La inquisición española. Miguel Jiménez Monteserín
el fiscal había logrado la ratificación de los testigos «de tachas» procedía a la publicación de sus testimonios de forma anónima, elevando a definitivas sus conclusiones de acusación. El reo había de responder a ellas, con la ayuda de su abogado, aunque siempre en presencia del juez pudiendo reclamar para su descargo la declaración de testigos «de abono», cabiéndole además procurar invalidar los testimonios contrarios que lograba dentificar alegando inspirarlos la enemistad.
Cada vez que concluía la audiencia, el fiscal releía las actuaciones, con el fin de mantenerse informado y poder ratificar su acusación. Finalmente se reunían los jueces con el ordinario, representante del obispo, y los calificadores adscritos al tribunal, que sólo tenían voto deliberativo, y se examinaba cuál de las partes, fiscal o reo, había probado mejor sus alegaciones. Si la inocencia del acusado quedaba plenamente probada se le absolvía, si confesaba, se le admitía a reconciliación y se le señalaba pena adecuada, pero si la culpabilidad no parecía suficientemente probada por el fiscal, ni tampoco la inocencia por los descargos presentados, o bien se le hacía abjurar de levi o vehementi sospecha de herejía, o se admitía que invocara un número suficiente de testigos cualificados que avalasen su inocencia mediante la compurgación, o se le sometía a cuestión de tormento como medio más seguro de confirmar sus confesiones. Era éste un procedimiento judicial ordinario, regulado por el derecho, que debía ser administrado con prudencia y mesura, contando siempre además con el acuerdo del obispo o su representante nombrado ante el tribunal.
La sentencia de tormento debía ser unánimemente decretada por los jueces y sólo cuando el testimonio posterior a su aplicación coincidía con la declaración hecha en ella se consideraba que había probanza suficiente. La falacia jurídica se ocultaba, sin embargo, en que, aunque el derecho no autorizaba más que una sola sesión de tormento, cabía reiterarlo con la argucia de suspenderlo sin término fijo cada vez y este temor influiría sin duda en las sucesivas declaraciones del acusado. Los fallos de los tribunales locales podían ser apelados a la Suprema, y los jueces con alguna tacha, recusados.
Si el reo abandonaba finalmente las cárceles tras de su sentencia de penitencia o absolución, había de prestar juramento de guardar secreto de todo cuanto había visto o le hubiere sucedido, lo mismo que se le prohibía actuar de intermediario para con los familiares o amigos de los presos que permanecían en la cárcel.
El resultado habitual de la mayoría de los procesos solía ser la demostración de la culpabilidad del encartado, lo cual daba ocasión a una manifestación exaltatoria de la fe finalmente victoriosa sobre la herejía que tenía lugar en los autos públicos de fe, regulados en los últimos artículos de las Instruciones de Valdés. Venía después lo tocante a proseguir la causa si el reo fallecía en su transcurso y los procedimientos contra la memoria y fama de quienes, luego de muertos, constase positivamente haber sido herejes. Se concluía con lo relativo a la perpetuación del efecto penal disuasorio perseguido por todo lo expuesto: la conservación en las respectivas iglesias parroquiales de los sambenitos o hábitos de penitencia impuestos a los vecinos de cada pueblo, transformados en inscripciones que, a los ojos de los fieles asistentes al culto, perpetuarían la infamia adquirida por las familias de los condenados y penitenciados.
Igual que había hecho Torquemada, la reorganización de la Inquisición hispana promovida por Valdés, su decidida centralización y sometimiento al control del Consejo de la Suprema, precisaron de toda una serie de disposiciones que complementaron el cuidado con que fueron elaboradas las Instrucciones en el aspecto procesal. La Hacienda y con ella todas las cuestiones económicas que atañían a cada tribunal, quedaron estrechamente vinculadas a la directa supervisión de los inquisidores propios, terminando con la relativa independencia de que habían disfrutado hasta entonces los receptores y escribanos de secuestros. De este modo, los gastos e ingresos quedaron escrupulosamente regularizados e intervenidos. La anexión desde 1559, a cada tribunal del Santo Oficio, de las rentas de una canonjía en cada uno de los cabildos colegiales o catedrales existentes en su respectivo distrito, vino a resolver por fin, de forma duradera, los problemas financieros de la institución. Se hacía frente con ello al permanente déficit en que era habitual se movieran hasta entonces las finanzas de los distintos tribunales dependientes del fisco regio, casi siempre en dificultades.
