Páginas de cine. Luis Alberto Álvarez

Páginas de cine - Luis Alberto Álvarez


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de cine negro perfectamente ambientado en Las Nieves y su mundo aledaño que ojalá se convierta en una bella película. Aunque los documentales del bogotano Erwin Goggel, por su parte, sean filmados en minas cundinamarquesas o en medio de los rituales fúnebres del palenque negro e insondable no son mirada turística, sino una fascinación íntimamente ligada a lo que buscan transmitirnos.

      No es asunto de exclusividades sino de evitar visiones sintéticas, descafeinadas, descremadas, arreglos efectivos pero maquillados e indiferentes. Para mí es obvio que Café no dice absolutamente nada sobre Caldas, que no sean conceptos abstractos, seudopolíticos y seudoeconómicos como trasfondo de coartada para historias banales de identificación. Había, en cambio, pese a sus muchos defectos e irregularidades, un alma local bien captada en el esfuerzo semejante de Carlos Mayolo, Azúcar.

      Hace ya tiempo que el talento regional está disponible, que los temas son claros, que las posibilidades se ofrecen. Es la infraestructura lo que impide que estas fuerzas se desarrollen adecuadamente. Este fenómeno no es privativo de Colombia. Incluso en los países con cinematografías más evolucionadas los cines regionales deben sufrir intensos frenos y enfrentarse a una serie enorme de puertas cerradas. El caso de Marcel Pagnol en Francia, que pudo permitirse sus propios estudios en Marsella como una bofetada al parisismo totalizante del cine francés, es una excepción y un ejemplo al mismo tiempo, y es cierto que si lenguaje, temática y cultura pudieron desarrollarse en los estudios regionales en las repúblicas de la extinta Unión Soviética, la uniformidad ideológica impuesta desde Moscú no pudo sino ser sacudida fragmentariamente y muy a largo plazo. Hollywood, por su parte, impidió desde siempre que el cine independiente americano (que incluye las vastas regiones de multiplicidad cultural de Estados Unidos) pudiera llegar a ser siquiera una competencia mínima para su dominio mundial.

      En Colombia no hay industria del cine pero el peso enorme de la televisión y las pocas facilidades técnicas existentes en el país están concentradas en la capital. Toda la actividad productiva y de exhibición, que en buena parte surgió en provincia, terminó centrándose inexorablemente en Bogotá. Después de luchar a brazo partido con esta situación muchos de los técnicos y artistas terminan sintiendo la necesidad de radicarse en la capital, porque de no hacerlo serían incapaces de sobrevivir. En el ambiente capitalino las cosas se facilitan técnicamente, pero se pierde una cantidad importante de perspectivas, de contactos, que son el alimento estético de un cine de diversidad cultural, cabalmente el que hace posible un cine que, desde fuera, pueda llamarse colombiano y despertar interés.

      El experimento de Procinal en los años cincuenta concluyó el sueño de crear una estructura industrial para el cine en la provincia colombiana. A finales de los años cincuenta y comienzos de los sesenta, con la televisión centrada en Bogotá, Medellín seguía siendo el lugar donde la radio se desarrolló más vigorosamente y es lógico que la experiencia de radioteatros y radionovelas y los modos de narración de aquel medio influenciaran fuertemente un trabajo que, en cuanto a imágenes se refiere, no contaba con ninguna tradición. Desgraciadamente esta mezcla, que pudo haber sido interesante, no produjo casi nada que mereciera realzarse. La positiva y frustrada tendencia “neorrealista” de los sesenta, representada en José María Arzuaga y Julio Luzardo, no parece haber tocado para nada al cine hecho fuera de la capital.

      La época de los sobreprecios y posteriormente de los largometrajes y mediometrajes de la Compañía de Fomento Cinematográfico (Focine, Colombia) produjo, es verdad, una serie de películas realizadas en provincia, entre insignificantes y notables. El grado más alto de profesionalismo lo lograron los intentos caleños, pero incluso estos tuvieron que estar necesariamente gerenciados y organizados técnicamente desde Bogotá. Los productos antioqueños y costeños adolecen permanentemente de ineptitudes técnicas, y parte muy notable de su gigantesco y poco rentable esfuerzo de realización estuvo en la constante necesidad de acudir a la capital para su elaboración técnica.

