Hacienda pública - 11 edición. Juan Camilo Restrepo

Hacienda pública - 11 edición - Juan Camilo Restrepo


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ahora cuanto necesita para llenar aquí sus atenciones y para remitir algún sobrante a España. Esto se entiende no habiendo gastos extraordinarios, como el de una expedición dispendiosa u otros semejantes, que en tiempo de guerra puede haber o recelarse. Mi aserción se entiende, pues, limitada a la subsistencia del reino en su estado actual, en que está provisto de cuanto debe tener para su buen gobierno, seguridad, conservación y administración de justicia de sus habitantes; pues lo poco que falte al completo de estos objetos no ofrece gastos muy considerables, y hay fondos sobrantes para recurrir a ellos y algo más2.

      Esta afirmación del virrey Ezpeleta confirma que el sobrante de las colonias para remitirlo a España al finalizar el siglo XVIII era bastante reducido, y que el grueso de los ingresos se destinaba a atender los gastos locales.

      3.º. Una tercera característica de la estructura fiscal de la Colonia fue su excesiva dispersión en cuanto a tributos se refiere, y el alto costo de sus recaudos.

      4.º. Por último, como era lo propio de una estructura fiscal de origen medieval, el peso de la tributación se puso fundamentalmente en los impuestos de tipo indirecto que entorpecían comercio entre las colonias, y entre estas y la metrópoli. Poca importancia se le dio a la tributación directa, que tuvo un aporte moderado dentro de los ingresos percibidos por la Real Hacienda.

      La importancia relativa de los diversos impuestos no fue la misma a lo largo de los trescientos años de la Colonia. Los requerimientos de las guerras que emprendía la metrópoli con las potencias europeas hicieron variar a lo largo del tiempo los índices de presión fiscal que recaían sobre las colonias americanas.

      Por otra parte, no todos los impuestos existieron a lo largo del período colonial. Por ejemplo, las rentas estancadas, que llegaron a ser un arbitrio fiscal de gran importancia durante el siglo XVIII, no fueron muy significativas durante los siglos XVI y XVII[3]. Algo similar aconteció con los impuestos indirectos al comercio. La ubicación de la importancia relativa de cada impuesto dentro de la época correspondiente resulta pues de importancia para tener una visión del conjunto de las finanzas coloniales.

      Si seguimos la clasificación elaborada por Clímaco Calderón en uno de los estudios más completos de que se dispone sobre la estructura tributaria española4, podemos afirmar que los impuestos coloniales se clasifican en tres tipos: (1) los directos y personales, tales como el tributo de indios, la bula de cruzadas, las medias anatas seculares o eclesiásticas, en los que el tributo se imponía sobre una persona determinada y no sobre una transacción; (2) los impuestos indirectos que gravaban alguna industria determinada, como aconteció con el impuesto del diezmo que gravaba la agricultura, o los quintos reales que se aplicaban a la minería, o aquellos que gravaban la circulación de mercancías tales como la alcabala, la Armada de Barlovento y el papel sellado; (3) por último, podemos mencionar los estancos o monopolios estatales, que constituyen un tercer tipo de tributos y que como ya se ha dicho llegaron a tener gran importancia dentro de la tributación colonial desde el siglo XVIII hasta la víspera de la Independencia.

      La historiadora Margarita González señala:

      La contribución directa de la época colonial tenía un carácter esencialmente distinto al que este mismo tipo de contribución cobraría luego en la época de implantación del Estado liberal y del advenimiento de la sociedad industrial. Implicaba una relación de vasallaje, es decir, de sometimiento de los individuos a quienes afectaba con respecto al Estado y a la sociedad. Así, el tributo indio fue la contribución directa por excelencia de la época colonial. Se le puede comparar con todas aquellas formas sociales de dependencia en las que históricamente hizo su aparición la contribución directa. Por esta, los individuos quedaban reducidos, como personas, a la condición servil. Su obligación consistía en rendir a un Estado o a un señor servicios laborales que comprometían su trabajo y su producción económica. Por lo mismo, en la América colonial, el establecimiento del tributo para la población india no solo procuró al Estado un vasto campo de ingresos fiscales, sino las condiciones adecuadas para el ejercicio del dominio político y social5.

      El tributo de indios estuvo asociado en un primer momento a la encomienda. Fue un tributo, por tanto, típicamente indiano, aunque conceptualmente su origen, como lo anota González, funde sus raíces en los antecedentes de los tributos feudales que habían existido en España. “El encomendero tenía derecho a percibir el tributo de los indios de su repartimiento, pero, al mismo tiempo, contraía la obligación que las leyes señalaban. Era, el tributo, una contribución personal que los indios debían pagar al Rey en reconocimiento del señorío; con tal carácter lo estableció Carlos V en 1523.”6

      Constituía una suerte de capitación, es decir de impuesto personal independiente de la riqueza o ingresos del individuo. Por eso Haring señala que el tributo de indios consistía en “una cantidad fija que debía ser pagada por cada hombre adulto indígena sin consideración a su patrimonio u otros ingresos”7.

      El tributo se tasaba periódicamente en dinero o en frutos, y en un primer momento lo percibieron los encomenderos. Sin embargo, cuando las encomiendas revirtieron a la Corona, la importancia del tributo de indios aumentó consecuentemente dentro del conjunto de ingresos de la Corona en la primera mitad del siglo XVII. Desde 1631 se dejaron de conferir encomiendas y el indio empezó a pagar su tributo directamente a la Real Hacienda. El impuesto de indios comenzó a declinar en la misma proporción en la que comenzó a aumentar el mestizaje en América. En una primera instancia se exceptuó a los mestizos del pago del tributo; posteriormente, en 1729, el impuesto se abolió por completo. Calderón señala que esta renta llegó a ser, en su momento, una de las más importantes en el Nuevo Reino de Granada8.

      Esta constituyó un segundo impuesto directo. Su origen se remonta al siglo XI, cuando se autorizó a la Corona española para recabar con carácter obligatorio una especie de limosna que tenía por objeto financiar la lucha contra los moros y, como su nombre lo sugiere, para financiar las cruzadas que tenían como propósito recobrar la ciudad de Jerusalén. En 1578 el papa Gregorio XIII extendió a las Indias Occidentales esta prerrogativa aunque ya el origen del tributo, terminada la lucha contra los moros, había quedado superado. La bula de cruzada era pagada por la comunidad y a cada una de las ciudades importantes de los virreinatos se le asignaba una suma que debía aportar para este propósito.

      En un principio los beneficiarios de oficios eclesiásticos debían pagar a la Real Hacienda la mitad de sus ingresos durante el primer año, constituyendo lo que se denominó media anata eclesiástica. Más tarde Felipe IV extendió este pago a los receptores de oficios y cargos de cualquier origen, lo que se conoce con el nombre de “media anata secular”.

      Consistía en la obligación de aportar a la Real Hacienda un duodécimo de los beneficios obtenidos por el ejercicio de algún oficio eclesiástico. Dicho en otras palabras, los clérigos debían remunerar con el equivalente a un mes de ingresos a la Real Hacienda. El beneficio de ostentar algún cargo eclesiástico, que a su turno comportaba remuneraciones y beneficios de índole económica, se gravaba mediante este tributo directo.