Historias del hecho religioso en Colombia. Jorge Enrique Salcedo Martínez S J

Historias del hecho religioso en Colombia - Jorge Enrique Salcedo Martínez S J


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revelaba los esfuerzos de sus fundadores, el capitán Francisco Salguero y su mujer Juana Macías de Figueroa, vecinos de Tunja6. Ambos representaban bien —ya sea por sí mismos o por sus vínculos— al grupo dominante formado durante la etapa de conquista. En buena medida, este grupo reproducía “imaginariamente una sociedad estamental” con sus jerarquías sociales, rangos y alianzas entre los encomenderos —nuevos señores de la guerra— y los funcionarios7. Por otra parte, las fachadas de las iglesias y conventos revelan el nuevo aspecto que iban tomando las jóvenes ciudades a escasas décadas de su fundación.

      Se trata, como lo ha demostrado el trabajo de José María Miura, centrado en las órdenes mendicantes en la Sevilla bajomedieval, de una política de la Monarquía interesada en promover fundaciones conventuales en los centros urbanos. La relevancia que estos adquirían en los procesos de repoblación y control del espacio conquistado se asociaba a su capacidad para “dotar [de] servicios religiosos” a la población urbana sobre la que gravitaba “la defensa y organización del territorio [conquistado]”8. Los conventos fundados en el Nuevo Mundo—como sería el caso del de Tunja en el siglo XVI— cumplían igualmente ese papel. Las iglesias y las obras pías, entre tantas otras cosas, fungían como espacios de sociabilidad determinantes de la vida urbana de entonces. Sus ritos marcaban ritmos, generaban hábitos y estrechaban vínculos en la sociedad. Los conventos de monjas, por sus propias características, circunscribían a las religiosas a un espacio concreto, anudado al mismo tiempo a los familiares de donde procedían las enclaustradas.

      Sobre este último aspecto, Rosalva Loreto, basada en el impacto de los conventos en la ciudad de Puebla (México), ha destacado cómo estos pautaban la vida cotidiana urbana, incidiendo sobre el entramado social donde se erigían al poblar los muros con un ideal femenino de devoción, además de generar en torno suyo una actividad económica. Su existencia constituía un elemento dinamizador de la vida local9. La creación de monasterios demandaba enormes inversiones de capital, no solo para la construcción del edificio, sino también para el sostenimiento de este. La fundación de un convento exigía, de hecho, un esfuerzo colectivo en el que participaban “autoridades locales y metropolitanas, civiles y eclesiásticas de forma directa”, además de otros sectores sociales10.

      Un proceso de esta naturaleza podía en algunas ocasiones tomar décadas o resultar algo más expedito, dependiendo de las circunstancias que acompañaban la “voluntad del fundar”11. Así, a la decisión de erigir un convento seguía la cuestión de su dotación, para la que el fundador debía demostrar la posesión de un capital económico en metálico y bienes inmuebles suficientes, no solo para la construcción del cenobio, sino para el sostenimiento material de las monjas. Superado ese paso, se iniciaban los trámites administrativos y jurídicos para solicitar las licencias. Para ello, se debía contar con la aprobación del obispo para luego elevar la petición a la Audiencia o a la autoridad local que la debía aprobar y avalar antes de trasladarla al Consejo de Indias, instancia previa al permiso del Rey. Finalmente, se debía obtener la bula fundacional, en la que se expresaban la autorización y reconocimiento eclesiástico por parte del Papa. Todo este proceso no tenía una determinación temporal e incluso era factible que los intentos no tuviesen buen fin si no superaban alguna de las instancias. Para el caso de Hispanoamérica, la bula papal venía a confirmar la condición del Rey como patrono de Indias. No obstante, el reconocimiento de Roma era importante para la institución, por el prestigio que le otorgaba en la sociedad.

      Con respecto a la fundación de estas instituciones, Miura destaca a la figura del fundador, definido como “aquel de quien parte la voluntad de fundar”12 y, por ende, de concretar el proyecto y asumir la gestión de tramitar los permisos. En el caso del Convento de la Concepción, en Santa Fe, un documento revela por ejemplo a un tal Luis López Ortiz en los siguientes términos: “[…] fue su voluntad de fundar en esta ciudad de Santa Fe un monasterio de monjas y para la fundación y obras del dicho monasterio mandó cantidad de pesos de oro en casas y pesos y oro”13.

