El árbol de los elfos. Tamara Gutierrez Pardo

El árbol de los elfos - Tamara Gutierrez Pardo


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asentimos con honorabilidad.

      Se oyó una explosión, y de repente comenzaron a escucharse fuertes murmullos fuera. Murmullos que pronto pasaron a ser gritos.

      ¿Elfos gritando?

      —¿Qué ocurre? —se preguntó el Gobernador.

      Breth prefirió ceder la contestación.

      —Es Rebast —respondió Noram al tiempo que se percataba de ello. Su mirada se perdía en el suelo, rabiada y dolida.

      Jän lo miraba a él con preocupación. Rilam se dio cuenta de eso y su mandíbula se tensó.

      El Gobernador volvió a presionar el botón y las cortinas se elevaron. Nuestros ojos se abrieron como soles. Él se quedó sin voz.

      Rebast volaba sobre su enorme pantera de también gigantescas alas de murciélago, amenazando las cabezas del público. El agujero de la cubierta seguía echando humo y el suelo estaba espolvoreado con los trozos desprendidos de la explosión. Un batallón de sus secuaces estaba penetrando por esa nueva entrada en sus oscuros quads voladores, invadiendo el lugar con los rugidos de sus tubos de escape para sembrar el caos.

      —Dios mío… —murmuró Breth, sumamente inquieta.

      —Tranquila, no dejaremos que se salga con la suya —le calmé.

      Los dos nos miramos y apretamos nuestro amarre. No, nuestro sueño iba a cumplirse. Ambos nos hicimos ese juramento mudo.

      —¿Cómo sabe que estáis aquí? —se asustó el Gobernador, dirigiéndose a los Buscadores.

      —No lo sé, hemos sido muy discretos —respondió el elfo de rastas azules llamado Sâsh.

      —¿Discretos? ¿Desde cuándo cerramos el estadio para celebrar la maldita Competición Anual? Cerrarlo a cal y canto ha sido como avisarle con un cañonazo —les recriminó Noram, resoplando por la nariz con inquietud—. No teníais que haber venido hasta aquí. Deberíais de haber dejado que la competición terminara para hablar con el Gobernador en otro sitio discreto de verdad.

      —Lo lamento, nos hemos equivocado —admitió Dorcal.

      Esta era la razón por la que los Buscadores nos necesitaban. Su poder solamente se limitaba a lo sensorial y espiritual, no tenían grandes nociones de estrategias ni planificaciones.

      —¿Dónde está el Gobernador? —exigió saber Rebast desde el interior del estadio—. No te ocultes de mí, sé que estás en el palco.

      El aludido indicó a los Buscadores que se escondieran.

      —Ya sabe que están aquí —musitó Breth.

      Aun con esas, los Buscadores prefirieron quedarse ocultos. El gobernador de todos los elfos se acercó al antepecho, levantando el mentón con dignidad. Los guerreros nos pusimos en guardia de inmediato. Breth y yo nos miramos con decisión y arrojo.

      —Aquí estoy, Rebast.

      Este descendió con una peligrosa maniobra que hizo que el público elfo gritara de nuevo y se plantó justo frente a él. Su cabellera blanca había sido invadida por varios mechones de un apagado gris metalizado y sus iris marrones empezaban a ser de un color negro cuyos bordes parecían sangrar, tiñendo el globo ocular de un tono escarlata. Esa era la señal inequívoca, la maldad ya había comenzado a colonizarle. Fueron esos ojos los que oscilaron hacia Noram en primer lugar, el cual le sostuvo la mirada; después los llevó ante el Gobernador.

      —No me has invitado a la competición, Glirod —le reprochó, aunque irónicamente.

      La pantera rugió mientras continuaba moviendo sus alas de murciélago.

      —No hace falta, sabes que puedes venir si te place. Todo elfo puede hacerlo.

      —¿Y por qué has cerrado el estadio? ¿Acaso querías impedir que yo entrara? —De nuevo el sarcasmo se paseó por sus palabras.

      —Claro que no, Rebast.

      —¿A quién tienes ahí? —inquirió este, entrecerrando la mirada para escudriñar la oscuridad del palco—. ¿Me ocultas algo, Glirod?

