El Cristo preexistente. Gastón Soublette

El Cristo preexistente - Gastón Soublette


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esperan cosechar. También en numerosos pasajes se mencionan los castigos que el rey inflige a personajes de nota como el foso de los leones y la trituración. El texto dice que esos leones eran alimentados diariamente con animales de ganado y por dos cuerpos humanos.

      Todo el relato ha sido concebido para destacar, en forma por demás impactante, el contraste que resalta entre el profeta sabio, sereno y piadoso con la bestialidad de los que detentan el poder entre los asirios. Por eso en sus visiones apocalípticas el profeta los ve convertidos en fieras como leones, osos, leopardos y monstruos cornudos, como una anticipación de lo que en el Apocalipsis de San Juan será la “bestia” que surge del mar, que representa al imperio romano y la brutalidad de los usos y costumbres de su sociedad durante el tiempo del auge imperial que comportaba la divinización del soberano y el culto a su persona.

      Una de las características de estas visiones es que las bestias de varias cabezas y cuernos profieren palabras arrogantes, con lo que se está caracterizando ese orden pagano como un fruto de la soberbia humana, no sin rozar sutilmente la vulgaridad y la grosería, como un rasgo inseparable del poder absoluto que se pretende divino legitimando así cualquiera monstruosidad. Tal es el caso, por ejemplo, de la orden que dictó Nabucodonosor de dar muerte a los sabios y videntes que asesoraban al trono, por trituración de sus cuerpos, y destruyendo además sus moradas y asesinando a sus familias, por no haber sido capaces de interpretar uno de sus famosos sueños.

      La tendencia del pueblo de Israel de seguir la vía del paganismo medioriental –adoptando los usos y costumbres, el culto y las instituciones de las naciones paganas de su vecindad– se advierte también en el hecho de que, llegado a un grado de evolución propia de un pueblo numeroso y ya instalado en el mundo, ambicione ser gobernado por un rey como las demás naciones. Hasta ese momento los gobernantes del pueblo de Israel eran los “jueces”, pues si las funciones de gobernar y juzgar estaban unidas en las monarquías paganas, para Israel el supremo señor era Iahvé mismo, y todo el que rigiera como gobernarte los destinos de este pueblo era solo un mandatario de él, pues la ley y las sentencias que resultaban de los juicios no eran más que un reflejo de su voluntad. Por eso es que había una diferencia entre lo que se entiende por un rey en las naciones paganas y un juez en Israel. Uno de los últimos jueces de este pueblo fue el profeta Samuel, quien en su ancianidad debió delegar su función en sus dos hijos. Pero estos sucesores no fueron capaces de seguir las huellas de su padre, por lo cual el profeta, ante la protesta de los ancianos, debió enfrentar el deseo del pueblo de ser gobernado por un rey. El texto bíblico correspondiente a este incidente se halla en el primer libro de Samuel, capítulo 8, versículo 5: “He aquí que tú eres ya muy viejo y tus hijos no siguen tus huellas, ahora establece sobre nosotros un rey que nos juzgue como los que tienen todas las naciones”. En esta cita se ve, una vez más, el deseo de Israel de parecerse lo más posible a las naciones paganas, dejando de ser un pueblo singular y diferente en todo a los pueblos civilizados del Medio Oriente, por lo que la monarquía israelita no podía menos que evolucionar hacia lo que habían sido sus modelos. Su primer rey, Saúl, terminó siendo reprobado por Iahvé, y un espíritu maligno se posesionó de él. Acabó su vida miserablemente vencido por los filisteos en una batalla en la que murieron sus tres hijos, y él, para no caer en manos del enemigo se suicidó con su propia espada.

      El momento cumbre de la institución de la monarquía en Israel corresponde al reinado de David, arquetipo del monarca favorecido por el cielo; aunque su reinado fue un período de constantes guerras y la escritura nos lo muestra durante una considerable parte de su vida derramando sangre y traicionando a hombres dignos como su general Urías, a quien le arrebató su esposa y lo hizo morir en el campo de batalla. Hasta en su lecho de muerte no logró deshacerse de su agresividad, pues terminó sus días maldiciendo y aconsejando a su hijo Salomón de ejecutar varios actos de venganza.

      Con todo, el rey David fue un hombre de gran fe, de lo cual da testimonio el conjunto de salmos que escribió y legó a la posteridad como arquetipos de la perfecta oración y comunión interior con Dios, aunque su naturaleza de hombre proclive a la violencia lo traicionó en momentos decisivos de su vida. De esto, no obstante, pudo salvarse gracias a su voluntad de bien por la vía del arrepentimiento y la humillación.

