Páginas de cine. Luis Alberto Álvarez
de ese parque de Berrío donde se ha producido algo que amenaza disolver violentamente la manifestación en la que se encuentran: ¿la fuerza pública?, ¿una bomba? Imágenes, rasgos mitológicos, poéticos, que hubiera querido concretar de alguna manera. Con entusiasmo comencé a leer el libro de Ignacio Torres Giraldo sobre su compañera de luchas. Enorme decepción: biografía oficial, recuento retórico de hechos ideológicos gloriosos para la causa, descripciones impersonales, actas de partido, realismo socialista, palabras tras las cuales resultaba imposible descubrir a un ser humano.
Para mí la fascinación de María Cano es esa absurda mezcla de niña bien bajo el cielo antioqueño con Juana de Arco; de fundadora del partido comunista colombiano con santa diosa materna que se dirige a los obreros llamándolos mis palomitos; la fascinación que produce un personaje amasado con tradiciones e innovaciones, contradictorio y apasionante, el tipo de personaje que encarna, por ejemplo, Débora Arango y que, con excepción de ciertos momentos en Carrasquilla, parece aflorar por primera vez literariamente en las novelas de Fernando Vallejo, posiblemente las únicas escritas aquí que retraten nuestras contradicciones de fondo, nuestra enigmática esencia y no solo los excesos que esta produce.
Naturalmente que también existe la posibilidad de una aproximación épica al personaje, dejando de lado lo intimista. El significado de María Cano como hecho de conciencia política aislada dentro de un marco de estructuras feudales y en una época de total ceguera social; el significado de María Cano como presencia femenina decisiva y decisoria, en un mundo conformado desde las raíces por la perspectiva del macho. Y están, claro está, los acontecimientos históricos, la masacre de las bananeras, el surgimiento de un movimiento obrero, el planteamiento de reivindicaciones hasta entonces inauditas, la situación precisa en su tiempo, las perspectivas hacia el futuro, etc.
El problema de la María Cano de Camila Loboguerrero es que no se decide a ser ni lo uno ni lo otro. Por una parte la directora (y Focine) se dejaron llevar por la tentación de hacer una reconstrucción histórico-política modestamente espectacular, con énfasis en la recreación de trajes y ambientes, en la reproducción visual de época. Como suele pasar, este tipo de cine se vuelve exhibición de sastrería y anticuario, recopilación de objetos y muebles cuya yuxtaposición no produce por sí sola autenticidad. La atención del director se concentra casi exclusivamente en estos elementos externos y termina olvidándose de lo esencial, la concepción narrativa, la creación de la complejidad de los personajes.
No hay una penetración psicológica en el personaje de María ni en el de Torres, ni en la naturaleza de su relación. No hay una articulación de sucesos y un desarrollo plausible de los acontecimientos, la evolución de un estado de conciencia. A María le basta una visita a un barrio popular para convertirse, de repente, en luchadora consciente y agresiva, en la Flor del Trabajo, en la liberadora canonizada y reconocida desde el comienzo. En lugar de centrarse sobre unos pocos elementos, la directora y sus guionistas creyeron tener que mencionar o elencar todas las etapas importantes de la vida de su personaje y su película va saltando de una a otra de estas etapas sin hacerle la debida justicia a ninguna. El personaje que se queda fuertemente en la memoria, por la calidad de la actuación y la presencia, es el de la hermana de María, La Rurra, pero la película, el guion no tiene para ella un lugar que no sea de anécdota colateral, un lugar que la integre adecuadamente en el mundo de María.
Pero tampoco funciona adecuadamente la mirada política e histórica, que se queda en evocación, en celebración superficial, que supone, erróneamente, que el espectador debe estar enterado del contexto y que, por tanto, solo hay que recordárselo con algún detalle. Ese error, que es el de las series históricas de la televisión colombiana, es un quedarse estancados en el esquema narrativo del cine primitivo de comienzos de siglo, que presuponía que el espectador había leído las populares novelas en que se basaba y cuyo placer era solo el de permitir el reconocimiento superficial de lo experimentado en la lectura.
