Páginas de cine. Luis Alberto Álvarez
nuestro inexplicable canibalismo fue lo que llevó a la destrucción de lo incoado. La industria de la exhibición, convertida en monopolio, decidió torpemente que una producción local afectaba sus intereses en la distribución de cine extranjero y despiadadamente ahogó a nuestro cine nacional en la misma cuna, cuando este había comenzado a mostrar posibilidades de crecimiento y desarrollo.
De ese infanticidio nunca nos repusimos y todo lo que de ahí siguió no dejó nunca de ser utopía y frustración permanente. Iniciativa privada y fomento estatal nada pudieron para hacer surgir imágenes colombianas auténticas. Hoy, después de casi un siglo de las primeras proyecciones de cine, no tenemos sino fragmentos, balbuceos, islotes, con los cuales resulta imposible reconstruir una historia.
Por eso La aventura del cine en Medellín nunca pudo ser la historia del cine en Medellín. Porque esa historia se quedó en locuras, en esfuerzos, en sacrificios humanos, en quijotadas, que, en sí mismas, son mucho más apasionantes y vitales que el objeto que perseguían. Camilo Correa es un personaje más cinematográfico y su vida más interesante que cualquiera de las torpes películas que hizo y lo mismo puede decirse de Enoc Roldán y, por supuesto, de Gonzalo Mejía, los hermanos Di Domenico, Máximo Calvo, Alfredo del Diestro o el padre Posada.
El libro de Edda Pilar Duque documenta a esos personajes, los de Medellín en primer lugar, pero también a otros que en Bogotá o Cali estaban empeñados en la misma tarea. Los documenta basado en recuerdos, en una exhaustiva búsqueda en los impresos de la época, periódicos, revistas, cartas. Reconstruye el ambiente basado en los pocos documentos fotográficos a disposición. Pero lo que no puede hacer es reconstruir el cine mismo, aquello por lo que estos señores lucharon a brazo partido, no pensando que lo que estaban haciendo tenía valor permanente, pero sí con la conciencia de que era una manera revolucionaria de comunicar, de crear identidad, de producir emoción y que mucha gente agradecería su esfuerzo.
El fruto de estos esfuerzos no sobrevivió, por lo menos en su gran mayoría. Lo que subsiste son fragmentos casuales, fantasmas que se intenta recomponer, reconstruir, evocar. Por desgracia, casi todo lo que se hizo ya no será nunca recuperable, está perdido definitivamente.
Pero el libro de Edda Pilar no tiene por objeto ser un conjuro nostálgico o el empalago de los caprichos de los coleccionistas de vejestorios. La razón fundamental de este libro es ser una reflexión sobre el rol que en nuestra ciudad y nuestro ambiente tuvo un medio fundamental para la cultura del siglo xx, con sus informaciones directas e indirectas sobre el modo y ritmo de vida de la época, su registro de personajes y lugares con la sobrecogedora presencia que confiere el movimiento. Ver una foto de la avenida La Playa en los años veinte con su quebrada abierta y sus puentes es una impresión distante y lejana. Recibir esta imagen en una gran pantalla, con gente que se desplaza, automóviles que pasan y con la profundidad que da el cine, es como entrar a una máquina del tiempo e introducirse en esa realidad que se fue para siempre.
Cualquier mala película de diversión de hace medio siglo nos dice más sobre la gente, las costumbres y el modo de vivir de la época que muchos libros de antropología descriptiva. Bajo la capa de lava y ceniza del tiempo buscamos los frescos de lo que fuimos, de lo que dejó de ser y de lo que continúa siendo. La aventura del cine en Medellín es, sencillamente, un excelente aporte a nuestra identidad, al cuestionamiento sobre nosotros mismos.
El Áncora Editores hizo un hermoso trabajo editorial de esta obra: es un libro de bella carátula y limpia e inteligente diagramación e impresión. Sin embargo, para una obra que tiene por objeto un tema cien por ciento visual, hubiera sido muy deseable que las fotos hubieran sido impresas en entregas independientes del texto, con un papel mejor, para poder cuidar su resolución y su importantísima función dentro del libro, que no es solo la ilustración casual. Por esta misma razón resultan desagradables descuidos y errores importantes en los pie de foto, que no son atribuibles a la autora.
