De viento y huesos. Charlie Jiménez

De viento y huesos - Charlie Jiménez


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Soñador. Elocuente. —A Mario le sorprendió la rapidez con la que contestó su abuelo—. Aunque a simple vista no lo veas, está todo relacionado. Si tú llevaras el bufete Amengual te sentirías encerrado en esas cuatro paredes de tu despacho. Y no me cabe duda de que serías el mejor abogado de todos. Inteligencia tienes de sobra; entereza, también; decisión, quizá un poco. Pero seguirías buscando algo con que complementar tu vida.

      —¿Crees que eso es malo? —Mario no disimuló el temor de formular la pregunta.

      —Nunca hay que temer lo que uno siente —contestó su abuelo sin apartar la vista del televisor. Mario le acarició el brazo e hizo un ademán para que lo apagara. Su abuelo cedió y continuó consolando a su nieto. Esta vez sin la interrupción constante de los anuncios televisivos—. Voy a ser más claro: nunca dejes de soñar. Que nadie te robe los sueños, ni tampoco te los dejes robar.

      —A veces me siento tan perdido…

      —Estar perdido es sinónimo de ser inconformista. Eso nunca puede ser malo.

      —Entonces, ¿crees que he tomado una buena decisión?

      —Mario, te voy a contar una historia y quiero que me escuches con atención. Si tras escucharla decides que has tomado una mala decisión te la volveré a contar, pero narrándote otro final. ¿Estás preparado?

      Mario asintió, ansioso por escuchar la historia de su abuelo.

      —Bien, allá va:

      »Mallorca también estaba en guerra. Puede que la Guerra Civil asolara toda la península ibérica, pero aquí en Mallorca, la guerra se sentía por igual, hasta diría que con más intensidad. No olvidamos nuestras raíces, nuestros antepasados, los payeses que labraban la tierra para darnos de comer ya las pasaron canutas. Cuando las milicias desembarcaron en las costas de Mallorca mis padres se temieron lo peor. Siempre habían tenido un sueño: regentar una cafetería en pleno centro de Palma. Un sueño que se vio truncado por tropas, bombarderos y los cañones que asolaban cualquier fachada que se cruzara en su camino. Hacía apenas tres meses que habían inaugurado la cafetería. Una cafetería reformada con cariño y con los ahorros que les había aportado trabajar de sol de sol en las tierras de la isla labrando para cosechar patatas. El Bar Nacional. Así se llamó durante un período de tiempo muy corto.

      Yo todavía era un renacuajo, así que todo aquel desfile de balas para mí era como ver una película bélica de la época, pero el sufrimiento que denotaban las caras de mis vecinos… Eso a uno se le queda grabado para siempre. Un triste día, mis padres cerraron el bar a su hora habitual y me propusieron que les ayudara a organizar el sótano para el día siguiente. Es curioso cómo te puede cambiar la vida en una fracción de segundo. Mi madre sujetaba una caja de botellas entre sus manos, mi padre estaba apoyado en una columna mientras se fumaba un cigarro y yo… Bueno, yo me quedé paralizado. Oí un zumbido que sobrevolaba por encima de nuestro edificio. Luego se hizo un silencio atroz. Después se oyó una explosión, para pasar a otro silencio más aterrador. El polvo cubrió toda la estancia. El silencio hizo hueco a la tos. La bodega ya no estaba tan oscura, ahora entraba cierta luz que se filtraba entre las nubes de polvo… A todos nos sangraban los oídos. El mundo se había derrumbado y nosotros estábamos dentro. Mis padres, con gran rapidez, acudieron a mi lado para abrazarme. Cuando fuimos conscientes de lo que había ocurrido, mi padre escaló sobre un montón de escombros a la planta baja, pero no la reconoció en absoluto. ¡La cafetería ya no estaba! En su lugar había polvo, hierro, tierra y fuego. Mi padre se dejó caer al suelo y observó la escena. La calle donde siempre había deseado tener su ansiada cafetería ya no la reconocía. Poco a poco comenzó a recuperar el sonido… Y ya comenzaron a escucharse los primeros lamentos de nuestra barriada. Recuerdo ver a mi padre de rodillas, llorando, maldiciendo a todo cuanto tenía a su alrededor —que no era otra cosa que almas en pena—, y cuando nos vio… Oh, cuando nos vio. Nos agarró con tanta fuerza que apenas podíamos respirar. Le habían arrebatado su sueño, la cafetería tal y como la recordábamos hacía escasos minutos ya no existía, pero seguíamos los tres con vida. Mi padre se aferró al milagro como clavo ardiente.