      El Gobernador guardó silencio esta vez.

      —Está bien, no importa —continuó el propio Rebast—. No necesito ver a los Buscadores para saber que están ahí. ¿Y sabes por qué no lo necesito? Porque les he estado espiando, Glirod. Estoy al corriente de todos y cada uno de sus movimientos.

      El Gobernador se puso pálido. Breth y yo intercambiamos otra mirada colmada de rabia e impotencia.

      —¿Cómo?

      El rostro de Rebast se encendió.

      —¿Crees que voy a dejar que eches a perder mi gran proyecto? ¿Crees que voy a permitir que la fortuna que he invertido en Elgon sea para nada? ¿Crees que voy a permitir que la humanidad no se instale en Elgon? ¿De veras lo crees? Eso me haría perder mucho, mucho dinero, Glirod, y eso no está bien, nada, nada bien. No permitiré que lo estropees todo. Abre los ojos, nuestro tiempo en este planeta ha terminado.

      —¿Es que no te importa nada tu especie? —reprobó el Gobernador—. ¿Acaso no te importan los elfos? Vienes aquí y dices todo eso en público, sin tapujos, como si nosotros no significáramos nada para ti, como si nuestra muerte no significara nada.

      —Te equivocas, Glirod, es todo lo contrario —afirmó Rebast, girándose hacia las gradas—. Los elfos son necesarios en el planeta Elgon, por eso he venido. Todo elfo que quiera, tendrá elección. Podrá elegir entre la muerte en la Tierra, o la supervivencia en Elgon. Por supuesto, yo prefiero que elijáis lo segundo, he ahí mi gran inversión, he ahí que no pueda permitir que se pierda. Lo que está en juego es demasiado importante. Venid conmigo, y erigiremos un imperio en Elgon que gobernará al débil ser humano. Ellos ya han tenido su oportunidad aquí en la Tierra y han demostrado que lo único que saben hacer es destruir. La Tierra ya está sentenciada por su culpa. Venid conmigo, y haremos de Elgon otro mundo maravilloso en el que empezar de nuevo, un mundo dirigido por los sabios elfos. Esta vez se harán las cosas bien.

      —Los elfos no deben mezclarse en los asuntos humanos, lo sabes. Así lo ha elegido la Madre Naturaleza. Por nuestra condición mágica, somos seres superiores a ellos, estarían en clara desventaja. Y eso es muy peligroso.

      —Esa desventaja les salvaría la vida —respondió Rebast.

      —El poder acabaría corrompiéndonos —debatió el Gobernador—. Al final no nos diferenciaríamos de ellos. Como elfos, debemos dar ejemplo, debemos hacer lo correcto. Y lo correcto es impedir la muerte de la Tierra. Y lo impediremos, te lo aseguro. Ahora al fin podemos impedirlo.

      —¿Impedirlo? —Rebast se echó a reír—. ¿Ibais a impedirlo con esto?

      Un murmullo horrorizado recorrió el estadio. Todos los presentes, incluida Breth aunque ya lo hubiera visto antes que nadie, nos quedamos petrificados en el sitio, sin respirar siquiera. Rebast había abierto su abrigo de cuero negro plagado de hebillas y había sacado el Árbol de los Elfos de su escondite. Sí, supimos al instante que se trataba de él. El árbol, que para nuestra sorpresa era tan solo un brote curvo, relumbraba con una luz mágica y especial. Sus raíces se retorcían agónicas, como un grito desesperado, dando testimonio de que había sido arrancado de su hogar.

      Los cuatro Buscadores salieron precipitadamente de la oscuridad para pegarse al antepecho. Querían ver con sus propios ojos lo que estaban percibiendo.

      Rebast sonrió con perversidad al verles aparecer.

      —¿Os sorprende que no sintierais su energía hasta ahora? Eso es porque he dotado mi abrigo de magia para que no pudierais percibir la presencia del árbol —presumió, sonriente.

      —¿Qué estás haciendo? —jadeó el Gobernador, horrorizado.

      —Lo verdaderamente correcto. —Su sonrisa se apagó bruscamente.

      Breth y


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