Amor en cuatro continentes. Demetrio Infante Figueroa

Amor en cuatro continentes - Demetrio Infante Figueroa


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algo más que aprecio. En esa ocasión le contó quién era su padre, cuál era el trabajo que desempeñaba en la mina, cuál era su origen familiar, cuán pobres eran, cómo había llegado a la Parroquia de San Juan Bautista, cómo el párroco Eric le había enseñado modales, cuál había su trabajo con Mr. Lodge y todo el resto de lo que había sido su vida. Terminó añadiéndole que lo único que le podía garantizar era que él seguiría haciendo todo lo que estaba de su parte para ser alguien importante en la vida, y que podía estar cierta de que la apreciaba sobremanera y la respetaría como ella se merecía. Elizabeth quedó muda con la sorprendente confesión y no supo reaccionar. Inteligentemente cambió el tema y, cuando la velada había terminado, se despidieron como si nada hubiera pasado. La chiquilla, mientras hacía el camino a su casa, no podía salir de su sorpresa y se percató de que se había producido una verdadera revolución dentro de ella, de la que no estaba ausente la desilusión. Tenía sentimientos muy encontrados. Por una parte, sentía admiración, respeto y aprecio especial por Daniel; pero por la otra, le resultaba difícil aceptar el origen del muchacho de acuerdo a los estándares sociales de su familia y del medio en que había sido educada. La verdad es que no tenía idea de cómo hacer frente a esta nueva realidad. Ante tanta duda, optó por el medio que encontró más breve, seguro y saludable para todos. En la cena de ese día narró a sus padres lo que había escuchado a la hora del té. La madre quedó casi petrificada, pensando en qué dirían sus amistades si supieran la realidad de la vida de Daniel y comprobaran que la historia que se comentaba entre los feligreses de la parroquia en el sentido que este vivía en la iglesia porque era sobrino del párroco, era mentira. El padre, en cambio, sin que se le moviera un músculo, siguió dando cuenta de la sopa que le habían servido, silencio que causó extrañeza en su cónyuge y más aún en su hija. Cuando hubo terminado con la última cucharada de la sopa, lacónicamente dijo:

      –Yo lo sabía –afirmación que cayó como un rayo en medio de ese bien puesto comedor.

      Compartió con las dos mujeres el diálogo que había tenido al respecto con Eric y las seguridades que este le había dado sobre Daniel, por lo cual él, en vez de sentir rechazo, le tenía admiración por su sentido de superación y por la forma como había puesto la proa al mar turbulento de la realidad de su existencia. Agregó que él estaba convencido de que si el país en el futuro no era capaz de cambiar esos rígidos paradigmas sociales y no estaba dispuesto a dar cabida en la elite a personas jóvenes provenientes de clases sociales distintas a las tradicionales, no tenía futuro. Añadió que si se analizaba lo que había sucedido en Rusia con la caída de los zares, lo que había llevado a la implantación de un comunismo brutal, se podía afirmar que la estructura política y la social de ese país eran las culpables de lo acaecido al no dar espacio a ideas y a gente ajenas a la aristocracia, y él temía que el Imperio Inglés se podía venir abajo si no miraban el futuro con una mente más abierta. Concluyó diciendo que él no tenía objeción si Elizabeth quería seguir viendo a Daniel, pero que esa decisión le competía a ella y nadie debería interferir. La dueña de casa continúo muda y la sorpresa que le produjeron los dichos de su marido no le permitió hablar durante el resto de la cena. La madre era una admiradora de la visión abierta y moderna que tenía su marido frente a las cosas de la vida y cómo con su trabajo en el hospital daba muestras de que sus pensamientos no eran teóricos, sino una verdad en la que creía y practicaba. Pero admirar a su esposo por ello y vivir una realidad en su casa como la que se había planteado esa noche, eran dos cosas absolutamente diferentes. Ella, por familia, pertenecía a lo más alto de la elite de Newcastle y le resultaba imposible aceptar que su hija tan llena de condiciones físicas, intelectuales y espirituales, estuviera sintiendo admiración por el hijo de un minero. Para ella lo anterior era impensable y ni siquiera se podía imaginar qué diría el resto de la sociedad local cuando supiera la verdad. Ella no lo resistiría. Pero al mismo tiempo sabía que intentar en ese momento una resistencia frontal ante los planteamientos de su marido habría sido contraproducente. Por lo cual debió mantenerse en un silencio que le corroía las entrañas. Ahora, la verdad sea dicha, en la forma en que el médico había planteado el asunto, la pelota quedaba en el lado de Elizabeth, quien al instante se dio cuenta de ello. Con su calma habitual, pensó que no había para qué precipitarse, pues restaban siete días antes de que volviera a ver al hijo de un simple minero de Fatmill. Había tiempo para cavilar.

