De viento y huesos. Charlie Jiménez
a su amigo.
—¡Álex! —Sonrió—. Qué alegría verte. ¿Qué haces por aquí?
Carmen ya se había esfumado.
—Pues te diría el clásico «pasaba por aquí» y todo eso, pero, en realidad he venido a verte —contestó.
—Vaya sorpresa.
Mario estuvo un buen rato mostrándole los cachivaches de su habitación, ya que Álex lo observaba todo sin disimulo. Al principio el visitante quedó asombrado con la cantidad de mapas que Mario tenía colgados en todas las paredes. Muchos de Latinoamérica, otros de Asia, de Australia e incluso de Groenlandia y el Polo Norte. Álex preguntaba con gran curiosidad por todos ellos y Mario, con gusto, le daba una explicación coherente del porqué se merecía un hueco en una de sus paredes. Acto seguido bajaron para tomar un refrigerio en el patio, ya que la primavera había traído consigo un agradable día. Estuvieron charlando de cosas de poco interés, pero de entendimiento fácil, y ambos se sintieron afablemente cómodos.
Al rato, Mario le propuso salir a dar una vuelta por la ciudad y ponerse al día sobre los tres meses que habían estado sin comunicarse. Por supuesto, el joven moreno de barba picuda accedió con gusto, era una mañana agradable y apetecía recorrer las calles de Palma con una persona de mente afilada. Así que Mario cogió la chaqueta y anduvieron hasta Plaza de España.
Por el camino, los jóvenes empezaron a sentir cierta conexión. Ambos compartían sus gustos por las películas independientes más punteras, obras de teatro de comedia, planes de escapada a la montaña, a la playa, pero cuando llegaron al tema de la música, sus opiniones quedaron divididas. Mientras Álex escuchaba grupos musicales independientes como La casa Azul, Amor Bizarro, La bien querida, Los Planetas o El columpio asesino —la gran mayoría de repertorios eran deprimentes a más no poder—, Mario defendía a capa y espada el estilo musical de grupos como Second, Lory Meyers, Los Elefantes, Miss Caffeina, Vetusta Morla, Xoel López y Love of Lesbian, por mencionar unos pocos. El chico «Cervantes» comparaba las letras de sus cantantes favoritos como un gran cuento, una gran historia que relata una persona imperfecta en un mundo imperfecto. Un acercamiento brutal a la realidad que viven diariamente millones de personas en el mundo y con las que es fácil sentirse identificado. Mientras caminaban sin rumbo fijo, Álex insistió en la importancia que tenían esas letras para él. Por mucho que formara parte de un grupo de heavy metal, su verdadera pasión, era escribir historias, cantarlas y mostrárselas al mundo. Quizá por eso también estudiaba en una escuela de interpretación. La finalidad era conseguir la misma meta: transmitir a las personas lo que él sentía por dentro. Mario respetaba su concepto de vida, es más, lo compartía. Ya que eso le recordaba las ganas que siempre le ponía a sus gustos, hobbies o como quieran llamarse a esos pequeños placeres que nos hacen sentir tan bien en un espacio de tiempo realmente escaso.
Los chicos habían congeniado. Lo mostraban en sus rostros. Se sentían cómodos el uno con el otro.
En más de una ocasión, Mario estuvo tentado de sacarle el tema de aquella fatídica noche de cumpleaños (ocultando previamente ese pequeño detalle), pero no creyó que fuera el mejor momento, ni el mejor lugar para hablar de las intenciones sexuales de Icíar, a sabiendas de que aquel acto no dejaba en buena posición a su amigo. Por eso quiso disfrutar del paseo y compartir nuevos y agradables con su persona. Lo estaba conociendo en profundidad y haciéndose un hueco importante en su corazón.
Mario tuvo la acertada idea de llevar a Álex a la catedral, dado que él nunca había contemplado su interior. Era una excusa verdaderamente extraordinaria. ¿Ser mallorquín y no haber visto el interior de La Seu? Eso tendría remedio. Recorrieron las callejuelas del casco antiguo mientras esquivaban a los viandantes, y atajaron por varias otras, tal y como le gustaba a Mario. Andar a destajo, mientras observaba la arquitectónica del casco antiguo, con sus fachadas típicas mallorquinas, conteniendo rincones, patios y secretos, conseguían trasladar a los chicos a otra época medieval.
En una de aquellas rurales calles, el joven de rizos dorados hizo un alto y observó de arriba abajo el callejón —que, en ese instante, estaba totalmente vacío—, a continuación, señaló una parte del suelo empedrado.
