El Cristo preexistente. Gastón Soublette

El Cristo preexistente - Gastón Soublette


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Esta tendencia debilita al extremo la noción de unidad, y corresponde al pensamiento solidificado y mecánico del orden urbano. De ahí surge una oposición entre el orden construido y el orden dado, vigente hoy como el rasgo más determinante de nuestro modelo de civilización.

      Para entender qué se quiere decir y hacia dónde se dirige esta reflexión es preciso partir de la base de que todo pueblo cuya cultura esté asentada en el orden natural genera una sabiduría en la que prima el concepto de mutación sobre el concepto de ser o esencia. Se entiende por mutación, en este caso, el modo de comportarse de las cosas en el concierto del movimiento global, y distinguiendo en ese comportamiento los aspectos favorables o desfavorables, fastos o nefastos para la comunidad. Tal es el concepto de “naturaleza”. Al quedar definido ese concepto como el comportamiento de las cosas, lo que prima en ese saber es la noción del cambio, el cual se define como permanente.

      Aplicando el concepto de naturaleza a lo que llamamos “la naturaleza” en su globalidad, esta queda definida no como un conjunto de cosas u objetos o seres que invitan al hombre a actuar sobre ellos observándolos como lo otro, sino como un organismo dinámico totalizador, el cual es discernido por los aspectos o etapas de su evolución en el tiempo, el cual incluye al hombre. Esta visión del mundo basada en el cambio más que en el ser de las cosas es la que conlleva necesariamente la noción y el sentimiento de la unidad del mundo, esto es, el mundo como un organismo o macrosistema en el que todo está interrelacionado, y no como un conjunto de cosas que se suman y superponen. De esta visión de mundo surge un saber basado en la organicidad del espacio tiempo.

      Todos los pueblos en su origen han vivido insertos en el orden natural y han concebido el mundo como un organismo en constante mutación, y todos los que han pasado de ahí a su fase civilizada han tendido a alejarse de esa cosmovisión en favor de un saber discriminador cuyo desarrollo, en el grado en que hoy se halla, ha terminado por anular la noción de unidad.

      Asimismo la atrofia de la intuición que percibe la unidad se ha desarrollado paralelamente a una separación creciente ocurrida entre el hombre y el mundo, hasta constituir el clásico par de opuestos del sujeto y el objeto. Porque el objeto, en este par de opuestos, es revestido de una consistencia que lo extrapola del hecho real de hallarse inmerso en el tiempo y sujeto a un cambio permanente. El mismo principio que constituye esta polaridad contiene, como concepto, el supuesto de que el objeto como tal es algo fijo, como fijas son las magnitudes mensurables del espacio-tiempo.

      Lo que no puede imaginar la mente del hombre que se concibe a sí mismo solo como un sujeto que está frente al mundo como objeto es que, en una concepción del mundo como mutación, la mente humana no puede extrapolarse del total, porque toda mutación ocurre en simultaneidad con el acontecer psíquico humano. Pues en virtud de la unidad del orden total, el acontecer psíquico tiene su correlato analógico en el acontecer cósmico.

      Lo que tampoco puede imaginar la mente del hombre que se concibe a sí mismo solo como un sujeto situado frente al mundo, es que él no puede identificarse solamente con su estado consciente, desde el cual define las cosas, porque tras su espacio mental consciente hay una extensa zona de psique inconsciente, de la cual él, para pensarse a sí mismo, está separado. La inconsciencia de esta anomalía psíquica se debe justamente a que la vida del sujeto se confina exclusivamente en su parcela pensante, anulando la posibilidad de que el inconsciente se exprese para él, y haga un llamado al yo consciente para que no traicione la ley que rige su ser como potencial recibido desde el nacimiento.

      El inconsciente siempre está ahí expresándose para cualquier observador que sepa escrutar su comportamiento y el de otros, pero sus fuerzas subterráneas el sujeto no puede hacerlas conscientes mientras viva en la creencia de que los móviles de sus actos son decisiones libres generadas en el discurrir autónomo del instante.

      El acontecer objetivo es un correlato analógico del acontecer psíquico justamente por la base inconsciente sobre la que actúa la mente consciente. En esa base inconsciente reside la memoria genética de la especie en forma de arquetipos, que son patrones de pensamiento y acción que desde la trastienda fijan límites simbólicos a la acción de los individuos y las comunidades. También en el espacio inconsciente de la mente se acumula la experiencia individual del sujeto y actúa sobre él aunque este no lo perciba.

