De viento y huesos. Charlie Jiménez

De viento y huesos - Charlie Jiménez


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que ya estás mejor, ¿verdad?

      —Eso creo…

      No podía apartar la mirada de sus labios. Unos finos labios que parecían suaves, tan rojos como la piel de una manzana. Icíar acercó más el rostro al suyo, pero no hizo amago de besarle. Mario notó cómo su mano le estrujó el miembro. Mario pegó un respingo mientras el bello se le erizaba de nuevo.

      —Sí, ya estás mucho mejor —confirmó ella notando el calor de su pene a través del pantalón.

      Mario reaccionó. De un topetazo apartó su mano y frenó el primer intento de besarle.

      —¿Qué haces?

      —Vamos… —insistió Icíar apretando de nuevo el sexo de Mario—. Sé que lo deseas. Sé que me deseas. No has parado de mirarme en toda la noche.

      —Te estás equivocando —corrigió Mario, que volvió a apartarle la mano—. No puedes hacer esto. Estás con Álex, ¿te has olvidado?

      —Si ese es el problema, puedo esperar a que se duerma esta noche. Luego puedo acercarme a tu cuarto. No se enterará de nada. Cuando fuma, no hay quien lo despierte.

      —No puedo creer que me estés planteando esto… Estás saliendo con él. ¿No tienes ningún escrúpulo?

      Estaba enojado. ¿Cómo podía pensar en ponerle los cuernos a su novio a escasos metros de él? Álex tenía razón. No era una cuestión de pavonearse delante del primero que se le pasara por delante. Lo de Icíar iba un paso más allá, su mentalidad abierta no tenía límites y así lo demostraba.

      De golpe, se oyó el cierre de una puerta corredera.

      —¿Interrumpo algo? —Álex salió al jardín sin previo aviso.

      Por suerte, no había escuchado la conversación que Icíar mantuvo con Mario. O por lo menos, así lo creyó él.

      —Traigo unos pastelitos —continuó Álex—. El dulce te sentará bien, Mario.

      Icíar se levantó y le guiñó un ojo a Mario. Les dejó a solas para que ambos pudieran charlar. Pero Mario apenas tenía ganas de charlar con nadie.

      —Gracias por molestarte, pero creo que es mejor que os vayáis.

      —¿Cómo?

      Álex no comprendía su comportamiento. ¿Qué había pasado?

      —Necesito que os vayáis. Todos —insistió.

      Se levantó y como trueno que lanza Poseidón se dirigió al salón. Álex e Icíar lo siguieron.

      —Lo siento, chicos, no me encuentro muy bien y creo que lo mejor es que os vayáis a casa —dijo añadiendo también a Kovak.

      Álex no dijo nada. Solo dirigió la mirada hacia su novia que recogía el bolso con una sonrisa puesta. Kovak puso cara de no haber roto un plato en su vida.

      —Vamos, Mario. No me jodas —se quejó—. Ahora que lo estábamos pasando bien.

      —Tú cállate de una vez, que no has parado de echarle los tejos a mi hermana desde que has entrado por la puerta.

      Cada vez estaba más enervado. Necesitaba cuanto antes perder de vista a sus amigos, o cada vez que abriera la boca sería peor.

      —Eres un puto aguafiestas —le reprochó su hermana que, de un impulso, se levantó del sofá y subió las escaleras hacia su habitación. De la propia rabia, no se despidió de sus amigos.

      —Se supone que nos íbamos a quedar a dormir todos aquí… —dijo Kovak con aprensión—. Mario…

      Mario no reaccionó a ningún estímulo. Estaba obcecado y no consentiría que, en ese instante, se le llevara la contraria.

      —Por favor, idos.

      Y los chicos se marcharon.

      PRESENTE

      «… Nos enseñan desde pequeño a que hay que amar. Lo que no nos enseñan es cómo se aprende a amar sin que te hagan daño. O sin que sea tan doloroso hacerlo. No te preparan para ello…».

