La inquisición española. Miguel Jiménez Monteserín

La inquisición española - Miguel Jiménez Monteserín


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cometida atenta en cambio contra el fundamento mismo de la adhesión del fiel a la Iglesia en tanto comunidad de creyentes, por atacar a la fe que íntegramente ha de profesarse, la calidad de ésta ya no es sólo de índole moral. Al caer directamente bajo la explícita condena de la Iglesia, pasa a depender directamente de la instancia penal arbitrada de manera expresa para su enjuiciamiento, competente contra los fieles vivos y los difuntos, aunque estos hubiesen fallecido treinta o cuarenta años antes.40 Los tribunales de la fe procederían contra aquel miembro de la comunidad, voluntariamente excluido de ella al rechazar algún dogma, sobre todo si lo hace de manera pública sin que importase bajo qué jurisdicción, señorial o regia se hallara su domicilio.41 Por todo ello, aunque el pecador dejase de participar íntegramente del beneficio de la redención administrado por la Iglesia a través de los sacramentos hasta tanto no recibiese la absolución de su pecado concreto, siempre le estaba abierta la puerta del retorno. El hereje, en cambio, incurría en la pena de excomunión desde momento mismo en que su adhesión al error era voluntaria y consciente. Una pena canónica lo convertía en un proscrito espiritual y social, privado de todos los privilegios a que era acreedor por su bautismo y desligado de la comunidad de los fieles que debían evitarlo formalmente. En consecuencia, aunque la herejía sea considerada un pecado contra la virtud de la religión, no puede el hereje ser absuelto de tal falta por un confesor cualquiera sin dirigirse antes a recibir la absolución de la excomunión en que había incurrido por su herejía. Potestad esta arrancada a los obispos y únicamente atribuida a los inquisidores por delegación directa del Papa. De esta forma, el tribunal de la Inquisición no podía entender de otros delitos distintos a los que implicaran un atentado contra la fe. Debido a ello, todo el proceso ínquisitorial se orientaba a convencer de su culpa al reo denunciado cuando existían indicios suficientes de haber incurrido en ella, con el fin de reintegrarle al seno de la Iglesia. Por otro lado, la necesidad de luchar contra tamaño peligro de disolución social y política, reclamaba ejemplaridad en las penas que acompañaban a las absoluciones, otorgadas en proporción al grado de culpabilidad, arrepentimiento o contumacia probados al acusado. La pena máxima quedaba reservada sólo a los obstinados en el error. Aquellos que no admitían su falta cuando ésta les había sido suficientemente demostrada con testigos o caían otra vez en la herejía después de absueltos de tal delito.

      Secundando la doctrina expuesta, las Instrucciones de Torquemada disponían procederse ante todo a la promulgación del tiempo de gracia en cada distrito. En su transcurso, se recibirían confesiones espontáneas y se admitiría a los herejes a reconciliación con las mínimas penas. Pasado el plazo, se iniciarían los procesos contra quienes hubiesen sido objeto de denuncia, realizada so pena de incurrir, quien ocultare alguna información, en la consideración de encubridor o favorecedor de herejes.

      El proceso fue muy sumario en estos primeros tiempos, tal y como disponía el derecho se hiciera en las causas de fe, por cuanto la enormidad de delito justificaba que el procedimiento no fuera tan minucioso como en otras ocasiones, admitiendo un menor número de testificaciones y tolerando que éstas procedieran de personas menos cualificadas jurídicamente de lo que ordinariamente se requería.42 Las primeras Instrucciones apenas si se refieren a él en lo que respecta a la precisión de la parte técnica, limitándose a ordenar que en las publicaciones de testimonios que se presentaban al reo para avalar la acusación formulada desapareciera todo vestigio concreto de lugar o tiempo que permitiera identificar al acusador, encareciéndose igualmente fueran siempre ocultados al reo los nombres de sus testigos de cargo. Si se nombraba un abogado defensor éste debía ser advertido de la obligación de abandonar su actuación tan pronto alcanzara la certeza de ser culpable su cliente para no resultar sospechoso de complicidad.43

      Mucho más que la tortura u otra cosa, era el secreto riguroso en todo lo tocante a la causa lo que caracterizaba a los procesos inquisitoriales; no había audiencias públicas y se llegó a ordenar reducir al mínimo tolerado por el derecho el número de personas presentes en el tribunal para evitar que se filtrase fueran alguna información de cuanto allí se actuaba.