Sin duda alguna que para las condiciones del cine de este país, hubiera sido mejor crear una historia simple pero redondeada, unos personajes de carne y hueso, centrarse en un par de momentos claves dramática y temáticamente, transmitir la imagen del personaje histórico condensada pero efectivamente. Se hubiera podido prescindir de la parafernalia, que cuando se queda a medio camino resulta siempre más penosa que útil. No hubiera sido necesario hacer costosos cambios de localidad de rodaje. Con un guion bien elaborado y una imágenes inteligentemente planeadas no hubieran sido necesarias imágenes de manifestaciones masivas (que en la película son desmayados remedos) ni la casi grotesca puesta en escena de la masacre de las bananeras y de la recolección de los cadáveres. A veces las elipsis, las sugerencias, lo que se intuye aunque no se vea, no solo es mucho más barato sino mucho más arte. Pero está siempre el problema de buscar los equilibrios imposibles. Camila Loboguerrero, representando los intereses de la Compañía de Fomento Cinematográfico, no podía soñar con hacer lo que ella quería, tenía que buscar la actriz reconocible por la gente, hacer las escenas para que la gente dijera que nuestro cine ha progresado mucho, mezclar en cantidades iguales posibilidades de taquilla, mensaje feminista, identidad nacional, proyecciones a festivales internacionales, trabajar con la pesadilla, la espada de Damocles que amenaza con hundirlo a uno definitivamente y sin redención como creador. Pero estas mezclas esquizofrénicas e indigestas no pueden producir nada coherente. Y parece que cada realizador colombiano se obligara a escarmentar en carne propia en lugar de aprender de los fracasos de sus antecesores.
El problema es, una vez más, que estamos hablando de un cine colombiano que, en caso de estar vivo, yace en estado cataléptico con muy pocas posibilidades de reanimación. La única manera sería recomenzar de cero, con el único presupuesto de base de aprender de las malas experiencias. Seguimos necesitando un cine nacional, pero tal vez debemos dejar de lado la ilusión de que el Estado pueda apoyar una libre expresión en este campo. Por eso es un poco amargo ponerse en el trance de expresar la desilusión ante una película como María Cano, cuando uno quisiera que, por lo menos, se estuvieran produciendo películas como ella, como cualquier otra y no encontrarse en esta ausencia culpable y nefasta de imágenes nuestras.
El Colombiano, 20 de octubre de 1991
La aventura del cine en Medellín de Edda Pilar Duque
Un libro sobre nosotros mismos
Un libro sobre el cine en Medellín no es solo esto. Es también un libro sobre Medellín, sobre sus gentes, la vida pública, las costumbres, los intereses y los gustos, sobre nosotros mismos. Un libro sobre cine en Medellín puede ser, quién lo creyera, una lectura apasionante, una aventura, La aventura del cine en Medellín.
Edda Pilar Duque es una periodista, de facto más que de tarjeta profesional o licencia de locución; una periodista cultural en el verdadero sentido de la palabra (una especie preocupantemente escasa). Ello significa que los temas que elige los asume desde dentro, los explora hasta las últimas posibilidades, los convierte en pasión personal y que se niega a filtrarlos a través de dudosas exigencias de actualidad, a manipularlos para hacerlos gustosos.
Su tema más asimilado y disfrutado ha sido el del cine. Que alguien haya escrito en muy poco tiempo dos volúmenes sobre el cine hecho en Medellín y que esos dos volúmenes no estén, como es usual, repletos de retórica, elogios gratuitos y nostalgias desacertadas e incomprobables, pero sí de datos reales escarbados de los archivos y las memorias, es ya, por sí mismo, algo sorprendente.
La aventura del cine en Medellín comenzó siendo una tesis de grado en comunicación social, pero ahora, mucho más que eso, es un verdadero libro, la crónica de algo que nunca fue, la descripción de una serie de esfuerzos, anhelos y sueños que otras tantas miopías impidieron.
La artista Beatriz González decía alguna vez que la gran tragedia de Antioquia era la de engendrarlo todo, la de ser pionera en todos los campos y, después, ser incapaz de continuar, de llevar estas primicias a su madurez y a su culminación. Como muchas industrias y actividades el cine tuvo en Medellín y en Antioquia algunos de los arranques más importantes en el país, tanto en la exhibición como en la producción. Como en otros países, las barracas de exhibición les abrieron aquí el paso a los teatros multitudinarios y