Otro error común (y grave) de muchísimas publicaciones en lengua española es la falta de un índice de personas, títulos y temas. En el caso de documentaciones como esta, ello es imperdonable y disminuye en alto grado las posibilidades de utilización del libro. Es indispensable poder consultar títulos de películas, realizadores, actores y años de producción sin tener que emprender cada vez la dura tarea de irlos rastreando página por página. De resto no hay nada que objetar. Me parece importante recomendarles este texto a los lectores comunes y decirles que no se trata de una disertación académica para curiosos especializados sino un libro entretenido, documentado, lleno de datos desconocidos. Estoy seguro de que lo disfrutarán mucho, máxime que su precio es relativamente accesible y no produce remordimientos de conciencia.
El Colombiano, 27 de julio de 1992
Confesión a Laura de Jaime Osorio
La fuerza de la modestia
La única información sobre el estreno en Medellín de Confesión a Laura fue un aviso insignificante en la página de cines. De promoción ni hablar, mucho menos de una invitación a la prensa para que conociera la película y pudiera escribir oportunamente de ella. El espectador normal no tiene modo de saber que se trata de una película colombiana a no ser por deducción, al ver el nombre de Vicky Hernández. No tiene modo de saber, además, que la película ha sido estrenada, alabada y premiada en muchos países distintos a Colombia y que la calidad de su proyecto le valió la coproducción de Televisión Española, el Instituto Cubano de Artes e Industria Cinematográficas (icaic) y el Instituto Sundance fundado por Robert Redford. No se entera, además, de que nuestro inenarrable Focine rechazó de plano el proyecto y que fue necesario ir a realizarlo a La Habana. Si al público se le ofreciera, por lo menos, esta información, si se tuviera la amabilidad de invitar al director o a sus protagonistas al estreno en la ciudad, si de verdad se tuviera el mínimo interés en esta cinta que no solo es nuestra sino sorprendentemente bella, no se la asesinaría con este tratamiento de sistemática alevosía. Pero es siempre la misma historia: es la coartada para decir que este es un cine que no le gusta a la gente y para eximirse de la responsabilidad que los exhibidores colombianos deberían tener frente a él. Cuando este artículo aparezca, ya la película habrá desaparecido de las carteleras. El exhibidor dirá entonces tranquilamente que se hizo todo lo posible por difundirla pero que... ya se sabe cómo son estas cosas. Y, sin embargo, con su tenacidad optimista, con su larga lucha y con la fina sensibilidad que su cinta (que es también la de su esposa y guionista Alexandra Cardona), Jaime Osorio ha demostrado que es posible que el cine colombiano sobreviva, que puede estar comenzando una epopeya en que el infierno burocrático y arrogante de Focine no sea la única alternativa. Confesión a Laura es, vergonzosamente, una película profundamente colombiana que tuvo que surgir en un absurdo exilio, una película que muchos pensaron que era solo una curiosidad prescindible y que, en realidad, es una de las pocas cosas con permanencia que, en el cine, han surgido en nuestro medio.
Si me siento a escribir de esta película, después de que su exhibición en Medellín ha sido tan tristemente despachada, es porque el circuito de cines no comerciales de la ciudad, seguramente, cumplirá la labor de rescatarla dentro de unos días, como las valquirias germánicas, que salían en sus corceles alados a recoger los cadáveres de los héroes caídos en batalla, cines como el del Colombo Americano, el mamm y el Museo de Antioquia (y, para ser justos, un cine comercial como el Cine Centro).
Confesión a Laura cuenta su pequeña pero intensa historia con una mezcla de sensibilidad, modestia y humor que es bastante insólita en un país de retóricos como es el nuestro. Desde el comienzo esta pieza de cámara establece un tono de voz moderado que el director sabe mantener, sin dejarse llevar por las tentaciones que le ofrece el marco histórico de violencia y miedo. Si bien la película, de alguna manera, está planteada como metáfora (los días de abril de 1948 que transformaron definitivamente el viejo país y a sus gentes, la relación entre la conmoción política y la vida privada), esta metáfora surge espontáneamente, no es nunca desagradablemente forzada al estilo de los argentinos Solanas o Subiela. El argumento sería imaginable como pieza de teatro, pero es la mirada cinematográfica lo que le da su mayor calidad y fuerza: la creación de atmósferas y espacios que delimitan soledades, anhelos, historias de amor imposible o transformadas