Dulce tortura. Elena López

Dulce tortura - Elena López


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      «¡Cállate! Ahora no es momento para que hagas tu flamante aparición, maldita seas».

      «Solo digo la verdad».

      «Estúpida conciencia».

      —Y ¿por qué carajos no me lo habías dicho? —cuestionó acorralándome contra un árbol.

      Me esforcé por poner en orden mis ideas y, entonces, mi carácter salió a la luz. Este se mantuvo a raya, al igual que lo hizo el de Donovan.

      —Porque no se me da la gana. No voy a darte detalles de todo lo que me suceda, lo que haga o lo que deje de hacer. No eres mi dueño, Donovan. Deberías tenerlo claro.

      Me encogí cuando su puño se estampó con fuerza contra el árbol, justo al lado de mi cabeza. Giré mi rostro asombrada al notar cómo había hecho un hueco en el tronco. Pero, al parecer, para Donovan eso no era nada. Ni siquiera una mueca de dolor o de molestia surcó su cara. Absolutamente nada. ¿Qué acaso era de hierro?

      —Lo soy y más temprano que tarde te darás cuenta de ello, Kairi. Me perteneces a mí —dijo tomándome del mentón con fuerza.

      Sus ojos lucían perdidos. Me daba la impresión de que quien estaba hablándome no era él. Se veía enojado, más que eso, furioso. Pocas veces lo había visto así, por no decir que ninguna.

      —Estás muy equivocado. No sé qué tramas conmigo, Donovan, pero vete haciendo la idea de que yo no soy juguete ni propiedad de nadie.

      Intenté empujarlo, salir de la cárcel de sus brazos, mientras él parecía quererme matar con la mirada. Era extraño, como si estuviera siendo dominado por los celos… y por la necesidad de asesinarme. Esto último me hizo percibir un miedo de verdad. Estaba alejada de casa, en medio del bosque con un chico del que no sabía mucho y que ahora se encontraba realmente furioso.

      —Tú… —inició apretando mi mentón y causándome daño— haces de mi cabeza un caos. No sé qué voy a hacer contigo, ni cuánto podré resistir esto que me consume desde adentro, Kiari.

      —¿De qué demonios estás hablando? —pregunté con el corazón que me latía frenético.

      —Donovan —una voz lo llamó y ambos nos encontramos con que era Max—, suéltala. Sabes bien que no puedes dañarla.

      Vi llegar detrás de él a los demás amigos de Donovan. Todos estaban serios, con la mirada fija sobre él. Adoptaron una posición cautelosa, pero al mismo tiempo de pelea, como lo hace un humano cuando quiere atrapar un animal.

      Donovan me soltó. Entonces, me alejé de él súbitamente con los ojos llenos de lágrimas por la impotencia y la rabia de tener que soportarlo en mi vida. Pensé que sería diferente. Estúpidamente imaginé que podría darle una oportunidad, que debajo de aquel chico rudo se escondía alguien dulce, pero eso solo eran patrañas que las novelas y los libros nos venden. El chico rudo nunca va a cambiar su forma de ser por la chica nueva y tímida.

      Quizá los escritores deberían tomar nota de eso y no ilusionar a las chicas como yo.

      —¡Me perteneces, Kairi Baker! ¡No puedes huir de mí! —gritó a mi espalda.

      Corrí deprisa, alejándome de él, pero sintiendo que en realidad que no lo hacía. Me abrumaba. Estaba confundida con la actitud de ellos, con las palabras que decían frente a mí y con a las que no les encontraba sentido alguno. Necesitaba respuestas, que alguien iluminara mi mente y deshiciera el nudo de preguntas que Donovan había creado en mi cabeza.

      A la mañana siguiente me encontraba agotada. La cabeza me dolía y no tenía ánimos de levantarme de la cama, pero debía asistir al colegio. Había perdido todo el día anterior, pero sentía que mi cabeza iba a estallar. Demonios, a la mierda el colegio. Mi salud era más importante.

      Me cubrí con las sábanas, temblando ligeramente a causa de la brisa fría que entraba por mi ventana. No tenía ánimos de levantarme a cerrarla.

      —Kairi.

      Miré hacia la puerta, donde estaba Maddy.

      —¿Sí?

      —¿Qué haces en la cama? Se te hará tarde.

      —No me siento bien, Maddy.

      Enseguida la tuve a mi lado, tocando mi frente y revisando mi rostro.

      —Tienes fiebre. Te daré algo para bajar la temperatura y calmar el dolor de cabeza.

      Sus palabras me sonaron a gloria.

      —Por favor —susurré.

      Salió de la habitación, y minutos después regresó con un vaso de agua en una mano y con un frasco de pastillas en la otra.

      Me senté sobre la cama y tomé el medicamento para luego volver a dejar caer mi cuerpo sobre mi mullida y amada cama de nuevo.

      —Descansa. Esto te hará dormir. —Besó mi frente en un gesto maternal—. Te dejaré la comida lista.

      —No es necesario.

      —Silencio. Ahora duerme, pequeña.

      No sabía si era bruja o algo por el estilo, pero, en cuanto pronunció aquellas palabras, mis párpados se cerraron y me quedé profundamente dormida; entonces, me sumergí de nuevo en mis sueños que se volvieron oscuridad, donde aullidos predominaban y un par de ojos ámbar se mantenían siempre sobre mí.

      —Kairi, me estás preocupando. Son más de las cuatro, y sigues dormida. —Divisé a mi hermana, que de verdad se veía preocupada. Con cuidado, me senté sobre la cama. Aún me encontraba mal—. ¿Cómo te sientes?

      —De la mierda.

      —Kairi, no me gusta que digas malas palabras —me reprendió.

      —Lo lamento —mentí—. Me siento peor.

      —Veo que no te hizo efecto. Quizá debería traerte algo de antibióticos o llevarte al hospital —dijo, más para ella que para mí.

      Negué rápidamente.

      —No es para tanto. Solo necesito dormir.

      —Has dormido todo el día, y sigues igual. Ni siquiera has comido.

      Iba a responderle, pero su móvil sonó. Vio la pantalla y una emoción relució en sus ojos. Raro.

      —Christian… —susurró al contestar la llamada. Fruncí el ceño al notar su actitud de colegiala—. No lo creo. Mi hermana está enferma… Sí, quizá la próxima semana… No, no te preocupes. —Sonrió—. De acuerdo… Cuídate.

      Terminó la llamada y me preparé para interrogarla.

      —¿Christian?

      —Oh, él es mi colega —explicó con un rubor en sus mejillas.

      —Y te gusta.

      Se sonrojó aún más.

      —No —dijo rápidamente.

      —Por supuesto que te gusta —refuté sonriéndole. —Bueno…, un poco —confesó mirando sus manos—. Él y su hermano menor irán con nosotras al cine.

      —¿Me buscaste una cita?

      Bien, quizá me serviría de distracción. No tenía novio y mucho menos pensaba seguir viéndome con Donovan. Ya no más.

      —No, para nada —añadió rápidamente—. Sé que tienes novio.

      Hice una mueca. Creía que había roto un récord como novia de Donovan: ni siquiera habíamos durado un día.

      —Sí, bueno, ¿por qué no vas? Yo estaré bien —la tranquilicé.

      —No


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