      Cuando surgieron los canales regionales de televisión algunos de los creadores de provincia tuvieron la oportunidad de emprender trabajos (aunque muy pocos) centrados en su propia realidad, pero la precariedad seguía siendo la misma o incluso mayor. Solo la necesidad de expresión, el idealismo y la tozudez posibilitaron en Medellín películas como Que pase el aserrador o Simón el mago de Víctor Gaviria o Canturrón de Gonzalo Mejía. La financiación por parte del canal regional fue una especie de contrato leonino que le dio a la televisión todos los honores y a los creadores ni siquiera una digna remuneración de su esfuerzo. Por otra parte el hecho de la producción en video terminó siendo para estas obras, y otras semejantes, la condena a un gueto insuperable que no compensa para nada el notable esfuerzo de producción.

      A medida que el cine se deteriora y, en el mejor de los casos, se convierte en diversión especializada, la gente espera de la televisión que asuma la antigua función de contar historias, que antes del cine realizaban las novelas populares. Por desgracia el absurdo sistema de espacios y licitaciones que impera en este país (y que nadie parece atreverse a cuestionar), ha impedido siempre que nuestra televisión pueda ofrecer el flujo, la extensión, la continuidad que requiere una adecuada narración en imágenes. Una televisión fragmentada en medias horas no puede dar paso sino al imposible sistema de capítulos y continuaciones. En las telenovelas cada uno de esos capítulos es una rueda suelta, un añadido de situaciones, un caos sin ninguna unidad ni desenvolvimiento lógico. Por la miseria de este estilo, un talento real como el de Carlos Mayolo termina necesariamente en la absoluta superficialidad y la serie de intuiciones positivas subyacentes en Azúcar se convierte en una yuxtaposición de clisés sin elaboración, en la búsqueda de los chistes buenos para la próxima semana.

      Durante un tiempo soñamos con que los canales regionales iban a tomar otro camino y a constituirse en alternativa. Muy pronto, sin embargo, la falta de imaginación llevó a la imitación servil de las gastadas fórmulas de la televisión nacional. Por fortuna la necesidad de comunicación real con un espectador menos abstracto que el de los canales nacionales, un espectador con características muy marcadas y con necesidades muy concretas, no ha permitido que la mimesis sea total y ha dejado un cierto margen de intercambio creativo con el público.

      Teleantioquia inició sus transmisiones con una obra que pudo haber sido programática, la versión de Víctor Gaviria de Que pase el aserrador y el quinto aniversario del canal se celebró con Canturrón de Gonzalo Mejía. El interés en fomentar una narrativa televisivo-cinematográfica propia es solo asunto de celebraciones ocasionales y no una política seria. En ambos casos el cacareado esfuerzo de la institución fue, más bien, la lucha casi imposible de unos realizadores por lograr algo digno con presupuestos risibles, entre de los cuales el ítem más bajo es, por supuesto, su propia compensación. No sé si las condiciones de producción de otras regiones sean semejantes, pero es muy probable.

      Por otra parte, la idea de Focine de producir masivamente mediometrajes para televisión buscó, ante todo, una reactivación del aparato productivo. La ausencia de las presiones de taquilla permitió que, después de unos cuantos ensayos ineptos, varias de estas películas lograran un nivel de interés temático y de calidad de lenguaje que estaba ausente de la mayoría de los largometrajes para cine. Pero estas cintas siguen siendo híbridos cuya existencia se limitó a una sola exhibición inadecuada en los canales de televisión y cuya posterior circulación está severamente impedida por su estructura misma. En todo caso, la serie reveló talentos vitales y si bien muchas de estas películas son insignificantes, unas cuantas tienen ya un lugar asegurado en nuestra precaria historia del cine. Talentos de provincia como Víctor Gaviria y Luis Fernando Pacho Bottía en Barranquilla, le pusieron oxígeno temático y visual a un cine marcado por los vicios de casi cuarenta años de televisión centralizada.

      Una de las fórmulas fue la de unir varios mediometrajes, capítulos de una misma historia y obtener así, indirectamente, un largometraje. De esta manera surgió La boda del acordeonista de Bottía, una película con insuficiencias narrativas y técnicas pero que reveló a un talento fresco e ingenioso. Posteriormente Bottía concentró su trabajo en la televisión regional costeña, pero con éxito de interés nacional.

      En su obra anterior y posterior a No futuro, en cine y en video, Víctor Gaviria ha sido el único director colombiano de cine de ficción (exceptuando a Arzuaga y los primeros trabajos de Carlos Mayolo), en cuya obra


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