      En el primer libro de “Los Reyes”, en su capítulo 2, versículo 12, se emite un juicio global sobre el reinado de Salomón en el sentido de que fue muy estable. Y eso gracias a que este monarca, reconocido por su sabiduría, supo hacer alianza con los reinos paganos, casándose con princesas extranjeras, cuya preferida entre ellas fue la hija del faraón de Egipto. Fue un superdotado en todo sentido, cuyo mayor mérito fue el haber construido el gran Templo de Jerusalén, lo cual no pudo lograr su padre David, como era su deseo, porque, como lo dice expresamente la escritura, él había derramado mucha sangre humana.

      Hasta aquí el destino de esta monarquía podría parecer exitoso, aunque, sin que se haga explícito, se advierte que el proceso de evolución histórica de Israel se orientaba cada vez más hacia el estilo de los reinos paganos. Por eso la primera gran falla de este brillante monarca fue tomarse en serio como rey y como político hábil, dejando entrar a su harén, consistente en varios cientos de esposas y otras tantas concubinas, a las hijas de la idolatría, tolerando el culto a sus dioses aun dentro del territorio del reino. El palacio que se hizo construir y el boato que en él se desplegaba resultan al fin incompatibles con la fe en Iahvé como la entendieron sus ancestros. Por eso no es de extrañar que su reino terminara dividido y que la mayor parte de los reyes que le sucedieron cayeran bajo la reprobación de Dios.

      El camino seguido por Israel hasta las guerras de los Macabeos y el posterior dominio romano, el nacimiento del Cristianismo y la destrucción de la nación, y la dispersión de los judíos por el mundo, parece ser la consecuencia del hecho de no haber estado en condiciones de asumir las exigencias que el monoteísmo Iahvista le imponía a su pueblo. En ese sentido se puede decir que la Ley de Iahvé revelada por Moisés fue un yugo muy pesado que nunca pudo ser bien cumplido por los israelitas, como el mismo Pablo de Tarso lo dice en sus cartas, a propósito de los intentos que los judaizantes hacían por retrotraer hacia la religión tradicional a los convertidos a la nueva fe en Jesucristo. Pero por sobre eso está el más grave pecado hacia esa Ley, considerada globalmente como voluntad de Dios y encabezada por el primer mandamiento del decálogo, como figura en el capítulo 20, versículos 2 y siguientes: “Yo soy el eterno, tu Dios, que te ha sacó del país de Egipto, del estado de servidumbre. Tú no tendrás otros dioses delante de mí”. Ese es el hecho más grave, y queda en evidencia desde la institución de la monarquía, por cuanto el texto bíblico correspondiente a la demanda del pueblo de ser gobernado por un rey, en su capítulo 8 del primer Libro de Samuel, versículo 6 y siguientes dice al respecto: “Samuel oró al Eterno, y el Eterno dijo a Samuel: Escucha la voz del pueblo en todo lo que este te dirá, porque no es a ti que están rechazando, es a mí que ellos rechazan para que no reine más sobre ellos. Ellos actúan en todo sentido como siempre han actuado desde que yo los liberé de Egipto hasta este día, ellos me han abandonado para servir otros dioses”.

      Descrito de este modo sucinto, el descalabro espiritual que significó para la descendencia de Abraham el intento de instalarse en el mundo conforme a la ciencia de los dioses que conformaron las culturas paganas del Medio Oriente, aunque sea una verdad en sus grandes rasgos, no hace justicia a lo que fue de hecho la vida de un pueblo sobre el que recayó la responsabilidad del advenimiento del culto al Dios único, creador y señor de todo cuanto existe. Así, dejando a un lado el descalabro mismo en sus hechos concretos, terminaremos distinguiendo un monoteísmo ideal de los monoteísmos reales, porque la misma distinción se puede hacer tratándose del Cristianismo y del Islam. Al final lo único que cuenta es que históricamente ha existido una cultura Iahvista hebrea, una cultura cristiana y una cultura islámica, no obstante todos los matices negativos que hayan tenido en su accidentado itinerario a través de milenios, y en esos soportes históricos la fe que queda en el mundo aún se sostiene.

      Lo que antes hemos llamado la tragedia en cuatro actos, de los cuales tres parecen dirigidos a toda la humanidad y uno preferentemente al pueblo de Israel, nos deja una interrogante respecto del mismo pueblo de Israel. Esta pregunta se puede formular


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