      Podría haber desistido, o resistirse a ser valiente, pero nos cogió a los dos de la mano y nos dijo: «Podrán bombardear Palma, destruir nuestro hogar, pero jamás nos arrebatarán nuestras ganas de vivir, nuestro trabajo y nuestras esperanzas. Construiremos otra cafetería. Os lo prometo».

      Pasaron los días, y descubrimos que la casa de mis abuelos había sido víctimas de más bombardeos y cañonazos, ya que compartían barrio. Mis abuelos habían desaparecido junto a nuestros hogares. No teníamos a donde ir, así que acudimos a uno de tantos refugios que había en el subsuelo de la ciudad. La Cueva del Moro, le llamaban algunos. Los túneles se comunicaban entre sí en la mayoría de los comercios y así fue cómo pudimos sobrevivir durante aquellos tiempos aciagos.

      Años más tarde, mi padre lo volvió a intentar. La guerra terminó y mi padre unió fuerzas junto a los vecinos para reconstruir el barrio. Gracias a su esfuerzo y al de cientos de personas más, Palma se convirtió en lo que hoy en día podemos ver por las calles. Una capital de isla digna de mención como reclamo turístico.

      El apoyo de los ciudadanos fue decisivo para generar nuevos ingresos. Mis padres empezaron de nuevo. Tu bisabuelo se hizo un hueco en la construcción y lo llegaron a conocer como un albañil de prestigio. Madre hizo lo mismo con la costura. Consiguió abrirse paso como modista en una tienda de la calle Aragón que actualmente ha desaparecido. Yo también arrimé el hombro. Cuando crecí lo suficiente, dejé los estudios y comencé a ofrecer pólizas de seguro. Los tiempos que corrían nos hizo ganar mucho dinero y ahorrar lo suficiente para construir un nuevo sueño… El resto ya lo sabes. Conocí a tu abuela Isabel y todo cambió un poco.

      Mario se quedó pensativo. Era la primera vez que su abuelo debía contar aquella historia. Aunque siguiera teniendo la mirada fija en el televisor —el cual seguía apagado—, pronunciaba, con una vibración especial aquellas palabras.

      —… Bien, ahora ya he desarrollado la trama de la historia —continuó el anciano—. Ya solo queda contarte el final.

      Matías pegó otro trago al vermut para hacer una pausa.

      —La primera conclusión es la siguiente: mis padres y yo reunimos todos nuestros ahorros y montamos una nueva cafetería. El apellido Amengual se había extendido como la pólvora por toda la ciudad. Así es como bautizamos nuestro nuevo hogar: Cafetería Amengual. Nuestra historia cautivó y colmó de esperanza los corazones de los palmesanos, así que, muy rápidamente, la cafetería creció y creció y mis padres pudieron cumplir, una vez más, el sueño de servir el mejor café de Palma. Aunque como siempre sabes, después de la calma llega la tempestad y tuvimos que vender la cafetería porque mi padre estuvo a punto de entrar en quiebra tras las deudas que nos generó el estreno del nuevo bar. Fue pues, cuando la cafetería Amengual, cambió de seudónimo y de postor, y nosotros invertimos en otra cosa. Mis padres ya se habían hecho lo suficientemente conocidos en la ciudad como para hacerse notar. Pero sus ambiciones llegaban más lejos. Querían defender al pueblo que los había acogido, así que idearon un plan. Un buen día mi padre se levantó más animado que de costumbre y nos preguntó «¿y si creamos un bufete de abogados?». Tu bisabuela sabía el trato tan injusto que habíamos recibido tras el traspaso de la cafetería. En cierto modo, nos vimos obligados a aceptar aquellas ridículas cláusulas dado que la guerra había hecho estragos por toda la ciudad y no estaba el horno para bollos, pero ¿y si hubiera alguien que luchara por los derechos y sueños de todos los palmesanos? A mi madre no le pareció una idea descabellada. Fuimos pioneros. Creamos un imperio para defender los sueños, y para ayudar a los que podían hacerlos posibles. Y ahora te pregunto yo, Mario, ¿qué es lo que deseas hacer tú?

      Después de haber vivido la historia de su abuelo como si fuera la suya propia, tragó saliva y se aclaró la voz. Necesitaba salir de su ensimismamiento, así que, sin previo aviso le cogió el vaso de vermut a su abuelo y le dio un buen trago.

      —Creo que he tomado la decisión correcta —dijo Mario sin parar de parpadear—. Es lo más justo.

      —¿Lo más justo


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