El Cristo preexistente. Gastón Soublette

El Cristo preexistente - Gastón Soublette


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dispensación lo que justifica a los hombres no son ya las obras conforme a la Ley mosaica (Ley de Dios) sino la fe en Jesucristo, insiste en que la Ley no llevó nada a la perfección, solo nos enseñó la naturaleza del pecado; y eso, porque su razón de ser fue la de tipificar y sancionar las transgresiones generando la noción del mal a través de ellas (Gal 3,19).

      La Ley de Moisés dio un orden a la sociedad de las doce tribus, y la unificó formulando en un texto canónico, que posteriormente fue puesto por escrito, el modo de concebir el sentido de la vida, revelado por Iahvé a su profeta.

      Pero el modo como se ha descrito aquí la evolución de las sociedades antiguas hasta la constitución de una ley fundamental que da forma a su organización, sin faltar a la verdad, no da cuenta del trasfondo espiritual del proceso, pues la necesidad de que la conducta humana sea reglamentada no tuvo en su origen una motivación utilitaria. La idea misma de que hay cosas utilitarias y profanas, en oposición a otras que pertenecen a un ámbito sagrado, solo ha ocurrido con el advenimiento de las grandes civilizaciones, las que en su misma mecánica generan el ámbito profano. En el origen toda la vida humana ha estado inmersa en la sacralidad del orden natural, que era el paradigma en que todo adquiría sentido para los hombres de los tiempos remotos, sobre el trasfondo del poder invisible que preside todos los procesos vitales y las mutaciones del cielo y de la tierra. Así, en las sociedades primitivas la trascendencia estaba subentendida y de suyo presente en la raíz de todos los hechos del acontecer global, y todos los hechos estaban interrelacionados. Por eso el sentimiento de unidad y sacralidad subyacente es común a todas las sociedades que han vivido inmersas en el orden natural hasta hoy. Así lo que hoy podríamos considerar como un ámbito sagrado, en oposición a otro ámbito profano y utilitario, no se daba entonces. Eso que hoy llamamos fe en referencia a la religión era un conocimiento por participación procedente de una conciencia participativa que no podía mirar el mundo como lo otro, lo distinto, lo ajeno, lo objetivo. El hombre era parte del concierto universal, aunque por el desarrollo de la función consciente tuviera conciencia de sí como un ser diferente, pues su amplio margen de movilidad e independencia personal ocurría en referencia a un “ser así del mundo”, cuya naturaleza definía las metas y límites de su conducta, empezando por las exigencias de su comunidad.

      La sabiduría como un conocimiento destinado a ser vivido para asegurar un desarrollo de la vida humana conforme al sentido ocurrió con el desarrollo de la cultura y es proporcional al grado de desarrollo de la función consciente. En ese proceso también se fue haciendo consciente la idea del espíritu que preside con su poder todos los hechos del acontecer; su representación no es ya una realidad difusa cuya presencia no se diferencia de las cosas presentes aunque las trasciende, sino un ser al que se hace referencia mediante un nombre como el gran “Tangri” de los mongoles, que todo lo domina. Esto es, el Dios de la cultura.

      Esta emergencia de una entidad divina a la que se le rinde culto ocurrió simultáneamente a un desarrollo proporcional de las prácticas del culto y la formulación de una ley fundamental cada vez más compleja que rigiera el comportamiento de la comunidad; todo eso visto como una unidad indisociable que excluye la posibilidad de que haya ámbitos ajenos a la sacralidad que abarca todos los dominios de lo real.

      Con relación a esto cabe considerar que algunos antropólogos en sus investigaciones han llegado a la conclusión de que la primera concepción del ser supremo fue monoteísta (Ad. E. Jensen. Mito y culto entre pueblos primitivos), pues el politeísmo de por sí acusa una elaboración cultural compleja tanto más cuanto que los dioses son potestades civilizadoras.