En 1570, los archivos inquisitoriales recibieron su definitiva norma de organización uniforme a partir de una orden dictada por el cardenal Espinosa, sucesor de Valdés, lo que facilitaría mucho su consulta. A partir de entonces cada archivo de Inquisición dispondría de un conjunto uniforme de series documentales donde se reunirían los papeles tocantes a sus distintas esferas de la actuación. En primer lugar, la legislación, luego lo referido al personal, las testificaciones, los procesos, ordenados por sentencias, las cartas recibidas de la Suprema con el copiador de respuestas, las visitas de cárceles y los presos de ellas, los autos de fe y la gestión de los bienes secuestrados o confiscados, la memoria individualizada de las sentencias pronunciadas, los expedientes de limpieza de sangre tramitados y los litigios de familiares y comisarios.
Durante los siglos XV y XVI la información de base que servía para iniciar los procesos de fe fue recogida directamente por los inquisidores en sus visitas periódicas a los distintos partidos en que se dividían sus respectivos distritos. La visita que recogemos no es sino una breve muestra, elegida al azar de entre los muchos testimonios conservados, pero resulta suficientemente significativa como reflejo de las divergencias de opinión respecto del dogma oficial que sostuvieron en el transcurso del Quinientos personas de distintos sectores sociales. Comprobará el lector cómo la primaria heterodoxia popular se veía acompañada de una contestación teórica -y sin duda práctica- en cuanto al comportamiento sexual del grupo, el cual tampoco divergía en exceso de la prevaricación que entre los clérigos se detectaba en el mismo terreno, siendo, lógicamente, mucho más técnica su herejía. Lo que aquí tenemos es un trozo apresurado de historia popular, un flash rápido que recoge algunas facetas de la vida en la Mancha castellana del siglo XVI y muestras del genuino pensamiento de sus gentes.
La continuidad del funcionamiento del Santo Oficio se lograba mediante estas visitas a una sección del distrito que, de manera periódica, estaba obligado a girar uno de los inquisidores de cada tribunal, en tanto permanecían los demás solventando los casos pendientes en la cabeza del mismo. La visita servía para proclamar el edicto de fe en las iglesias de los pueblos más importantes, donde permanecía unos días el inquisidor recibiendo testificaciones, solventando además directamente aquellos casos de menor importancia no merecedores, a su juicio, de un proceso formal en el tribunal. Tales visitas fueron hasta principios del siglo XVII un medio de información directa y de actuación judicial rápida, que conservaron todavía algunas de las ventajas del primitivo sistema inquisitorial de los tribunales itinerantes. Luego, las dificultades sobrevenidas tras la depresión en que fue entonces sumiéndose la economía desaconsejaron seguir realizándolas, toda vez que la dificultad de multar a los delincuentes menores las habría tornado demasiado gravosas. Se burocratizaron los tribunales, inmóviles los jueces en su sede, mientras se afianzaba en las ciudades y pueblos del distrito una red de familiares y comisarios, laicos y eclesiásticos, quienes, prevalidos del prestigio temible de la institución, además de anunciar cada año el edicto de fe, realizarían para el tribunal cuantos trámites, de carácter informativo o administrativo, precisase este.
Tras cesar la primera ofensiva anticonversa y antes de que se produjera la siguiente al mediar el siglo XVII, el control del Santo Oficio sobre la mentalidad popular dependió de la eficacia con que pudo vigilarse a las personas en distintos ámbitos, involucrando al efecto, en cada rincón del reino, a los más destacados miembros de la sociedad rural o urbana. Raro era que el más acaudalado labrador de cada pueblo no dispusiera él mismo o alguno de sus parientes más allegados de una familiatura o una vara de alguacil, adquiridas en metálico. La apetencia con que tales cargos auxiliares del tribunal eran buscados da idea del indudable refuerzo que para el propio poder supondrían, acreedores como eran, no sólo del respeto que imponía ostentar la venera inquisitorial, sino también de la posibilidad de llevar armas y de acogerse en algunas ocasiones al privilegiado fuero eclesiástico. Obtenía a cambio la Inquisición un auténtico servicio de información y apoyo, no por gratuito menos eficaz, cuyos componentes, amparados en el oscuro prestigio de la institución, provocarían con frecuencia el recelo