La inquisición española. Miguel Jiménez Monteserín

La inquisición española - Miguel Jiménez Monteserín


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y herejía.

      Herejía es, antes que nada, desobediencia, una postura moral que implica admitir claramente un error de manera libre, pertinaz y consciente, y es también mantener una duda recalcitrante acerca de la fides divina revelada tutelada por la Iglesia. Puede ser material o involuntaria, inocente casi como consecuencia de la ignorancia, pero la auténtica y culpable, la formal, se caracteriza por ser un error intelectual y voluntario, fruto del rechazo, libre y pertinaz, de alguna de las verdades que componen el dogma cristiano, apoyado en la Escritura y explicitado por el magisterio eclesiástico.17

      Si el error acerca de una o muchas verdades de fe se profesa con adhesión voluntaria, pertinacia continuada y publicidad suficiente, quien así obra se convierte en un hereje, esto es, en un sectario que, marginándose voluntariamente de la comunidad de los creyentes, prefiere la propia opinión al sentir unánime de la Iglesia al respecto de la revelación.18 En clave de estricta doctrina eclesial, el hereje se convierte con tal actitud, si la observa de manera voluntaria y consciente, en un terrible peligro para el resto de los fieles, frente a quienes se muestra como un continuo riesgo de condenación infernal a perpetuidad en caso de secundarle en su obstinada equivocación.

      Aunque ha habido a lo largo del tiempo numerosas manifestaciones de clamorosa ruptura heterodoxa que en la mayoría de los casos llevaban impreso un matiz subversivo de alcance político y contra ellas se han lanzado todas las medidas de coerción y castigo al alcance de los poderes hegemónicos, una de las más arduas cuestiones con que, de antiguo, se han enfrentado teólogos y juristas ha sido la identificación, previa al castigo, de quienes, de forma insistente y voluntaria, se apartaban de la ortodoxia sin manifestar a la luz de modo expreso su íntima discrepancia de ella. La mentalidad obsidional, tan útil a la hora de vertebrar y sustentar cualquier sistema político, alcanzaría, apoyada en tal advertencia, un plural rango de atención permanente frente a las asechanzas, imaginadas o reales, de cualquiera de los enemigos de Dios enviados por Satán, el padre de todos, contra el edificio de la Iglesia espiritual.

       La lucha antiherética

      Sin que se confundiesen en absoluto el ámbito del poder laico y el espiritual, la unidad y cohesión de la fe de la Iglesia, garantizada con el reconocimiento de la potestas pontificia de atar y desatar, sustentada en la institución del primado de Pedro, intencionalmente puesta en boca del mismo Cristo (Mt 16, 18), ofrecía un apoyo esencial para la trabazón política de los diferentes reinos cristianos. La Iglesia era previa a cualquiera de ellos y la institución del vicariato de Cristo a su frente invitaba a la unidad en la medida que a él podían acudir sus miembros más señeros cada vez que se produjera una disensión interna, evitando con ello la fractura de los lazos que los ligaban. La Iglesia no ejerce sólo poder/potestas, realiza además un ministerium sacramental en nombre de Cristo, cifra y clave de la salvación universal que su muerte y resurrección garantizan al género humano. Ahora bien, cuantos por su voluntad expresa permanencen fuera de la Iglesia y rechazan la proclamación que ella realiza del misterio salvífico universal no pueden esperar sino la condenación eterna decretada por Dios. Propondrá por ello San Agustín, como eficaz medio de acción eclesial, justificar con diversas referencias bíblicas el empleo de la coerción ejercida por los magistrados contra los herejes.19 De estas, la más emblemática luego, la contenida en la parábola de los invitados a un banquete donde Cristo, por boca del anfitrión, ordena entrar en el reino a los comensales reticentes, identificados con los paganos en un amplio llamamiento definitivo, por no sentirse dignos de él: Exi in vias et saepes et compelle intrare, ut impleatur domus mea.20

