávila 1498), si bien no todas pasaron de su versión manuscrita a la impresa.39 Con ella se lograba sin duda unificar en gran medida el procedimiento, al promulgar en un solo corpus los textos manuscritos subsistentes. En apéndice ofrecemos estas instrucciones relegadas y otras complementarias, tocantes a los tribunales de la Corona de Aragón, Sicilia y Méjico.
Las primeras Instrucciones normalizaron la forma de proclamar el tiempo de Gracia de alrededor de un mes, durante el cual, los inquisidores absolverían de sus errores a todos cuantos se presentaran a manifestar haber permanecido en la fe judaica de modo clandestino, a pesar del bautismo recibido. También el modo de formular y recibir las denuncias contra los presuntos integrantes del grupo de los falsos conversos.
La función teórica de los inquisidores era, sin duda, la de acabar con la herejía, y en los primeros tiempos, sobre todo con una herejía muy determinada, marcada de modo singular por la apostasía de los judeoconversos bautizados. Importaba castigar, pero no menos procurar la reconciliación del hereje con la Iglesia, de la que voluntariamente se había apartado, tanto si venía de grado ante el tribunal, como si era conducido ante él contra su voluntad a consecuencia de una denuncia. Muy distinto era pecar de rechazar la culpa inherente al pecado sosteniendo la bondad de este. Quien peca, al quebrantar la ley divina positiva, comete indiscutiblemente un delito del que debe ser juzgado en el tribunal competente. Al recibir el sacramento de la Penitencia, luego de manifestar en secreto al confesor sus faltas, éste, usando del poder de perdonar los pecados otorgado a la Iglesia por su fundador, absuelve de la culpa contraída y prescribe como sanción el cumplimiento de una pena de diverso carácter, tasada a veces, para evitar el castigo eterno en la otra vida al que le hace acreedor su transgresión. El pecador queda así reincorporado a la comunión de gracia que, en virtud