Arqueó una ceja.
—Qué raro —le dijo a su amigo—, aquí debería estar una anciana mendiga a la que suelo darle alguna moneda.
Álex se encogió de hombros. Los jóvenes retomaron el camino hacia la catedral. Mario lo hizo sereno, preguntándose qué habría sido de aquella mujer de rostro arrugado, debido al marcado paso de la experiencia, mientras Álex caminaba a su lado observando los adoquines y sugiriendo que, quizás, contaba sus pasos. Cuando hubieron dejado atrás aquellas callejuelas, contemplaron desde lo alto de una bifurcación, el brillo del mar golpeando con fuerza. Ante ellos se abría el Paseo Marítimo de Palma. Estaban cerca. Tan solo girar una esquina más y… Ahí estaba. La gran catedral de Santa María de Palma de Mallorca. Un auténtico regalo para los ojos. Mario no se cansaba de contemplarla.
Aquel majestuoso templo rectangular estaba formado por tres naves de ocho tramos cada una. La cubierta hacía frente a la intemperie con sus catorce pilares octogonales, y que luchaban por alcanzar el sol. El estilo gótico de la catedral le confería cierto aire de misticismo, pero su fachada quedó desfigurada a causa de un terremoto en 1851. Cuando sugirieron a Antonio Gaudí para remodelación de la misma, allá por el año 1904, esta perdió parte de su lobreguez, pero mantuvo su esencia. Mario se acercó al portal Mayor y se fijó en su decoración renacentista. Se sorprendió al ver que la entrada era gratuita. Debía celebrarse alguna misa o evento especial, ya que por norma general es de pago. Una vez dentro, le narró a Álex la historia contenida sobre la basílica gótica. De cómo su construcción se planteó desde el principio sobre el acantilado de la antigua ciudad romana, destacando su silueta por encima de la muralla, convirtiéndola así, en uno de los grandes hitos de la ciudad. Continuó su sermón narrándole que, antiguamente, ese acantilado estaba limitado por el mar, ya que llegaba hasta la misma muralla —salvo que hoy en día, existe un lago artificial llamado Parque del Mar, que refleja perfectamente su silueta—, dotándola de un aspecto imponente. Álex observó la planta basilical y las tres naves cerradas por una cabecera formada por tres ábsides. Se quedó atónito. Sencillamente era magnífica. ¿Cómo había podido vivir todo ese tiempo sin visitarla ni una sola vez? Luego alzó la vista hasta la cúspide y temió marearse debido al vértigo. Su altura era imponente. Mario, que notó su cara de entusiasmado, aprovechó para indicarle las dimensiones de aquellas naves laterales. Su altura aproximada era de veintinueve metros, pero su amigo no pareció escucharle, ya que seguía absorto por la magnitud y amplitud de la catedral. Parte de la culpa la tenían sus pilares octogonales que separaban las naves.
—Estos pilares se construyeron con piedra arenisca que se extrajo de las canteras de Lluchmajor y Santanyí —le explicó Mario haciendo alusión a dos pueblos del sur de la isla.
Álex llegó a contar hasta catorce pilares, siete en ambos lados. Eran extremadamente delgados y muy altos. Después observó la fachada interior del edificio. En sus laterales, logró vislumbrar hasta siete rosetones adheridos. Sin embargo, lo que más llamó su atención fue la cantidad de ventanales de los que disponía la basílica. Ochenta y tres, para ser exactos. Aunque lo más impresionante, si es algo de lo que podía presumía el templo, era el flamante rosetón central de trece metros de diámetro.
—¿Ves el gran rosetón? —señaló Mario—. Dicen que es el más grande de todas las catedrales góticas del mundo. También es una de las catedrales más altas. Cuarenta y cuatro metros, que se dice pronto. Superada por la catedral de Beauvais de Francia, y por la catedral de Milán, por cuatro y un metro, respectivamente. Estos dos datos son muy importantes, porque gracias a su altura, hace que la luz penetre con soltura dando esa sensación de ingravidez que sientes ahora mismo. Esa emoción que experimentas, lo hemos sentido todos la primera vez que tuvimos la oportunidad de entrar. Pero es algo que se repite al estar aquí dentro. Es mágico. Creo que por eso la llaman La catedral de la luz.
Su amigo estaba asombrado. Ahora ya no observaba al rosetón. Observaba a Mario, con la boca desencajada. Álex estaba maravillado por su explicación, y no solo