      De antiguo consideradas delitos de carácter público las herejías,21 sin necesidad de invocar estas antiguas disposiciones imperiales o lo acordado de manera esporádica en anteriores concilios, al mediar el siglo XII, la amenaza, exagerada y hasta caricaturizada, que la radicalidad del catarismo en sus diferentes versiones podía suponer para el orden vigente, obtuvo respuesta de la Iglesia romana reunida en asambleas conciliares de carácter local primero y universal más tarde, cuyas disposiciones ampliaron luego al detalle los sumos pontífices promulgando sucesivas decretales. Alentada primero la lucha antiherética protagonizada por príncipes y señores para restablecer el orden amenazado, los papas no sólo declararon excluidos de la Iglesia, los sacramentos y las exequias a los herejes sino que estimularon además, otorgando singulares beneficios espirituales y legitimando la propiedad de los despojos materiales logrados en el combate, que los fieles secundaran tal lucha, bien por propia cuenta o sumándose al llamado de aquellos. Vendrían luego a dirimir el conflicto en primer lugar los tribunales episcopales ordinarios y más adelante los inquisitoriales de excepción, directamente sometidos al papa. Se aplicarían en ellos los cánones conciliares y las decretales pontificias promulgadas a tal propósito de manera expresa. El tenor de estas, apoyado por la legislación civil, pactando el papa con el emperador y algunos príncipes en sus respectivos ámbitos de dominio, haría más eficaz la ofensiva lanzada al aplicarse potentes medios coercitivos, primero el destierro y confiscación de sus bienes y más tarde la pena capital para los herejes prevista en la normativa secular.

      Inocencio III realizó en 1199 una fusión conceptual llamada a tener con posterioridad enorme éxito al criminalizar jurídicamente la deserción de la fe recta y exigir someter en consecuencia al disidente a las penas previstas por el derecho romano contra el delito de lesa majestad,22 considerado el crimen político más grave.23 Por fin, durante el Doscientos, se puso bien de manifiesto que arremeter con medios armados extraordinarios contra los herejes interesaba a ambos poderes y por ello las leyes promulgadas por el emperador Federico II, que «perseguían la honra de Dios y su Iglesia y el exterminio de los herejes»,24 sirvieron de respaldo a la ofensiva inquisitorial promovida por el papa Bonifacio VIII.25 Aceptada la infamia legal del hereje y el carácter público del delito herético prescritos en el derecho civil, se abría camino su sanción penal ejemplar por parte de los poderes laicos, sobre todo desde el momento indicado en que, asimilado al de lesa majestad humana, la ofensa infligida a Dios por el apóstata pertinaz mereció idéntico castigo.

      Las primeras ejecuciones masivas de albigenses tendrían lugar de resultas de la cruzada emprendida contra ellos por Simón de Monfort en 1209, mandada predicar por Inocencio III. Comenzarían en la terrible matanza de Béziers llevada a efecto en julio de aquél año y proseguirían después, quemando sin hacerles causa a numerosos herejes, capturados en los diferentes núcleos de tenaz resistencia meridional, vencidos al cabo por las tropas venidas del norte del reino francés en 1210 y 1211. La Inquisición pontificia no comenzaría a actuar sino veinte años más tarde, con arreglo primero a unas precisas instrucciones promulgadas en el concilio reunido en Toulouse en 1229 [MANSI, XXIII, cols. 194-197], dirigidas entonces a los prelados diocesanos, antes de ser definitivamente encomendada por Gregorio IX a los dominicos en 1232, una vez apartados los monjes cistercienses, encargados antes de ella asimismo por mandato pontificio. Cfr. supra 1.2.8-10.

      La fisonomía del hereje.

      Esto por lo que concierne a la lucha contra la disidencia, pero, ¿quiénes eran los disconformes? Mientras que, como hemos apuntado, en el mundo antiguo, con amplia repercusión popular y política, las herejías tuvieron que ver con arduos debates doctrinales tocantes sobre todo a la persona e identidad del fundador del cristianismo y a su obra redentora, en los siglos posteriores, menos complejos sin duda en el enunciado, aunque no menos turbadores, los temas de disensión y querella, de índole moral principalmente, concernieron de manera agresiva a los componentes de la jerarquía eclesial tanto como a la disciplina con que la Iglesia se regía principalmente en materia sacramental. Siquiera de forma aleatoria, a partir del siglo XI, lentamente, hasta llegar a mediados del XIV, primero en el ámbito sobre todo de las ciudades, aunque más tarde también en algunas zonas rurales, principalmente de Francia, los Países Bajos, sur alemán y norte de la península italiana, una porción notable del laicado, campesino y principalmente artesano, puso de manifiesto una actitud insubordinada, abiertamente antieclesiástica, marcada por un anticlericalismo beligerante. Sus demandas reformadoras cuajaron con frecuencia en movimientos de contestación amparados en doctrinas cuya hostilidad convirtieron en herejías condenadas quienes sintieron el agravio de tales invectivas. Algunos


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