      Daniel, a su turno, pasó esos siete días con la inquietud de cómo sería el reencuentro al domingo siguiente y esa duda se transformó en una especie de espina interior que no lo abandonaba. No le contó nada a Eric. Deseaba que pasara la semana con la mayor velocidad posible y para ello se concentró más que nunca en sus estudios a fin de que el encuentro dominical por venir no le produjera una especie de parálisis intelectual. Por fin llegó ese día crucial. El asistente de la iglesia se vistió para la ocasión con las más finas ropas que había adquirido en su recién terminado paso por la tienda de Mr. Lodge. Se miró varias veces al espejo para comprobar que todo estuviera en orden, desde el peinado hasta el nudo de la corbata; era por lejos la mejor que tenía y la más fina. Terminado el oficio, todos pasaron al salón para iniciar la reunión social habitual y el joven saludó a los padres de Elizabeth con toda naturalidad. Se percató de que la madre tuvo un ceño más serio que en ocasiones anteriores, por lo que dedujo que estaba en conocimiento de lo que había sucedido. En cambio, el padre fue absolutamente natural cuando se saludaron. En cuanto a Elizabeth, ella también actúo en forma natural, lo que hizo que se incrementaran sus dudas. En un momento imaginó que esa naturalidad de ella era un buen síntoma, en cambio en otro coligió que se podría haber propuesto hacer una especie de actuación inicial para mantener la privacidad de lo que pasaba y actuar definitivamente en forma negativa. Adoptó la decisión de no tocar el asunto con ella y continuar comportándose con toda naturalidad, omitiendo cualquiera mención a una nueva invitación para tomar juntos el té en el sitio donde habían concurrido los domingos previos. Todo transcurrió con aparente normalidad y al momento de las despedidas Daniel estrechó las manos de los padres de Elizabeth como si nada hubiera pasado. En el instante de despedirse de ella, hizo un esfuerzo especial para aparecer tranquilo, simulando todas las dudas que subían y bajaban en su interior. Luego de darle la mano de despedida y desearle que tuviera una buena semana, le dijo: “Hasta el próximo domingo”, a lo que ella en forma risueña y libre de toda emoción le respondió: “Y cómo, ¿no me vas a invitar a tomar té hoy día?”. Daniel tuvo que hacer serios esfuerzos para disimular la palidez que él sabía estaba apareciendo en su rostro y con una cara entre sorprendida y feliz le contestó: “Por supuesto, se me había olvidado que no te lo había dicho. Nos encontramos donde siempre a las cinco de la tarde”. Los padres de ella escucharon el diálogo. El doctor sintió una especie de satisfacción interior por la personalidad que había demostrado su hija para resolver una situación del todo compleja, en cambio la madre tuvo la sensación que debe tener un tuerto cuando recibe una pedrada en su ojo bueno.

      La relación entre Elizabeth y Daniel siguió desarrollándose al ritmo de los tés dominicales, con excepción de aquellos en que el equipo de Newcastle United recibía en su estadio a alguno de los conjuntos de fútbol más destacados de la Liga, oportunidades en que era ella la que le insinuaba que no se juntaran en la tarde y que comprendía perfectamente lo importante que era para él asistir a un determinado juego. Esa comprensión femenina llenaba de ternura al estudiante. Un domingo cercano ya a la Navidad, en el momento de la despedida del encuentro social mañanero habitual, el doctor al despedirse le dijo a Daniel: “¿Por qué no te vas a almorzar a casa? Aprovecha, pues me han dicho que hay un buen pedazo de carne con salsa de menta que nos está esperando”. Fue tal la sorpresa del muchacho que le costó hacer salir de su boca la respuesta afirmativa y mirando a Eric que escuchaba el diálogo le respondió: “Muchas gracias. Por supuesto sería para mí un agrado almorzar con ustedes”. Dicho lo anterior, abandonó el salón en compañía de Elizabeth y se treparon todos al automóvil del médico, mientras el párroco no disimulaba su complacencia por lo que había visto y escuchado. Al llegar a casa de Elizabeth el estudiante quedó impresionado por la hermosura y por lo fino del mobiliario. El anfitrión le pidió a una sirvienta que trajera algunas bebidas y un whisky para él. La madre acotó que se iría a la cocina a supervigilar los detalles de la comida. En el fondo ella prefería participar lo menos posible en lo que consideraba una verdadera tragedia personal. A juicio de Daniel la velada fue estupenda y si bien


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