      Las leyes civiles y canónicas disponían que los reos convictos, además de recibir penitencias materiales y espirituales, quedasen socialmente tachados e inhábiles, trasmitiendo dicha mácula infamante a sus descendientes y por ello las últimas disposiciones de Torquemada encarecían a los jueces se moderasen con toda prudencia, tanto a la hora de recibir testificaciones como cuando hubiesen de sentenciar ciertas causas que no parecieran suficientemente probadas, por los enormes perjuicios que de la simple penitencia pública inferida a un reo se le derivaban a él y su familia.

      Quedaba abierto siempre el camino de la consulta al Consejo de la Suprema y General Inquisición en caso de duda y existía también la obligación de remitir periódicamente el estado de las causas pendientes o ya cerradas, así como de franquear los papeles a los visitadores que de vez en cuando eran enviados a los distintos tribunales. Desde bien pronto se mandó además conservar con todo cuidado los papeles relativos a la actuación inquisitorial, fuente informativa de primer orden, así para abrir nuevas causas como para perpetuar la infamia que acompañaba a los descendientes de condenados o certificar al contrario de la limpieza de linaje de aquellos cuyos nombres no apareciesen mezclados con causa alguna de herejía.

      Disponían finalmente estas primeras ordenanzas acerca de cómo habían de tratarse las cuestiones económicas. Unas eran las originadas por los secuestros de bienes, administrados desde el tribunal por los receptores para atender a los gastos ocasionados por el reo mientras permanecía encarcelado en tanto se resolvía su causa. Otras las derivadas de las definitivas sentencias de pérdida y confiscación de bienes, pertenecientes al fisco real luego de liquidarlos en pública subasta el juez de bienes confiscados. En lo que toca a las penas sentenciadas, hechas públicas cada cierto tiempo en el transcurso de un Auto de fe para vergüenza de sus destinatarios, estas iban desde la muerte en la hoguera o la cárcel perpetua de los primertos tiempos, mudada a mediados del siglo XVI en el remo en las galeras reales, a los azotes, las multas o el destierro.

      Las Instrucciones de Torquemada y sus sucesores estuvieron plenamente vigentes hasta 1561, año en que Fernando de Valdés (1547-1566) ordenó la publicación de un pequeño código sistemático de normas tocantes sobre todo al desarrollo del proceso, que configuraría la definitiva imagen de la Inquisición Española.

      Toda causa se iniciaba con una testificación o denuncia. Recibida en su caso durante la visita por el inquisidor que la realizaba, reintegrado éste al tribunal, leída el acta, formulaba el fiscal su demanda y si se consideraba que lo expuesto en aquella constituía materia de delito, se dictaba auto de prisión, ejecutada por el alguacil acompañado por el notario de secuestros. Este levantaba acta de cuantos bienes se hallaban en posesión del reo, así como de los que se vendían o del dinero en metálico que se tomaba para atender a su transporte y gastos de mantenimiento en la cárcel secreta. Al llegar a ella el acusado era entregado al alcaide, después de haber sido privado de cuanto pudiera facilitarle la huida, armas, dinero o joyas, quedando incomunicado en su celda.

      Sin que se le presumiera en absoluto la inocencia, el acusado, por el hecho de haber llegado hasta el tribunal y a la vista de los indicios puestos de manifiesto, quedaba convertido en un reo que habría de superar los cargos derivados de las sospechas de culpabilidad que sobre él pesaban. Al poco tiempo era conducido a la primera audiencia, en cuyo transcurso era sometido por los inquisidores a un minucioso interrogatorio. Se informaban así de la condición social del reo, de sus circunstancias familiares, de si tenía antecesores o parientes próximos que hubiesen sido condenados por el Santo Oficio, de su instrucción en la doctrina y conocimiento de las oraciones principales, de si había salido del reino o realizado estudios, dentro o fuera de él, de si presumía la causa por la que había sido conducido allí, etc. En muchos casos estas manifestaciones contenían una singular historia de vida sumamente interesante por sus detalles acerca de la sociedad del tiempo en que eran formuladas.

      En los primeros días de prisión el acusado era escuchado cuantas veces lo solicitaba y finalmente se le amonestaba por tres veces a que dijese la verdad declarándose culpable. El fiscal, mediante el testimonio de la denuncia recibida y las confesiones que hubiera podido realizar el reo en las audiencias, presentaba el escrito de acusación en el que recomendaba fuese torturado para obtener de él un testimonio


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