De viento y huesos. Charlie Jiménez

De viento y huesos - Charlie Jiménez


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a pegarle otra calada, pero esta vez, el humo aterrizó en sus pulmones.

      —Muy bien, ahora retén el humo todo lo que puedas —aconsejó Álex—. Bien, expúlsalo.

      Mario reaccionó. A medida que expulsaba el aire y se condensaba el humo en el exterior, comenzó a invadirle una extraña armonía. Como si toda la tensión que había acumulado durante el día se hubiera esfumado en ese preciso momento. Decidió pegarle otra calada, estaba claro que esa sensación le hacía sentir bien.

      —Con calma, Mario —sugirió Álex de nuevo—. Las caladas tan seguidas no son buenas.

      Por supuesto, hizo caso omiso a su amigo. Ansiaba volver a experimentar ese sosiego inconsciente. Después vino otra calada, y otra… Hasta que Kovak le quitó el cigarrillo de las manos y fue compartiendo con el resto de los participantes. Icíar observaba a Mario mientras cuchicheaba algo al oído de Álex. Su novio amplió la sonrisa. Carmen analizó la situación y decidió sentarse en el sofá junto a Kovak.

      La visión de Mario hizo un zoom que amplió la escena de sus amigos. Entrecerró los ojos para observar cómo Kovak no dejaba de examinar a su hermana. La cabeza le tambaleaba, pero apenas le importaba, ya que por primera vez en mucho tiempo se sentía feliz, y tenía todo cuanto deseaba cerca de él. Incluso su hermana, que era la víbora personificada, ahora se mostraba plácida y amable. Contemplaba cómo, una y otra vez, Icíar se acercaba al oído de su novio, para después besarle el cuello, sonreírle y besarle otra vez, pero en los labios. A Mario aquella parafernalia empezaba a resultarle monótona, así que se le ocurrió levantarse de la butaca para hacer el payaso.

      Los efectos de la marihuana gratificaban los primeros estragos. Mario creyó ser una mosca. Sí, una mosca danzante que iba de lado a lado del salón con su continuo siseo. Revoloteaba apoyando las manos por doquier mientras los brazos actuaban de alas. Al imitable siseo le acompañaron las carcajadas de sus amigos. A medida que Mario exageraba más los gestos y los sonidos, las risas se agravaban más y más.

      Después de pasar un buen rato, Mario retomó su trono personal y aprovechando que había captado toda la atención de sus amigos, expuso un buen tema de conversación, en la que cada uno podría divagar a su gusto.

      —¿Creéis que estamos solos en el Universo? —expuso.

      —¿Quieres decir que si hay más moscas revoloteadoras en otros planetas como tú? —contestó Kovak. Carmen comenzó a reírse con ganas. Mofarse de su hermano era uno de sus mayores placeres que le había otorgado la noche.

      —Mirándolo así, sí —contestó Mario con cierta aspereza hacia su hermana—. ¿Lo creéis?

      —Yo creo que no —continuó Icíar—. El Universo es infinito, o al menos eso creo.

      —¿Y tú, Álex? —le preguntó Mario con verdadero huroneo.

      —Es imposible —contestó—. Es imposible que estemos solos en el Universo. Tiene que haber alguien más por ahí. Creo sinceramente que hay especies que ya nos han visitado y que nos superan en inteligencia y tecnología…

      —Carmen, estás muy buena —interrumpió Kovak, divagando gracias a los efectos de la marihuana.

      Carmen intentó contener las carcajadas, pero le fue imposible. Todos se unieron al jolgorio y perdieron el hilo de la conversación.

      —¿De qué estábamos hablando? —se preguntó Álex dubitativo. Tras un buen rato en el que todos quedaron en silencio, retomó el tema—. Ah, sí. Ya me acuerdo. Por cierto, ¿no hay más birra? Bueno, es igual. Hablábamos del Universo, ¿no?