      A esta visión global y sucinta de la cultura primigenia, sin embargo, le va faltando todavía un elemento que en la mentalidad originaria fue de capital importancia para los antiguos como explicación de la problemática que genera de suyo la condición humana. Se trata de lo que en todos los mitos del origen se describe como la caída original, esto es, la conciencia que todos los conductores espirituales de los pueblos antiguos han tenido de que en un tiempo remoto los ancestros de nuestra especie vivieron en un estado de plenitud que después se perdió. La versión más conocida de esta tradición es la que se halla en el primer libro de la Torah de Israel. Según esta y otras versiones, la pérdida de la integridad original sería la que desvió la conducta de los hombres, transformándolos en transgresores del sentido de la vida, o Ley Eterna, el que sin ser conocido y calificado como tal era espontáneamente seguido aun mucho tiempo después de que emergiera la función consciente. Así, la mala índole del transgresor que todo hombre oculta dentro desde entonces es lo que al fin exigió una reglamentación de la conducta humana que, por una parte, tipificara las transgresiones y que, por otra, enseñara una vía de comportamiento sensato.

      Pero todo esto no fue el fruto de una convención de hombres guiados solo por su razón, aunque se pueda decir que en los códigos fundamentales de los pueblos hay algo semejante a un pacto social. La ley que reglamenta la conducta de las sociedades antiguas y los mitos o relatos ejemplares sobre la historia de los ancestros surgen del ministerio que ejerce en la comunidad el hombre sagrado, el “señalado” desde su nacimiento para ser su guía.

      Para entender esto en su verdad más profunda es necesario partir del concepto de “sentido”, en chino, Tao; porque en definitiva, la Torah de Israel, las Leyes de Manú, los Vedas de la India, los clásicos confucianos y taoístas, el Corán y otras escrituras sagradas de las grandes culturas, ¿qué son sino formulaciones del sentido para que los hombres puedan vivir en plenitud su condición humana, como individuos y como sociedad?

      En Occidente la versión más conocida del mito del paraíso y la caída del hombre se halla en la Biblia hebrea; la versión más desarrollada y extensa se halla en las tradiciones más antiguas de la cultura china. Puede objetarse que la gran vocación civilizadora de las dinastías antiguas (Hía, Yin y Tchou) parece contradecir el hecho de que en China el mito del paraíso haya sido considerado como una verdad fundamental; el hecho es que siempre existió entre los sabios y soberanos chinos la conciencia muy clara de que toda la historia conocida de los hombres ocurre en un estado de disminución vital y espiritual, a causa de la pérdida del estado de integridad en que vivieron los ancestros remotos. De ahí que la sabiduría heredada de los sabios más antiguos, como fue el caso de los tres augustos Fu Hi, Ching Nong y Hoang Ti, procedentes del tercer y cuarto milenio antes de Cristo, haya sido elevada a la categoría de un paradigma insuperable aun por el mismo Confucio en la última etapa de su vida. Esa sabiduría originaria, generada por la espiritualidad de hombres que vivieron en la clara conciencia de que el orden natural es el verdadero paradigma en referencia al cual debe ajustarse el destino histórico de los pueblos, es la que Lao Tse formuló y resumió en cuatro mil caracteres en su Tao Teh King; y que lo condujo a proponer un modelo de hombre coincidente con la figura de Jesús, a lo cual él añadió la advertencia de que tal era el testimonio que nos llega de los sentimientos y modo de proceder de los gobernantes más antiguos de las etnias que concurrieron a la formación de la raza china.

      En el caso de la cultura china tenemos la mejor y más completa información de cómo el paradigma del orden natural fue entendido por los hombres sabios de la remota antigüedad y cómo pudo constituirse en la expresión viviente de una verdad fundamental. Para eso la mente del primitivo, en el proceso de desarrollo de la función consciente, ha debido transferir del repertorio de patrones de conducta seguidos espontáneamente por los de su especie, y del sentimiento de su adecuación al orden dado, un saber objetivo susceptible de ser comunicado verbalmente mediante un lenguaje de nombres; al mismo tiempo que la función consciente lo fue constituyendo en un sujeto observador del mundo que se diferenciaba cada vez más del entorno del que formaba parte, evolucionando desde la identificación a la presencia diferenciada.

      Cabe observar, sí, que la constitución de un conocimiento objetivo que se puede enseñar supone la posibilidad de la ignorancia del mismo, en tanto que ese conocimiento, en la instancia anterior a su constitución como un saber comunicable, acompañaba de suyo a todos los individuos de nuestra especie.

      Es probable que solo en la cultura china se hallen hoy los antecedentes más antiguos que nos permitan entender cómo ocurrió en la vida de las etnias la transferencia del conocimiento desde el acontecer natural a la observación atenta de los


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