      Carmen sostenía las cinco páginas arrugadas en la mano mientras contemplaba la vista de la ciudad de Palma desde la tercera planta de la clínica. Si os preguntáis cómo había llegado a sus manos, fue por decisión de Blanca. Quería tener una segunda opinión, aunque en realidad, lo que buscaba era deshacerse de ella a toda costa, pero quizá no le correspondiera a ella tomar esa decisión. Había leído esa dichosa carta de Mario una y otra vez. Y esa frase se le repetía en la cabeza sin que pudiera evitarlo. Cinco páginas de sinceridad. De verdades como puños. De amargura, de emociones, de amor, de desamor… De cómo era Mario y de lo que sentía. Y de cómo era el mundo que le rodeaba o, por lo menos, de como él lo veía.

      Decirle a sus padres que esa carta no los ponía precisamente bien, no sería fácil. Por eso retuvo la idea hasta que el camino recorriera otros derroteros. Lo importante ya estaba dicho, Juan Antonio y María del Mar habían regresado de Cuba justo tres días después del suceso. Habían descansado lo suficiente para recuperar fuerzas. Fue entonces cuando su hija Carmen decidió llamarles para darles la triste noticia. Tras una breve charla por teléfono, se dirigieron rápidamente a la clínica. Ella guardó la carta en el sobre beige y se lo introdujo en el bolsillo de su chaqueta. Unos minutos después, sus padres entraban por la puerta.

      —¿Dónde está mi hijo? —María del Mar estaba angustiada. Si vio a Carmen no le dio la menor importancia. Se dirigió directamente hacia la cama de Mario y se llevó una mano a la boca—. Oh, Dios mío… Mi hijo…

      Juan Antonio no mostraba la misma compostura que su mujer. En su negocio, había aprendido lo suficiente como para guardar las apariencias cuando era necesario, y, aunque se tratara de su propio hijo, había costumbres que eran difíciles de erradicar. Eso sí, un extraño fruncimiento del entrecejo se asomó al ver a su hijo postrado en una cama con la cara parcialmente vendada y la mitad de su cuerpo escayolado.

      Carmen se acercó hasta ellos para abrazarlos, pero María del Mar la apartó sin miramientos. Su hija no supo cómo tomarse ese desprecio, así que simplemente se apartó y dejó que su madre explayara sus emociones a gusto.

      —¿Cuántos días lleva ingresado? —preguntó María del Mar furiosa.

      —Cuatro días —contestó Carmen serena.

      —¡¿Cuatro días?! —gritó su madre—. ¿Y nos llamas hoy para contárnoslo? ¿Cómo te atreves? ¡Es mi hijo!

      —Sí, mamá. Es tu hijo —dijo su hija con disconformidad—, pero también es mi hermano. Y estabais en Cuba, ¿qué querías que hiciera? ¿Que os llamara y os contara que Mario había intentado suicidarse aprovechando que sus padres estaban de viaje? ¿Cómo habríais llegado a Mallorca? ¿Cómo habríais soportado esas doce horas de viaje?

      —Es mi hijo —repitió su madre—, tengo todo el derecho a saberlo.

      —Mar, tranquilízate, mujer —intervino Juan Antonio—. Estamos aquí ahora, y nuestro hijo sigue vivo, que es lo importante.

      Carmen sintió cómo la mirada de su padre le atravesaba el alma. Por una parte, esa mirada le otorgaba aprobación, por otra, era recriminatoria, ya que conocía muy bien a su padre y eso significaba que no estaba de acuerdo con la decisión que había tomado respecto a avisarle un día después de llegar.

      —¿Cómo está? —preguntó su padre dirigiéndose a Carmen—. ¿Qué dicen los médicos?

      —Pues creo que es mejor que os lo explique el doctor. Yo ya no puedo con esto… —Carmen fingió un ademán despreocupado—. Ahora que estáis aquí, voy a buscarlo. Vuelvo enseguida.

      El rato que Carmen estuvo fuera, el matrimonio comenzó a discutir sobre la decisión de su hijo por quitarse la vida. ¿Puede que en parte se sintieran culpables? Es posible, pero lo que más preocupaba a María del Mar, era no haber


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