      Desde el punto de vista de la sabiduría el hombre accede a un comportamiento sensato solo cuando es capaz de hacer consciente las pulsiones inconscientes que ordinariamente condicionan sus actos. Tal resulta ser la vía central del trabajo sobre sí que el hombre debe hacer. Confucio, en su tratado denominado Ta Hio (“El gran estudio”), se refiere a este aspecto del comportamiento sensato de los hombres sabios, describiendo el proceso interior que precede a la toma de decisiones de un buen gobernante. Según Confucio, cuando un sabio soberano de la antigüedad quería poner orden en el imperio empezaba por poner orden en su casa. Para poner orden en su casa ordenaba sus pensamientos, y para ordenar sus pensamientos ponía orden en su corazón (centro de la conciencia y asiento de la mente). Para poner orden en su corazón, él escrutaba los móviles ocultos de sus propios actos. En este lenguaje, con la palabra oculto se alude a lo que no es inmediatamente manifiesto para el yo consciente. Se supone que el esfuerzo de hacer consciente lo que está en uno, pero que por alguna razón el sujeto no repara en ello, exige un temple moral que no es común, porque significa que en ese acto extraordinario de autoconocimiento, el sujeto está dispuesto a mirar cara a cara sin atenuantes ni autocomplacencia lo que en él no está conforme a la ética ni se corresponde con su dignidad. Se trata de lo que en el tratado Ta Hio se designa con la expresión “perfeccionar los conocimientos morales”, o escrutar el “principio de las acciones”.

      El hombre sabio, conforme a esta enseñanza de Confucio, es aquel que tiene la calidad ética para enfrentarse a sí mismo y mantiene una relación fluida y alerta frente a su interioridad más profunda.

      En esa relación no solo se trata de tener el coraje de asumir lo que Jung llama la “sombra” de la psique (ver capítulo II del libro Aion, contribución a los simbolismos del sí-mismo de Carl Gustav Jung), esto es, el aspecto oscuro que cada cual tiene dentro de sí en estado potencial, sino la capacidad más sutil de percibir las proyecciones que el inconsciente realiza en el acontecer objetivo, tanto a nivel individual como a nivel social. Esto incluye necesariamente en el sujeto una capacidad para percibir dónde fallan las concepciones exactas del intelecto calculador, con las que pretende definir las cosas de un modo unívoco para ordenar el mundo conforme a sus aspiraciones e intereses personales y de grupo. Pues está comprobado científicamente que las delimitaciones taxativas de las cosas que caracterizan el discurso humano civilizado, como las magnitudes de espacio y tiempo, que para la ciencia son y deben ser fijas, influidas por una función psíquica, todo puede relativizarse, y las magnitudes fijas devenir elásticas y hasta ser reducidas a cero (ver el libro Interpretación de la naturaleza y la psique. C. G. Jung, donde desarrolla la teoría de la “sincronicidad” y el contenido psíquico de las coincidencias significativas). Asimismo, está comprobado que una buena parte de los hechos que a los hombres les toca vivir personalmente u observar ocurren en coincidencias significativas con sus contenidos inconscientes, por lo que queda en evidencia que el acontecer así llamado objetivo no es tal en el sentido que el intelecto lo concibe, sino que es un correlato analógico del acontecer psíquico más profundo. Por eso puede afirmarse también que la realidad asume frecuentemente, para un sujeto determinado, un comportamiento simbólico capaz de reflejar su interioridad.

      Con estos antecedentes provenientes de la psicología analítica y coincidentes con la cosmovisión del Libro de las Mutaciones, estudiado por Jung, se puede entender aspectos de la historia de la antigüedad que el positivismo científico había relegado al ámbito de las ficciones imaginativas de los tiempos precientíficos y prefilosóficos. De lo que podemos concluir que la realidad –al ser conocida no solo desde la parcela consciente de la mente, sino por una psique integrada que incluye la actividad inconsciente– deja de ser racional a la manera como lo pretende el intelecto, aunque no irracional. Así todo el conocimiento que hemos elaborado desde la razón, entendiendo por tal la facultad discriminadora de la mente que divide la realidad para distinguir aspectos, ámbitos, causas, efectos, semejanzas y diferencias, ha estado fuertemente influida por intereses y aspiraciones cuya satisfacción solo se logra encuadrando la realidad en denominaciones y magnitudes


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