      Miura hace una distinción entre el fundador material y el espiritual: el primero sería “el que dota al convento de las propiedades necesarias e indispensables para que se desarrolle una vida religiosa plena, ajena las preocupaciones materiales”14. Generalmente este fundador adquiría los derechos de patronato, transferibles a otras personas o instituciones a cuyo favor decidiera renunciar. El Diccionario de Autoridades definía todavía la voz patrón como el “defensor, protector o amparador” y también como el “que gobierna, amo o señor”. Ambas acepciones tenían vigencia al momento de fundar conventos en el Nuevo Reino de Granada.

      Profundizando más estas cuestiones, Wolf advierte que las relaciones de patronato en las sociedades complejas resultan ser asimétricas, pues implican una situación de desequilibrio en la que una de las partes dispone de posibilidades claramente superiores para conceder bienes y servicios a la otra. Sin embargo, la relación conserva la reciprocidad, pues cada una de las partes aporta algo. Los dones del patrono son de carácter tangible, por ejemplo, la ayuda económica o la protección; la otra parte aporta lo intangible, como la demostración de estima o la lealtad15.

      El patronato, entonces, era el resultado de una relación contractual entre la comunidad conventual y un individuo o una institución, que generaba obligaciones y derechos entre ambas partes. El patrón debía proteger a la comunidad y los bienes y derechos de esta frente a terceros. A cambio recibía privilegios y honores, tales como el uso exclusivo de ciertos asientos en la iglesia o capilla (mandada a construir por él) o el derecho exclusivo a que su linaje fuese enterrado en la misma16. El citado documento muestra, en 1594, a Luis López Ortiz, en su calidad de patrón-fundador del convento de la Concepción de Santa Fe, disponiendo para él y sus descendientes del uso de los principales asientos de la capilla, concretamente “a la mano derecha de la capilla mayor a las partes de la epístola”17. En el testamento de Juan Clemente de Chávez, fundador del Convento de Santa Inés de Montepulciano18, hacia 1628, se dispone expresamente de un lugar “para que los huesos de nuestros padres, tías y difuntos se pasen con los míos a la parte donde estuviera enterrado”19. De manera significativa, con frecuencia en las cláusulas contractuales también se podía dejar establecido el ingreso de las mujeres del linaje, “por razones de sangre”, como dispuso en 1629 el fundador del Convento de Santa Clara de Santa Fe, el obispo Arias de Ugarte, transfiriendo el patronato a su hermano Diego y a sus descendientes ante su traslado al arzobispado de Charcas20.

      Asumir las obligaciones que demandaba el patronato era frecuentemente una pesada carga económica para el linaje. Por lo general, los problemas no tardaban en aparecer una vez fallecía el patrono titular, como sucedió con el Convento de Santa Clara de Pamplona, cuyo fundador era el poderoso encomendero y fundador de la ciudad, Ortún de Velazco. Este abrió el convento para su hija en 1584 y le entregó unas propiedades para ese fin. Su hija, Magdalena de Jesús, y otras compañeras, fueron recluidas sin recibir ninguna dote, porque al parecer con los bienes del encomendero el monasterio se podía mantener21. No obstante, hacia 1603, a la muerte de este y de su hija —y aunque se habían nombrado como patrones a sus hijos, María y Juan de Velazco22—, la abadesa se dirigió al Consejo de Indias para solicitar mercedes a la Corona debido a la pobreza que padecían las 16 monjas profesas y 4 legas23; aducía la citada representación que el convento no tenía rentas suficientes para reparar el edificio. Aunque el documento no hace referencia a los patrones específicamente, es presumible que los herederos no mostraran mayor interés puesto que se trataba de una pesada carga para ellos, lo que fue diluyendo su amparo y obligación económica. En 1595, en la relación de méritos, Juan de Velazco le informó al rey su situación de pobreza por estar endeudado24.

      Los fundadores podían ser personas acaudaladas, aunque dados los montos que demandaban las obras solían recurrir a otras ayudas económicas para la construcción de los monasterios. Tal fue el caso de las monjas de la Concepción de Pasto, cuya casa, que albergaría a la comunidad religiosa, fue donada por el presbítero Andrés Moreno de Zúñiga25. Esta propiedad venía a sumarse a los aportes de las fundadoras: 4000 pesos de oro por la fundadora Leonor de Orense, en tierras, bueyes, yeguas, ovejas, trigo, maíz y otros menesteres de casa26.


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