      Mario, que estaba empotrado en la butaca sin conseguir mover un músculo, alcanzó el porro que le ofrecía su hermana y le pegó varias caladas más. Lo peor de todo es que, en ese instante, pensaba que podría acostumbrarse a eso. Mientras Álex continuó dando su explicación de la visita de seres extraterrestres a nuestro planeta, Mario comenzó a preguntarse hasta qué punto era necesario haber sacado ese tema. Esa pregunta le llevó a otra, más contundente, más directa. Se cuestionó si era necesario haber reunido a todos sus amigos para sentirse mejor. Y si realmente lo necesitaba, ¿por qué había caído tan bajo? Nunca había necesitado de nadie para labrarse un buen camino. De pronto se percató que ya no era el centro de atención y eso le enfureció por dentro. La marihuana volvía a hacer estragos entre ellos haciéndoles perder el hilo con bastante facilidad.

      —Tú también eres bastante majete, Kovak —contestó Carmen poco después, interrumpiendo a Álex y sacando a Mario de su ensimismamiento—. Pero no te hagas ilusiones, no saldría contigo ni en un millón de años.

      Volvieron a reír a carcajadas. Salvo Mario, que era incapaz de pillarle la gracia. Entonces recordó la conversación que tuvo con Matías unos meses antes en los que le recomendaba seguir su propio instinto. «Por qué pienso ahora mismo en mi abuelo?», se preguntó.

      Mario empezó a notarse el pulso. Luego notó cómo el corazón le bombeaba con fuerza. Sintió cada sonido como si solo estuviera él en la sala. Nada más lejos de la realidad, los sonidos le parecían ecos en una oscuridad pertrecha. Las arterias se le dilataron y percibió cómo la sangre le circulaba velozmente por sus venas. De pronto se vino abajo y la ansiedad le consumió. Necesitaba dejar de pensar esas cosas, de lo contrario, temía caer en un pozo sin fondo del que nunca más lograría salir.

      —Mario, ¿estás bien? —le preguntó Álex un tanto preocupado.

      El joven de pelo rizado continuaba en una burbuja personal. Los veía a todos. Reían, hablaban, compartían experiencias… Pero él solo oía los ecos que arrastraban sus voces. Seguía paralizado sin poder articular palabra.

      —¿Mario? —insistió Álex.

      Consiguió llevarse una mano a la boca. La tenía más seca que la canela.

      —Carmen, tráele agua a tu hermano. Necesita beber.

      Carmen, que sufrió en sus carnes el peso de la maría, consiguió llegar hasta la cocina y traerle el vaso de agua. Mario se reclinó con gran esfuerzo y se bebió medio vaso del tirón.

      —¿Estás mejor? —preguntó Álex de nuevo—. Te veo muy pálido.

      —No —llegó a contestar Mario. Su tez se había tornado amarillenta—. Necesito tomar el aire.

      —De acuerdo. Icíar, acompáñalo, por favor.

      —¿Qué te pasa, Mario? —preguntó Kovak, que por fin había recobrado un poco el sentido.

      —Le ha dado un amarillo —aclaró Álex—. Es normal, la primera vez casi siempre pasa.

      Icíar levantó a Mario con la ayuda de Álex y se lo llevó afuera. Había dejado de llover, aunque el jardín era pasto de la fragancia de la noche. El frío les azotaba el rostro, pero apenas sentían nada al estar tan desinhibidos. Icíar le hizo sentarse en un banco que, previamente, había secado con la manga de su chaqueta, después se sentó a su lado. Las nubes grises habían dejado mostrar un pedacito de luna llena por uno de sus recovecos. La leve luz que se intuía era suficiente para que ambos pudieran verse los rostros. Icíar comenzó a frotarle la espalda. Mario hizo lo propio con su cara. El aire y la humedad produjeron su efecto. Poco a poco, fue recobrando la compostura. Icíar le sonrió y se alegró de ver mucho mejor a su nuevo amigo. El chico de veintitrés años clavó sus ojos en su cabello. Hasta ese momento, no se había fijado en que la novia de Álex había cambiado de peinado.

      —Llevas más rastas —afirmó él.

      —¿Y te fijas ahora? —Rio.

      —Sí, perdona. He estado toda la tarde planeando lo que podríamos hacer este fin de semana y ya ves… Me he esforzado tanto para que este plan saliera a pedir de boca que no me he dado cuenta de otros detalles. Creo que lo he fastidiado todo.

      —¿Qué dices? —preguntó Icíar con mirada pícara—. Tú no has fastidiado nada.

      Icíar no le apartó la mirada


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