De viento y huesos. Charlie Jiménez
crees que es un acto egoísta por mi parte?
—¿Qué sentirías si no lo hicieras?
—Que me estoy fallando, y de cierta forma, también estaría fallando a las personas que creen en mí.
—Eso es lo que pensó mi padre cuando subió por aquel montón de escombros y vio su cafetería derruida. Si no hubiera tomado la decisión de continuar hacia delante, habría fallado a toda esa gente que necesitaba esperanza. Mi padre ofrecía café, pero era una metáfora de insuflar esperanza en los corazones rotos. De algún modo u otro, alguien tenía que volver a levantar el bar, ¿no crees?
—¿Qué fue lo que le impulsó a continuar? —preguntó Mario con media sonrisa.
—Supongo que vernos con vida después de la explosión de aquella bomba. —Ahora Matías miraba a su nieto a los ojos —. No voy a juzgar a tu padre por no aprobar que quieras ser camarero cuando podrías ser el mejor abogado de toda Mallorca, él cree que es lo correcto para ti, pero tampoco voy a juzgarte a ti por querer seguir tu propio camino.
—Gracias, abuelo —dijo Mario emocionado—. Muchas gracias.
Mario hinchó de aire sus pulmones. Meditó y barajó sus opciones. Su abuelo le había hecho replantear la forma en la que tomaba sus decisiones. Quizá por ello lo respetaba tanto. Cuando lo sopesó a conciencia, se levantó decidido a irse. Ya era hora de prepararse para aquella tarde. Él tenía el control de su vida.
A medida que se acercaba a la puerta hizo balance de todo cuanto le había explicado su abuelo. Entonces, cuando ya llegaba a la puerta, retrocedió sobre sus pasos.
—Abuelo —incidió Mario—, antes me has dicho que la historia tenía dos finales. ¿Cuál es el otro final? Es solo por curiosidad.
—La segunda conclusión es que mis padres y yo montamos el bufete de abogados justo después de terminar la guerra.
—¿Te refieres a que no vendisteis la segunda cafetería?
—No —sonrió su abuelo—, me refiero a que nunca hubo segunda cafetería.
—En cualquier caso —meditó el nieto—, la historia termina igual.
—Así es, pero su recorrido es diferente. A veces queremos recorrer un camino directo al triunfo, pero no tenemos en cuenta todas las variantes con las que nos podemos encontrar. En la primera conclusión tuvimos que trabajar duro para que el apellido Amengual fuera uno de los más reconocidos de la ciudad; en la segunda, el apellido Amengual se hizo famoso gracias al bufete. Tanto el principio como el final es el mismo, pero no su contenido.
—Eres un genio —pronunció Mario con orgullo.
—Mario, tú decides con qué versión te quedas.
—Ya veo. Solo necesito un motivo para continuar.
—Cualquier motivo —aclaró el anciano—. Al humano, con poco le basta. Pero a ti no. Como he dicho, estás hecho de otra pasta.
PRESENTE
Las personas tienden a temer todo aquello que no comprenden. Está en nuestra naturaleza. Es instintivo, primitivo, no lo podemos evitar. Álex tampoco era una excepción. Su jefe le había dado unos días libres para que pudiera estar con su mejor amigo, pero en ese momento no se encontraba en la clínica. Estaba en casa, esperando a Carlota, su pareja, que llegaba de trabajar.
Durante un instante, Álex debió pensar que todo había sido producto de su imaginación, que el intento de suicidio de Mario se lo había inventado, o que era un castigo por haber estado tanto tiempo sin verle, sin oírle. Pero no, al ojear la página de Facebook de su amigo, y ver la muestra de apoyo de sus seres queridos lo devolvió a la pura realidad. Mario se había intentado suicidar. No era un acto regresivo. A partir de aquí, todo era decisivo. «¿Y si Mario muere…? No me podré perdonar el no haber escuchado su voz una vez más…», pensó.
Álex estaba hecho un manojo de nervios. Tres días para meditar quizá no eran suficientes. Se acarició la perilla mientras indagaba en sus recuerdos. Desde que comenzó a salir con Carlota, no había tenido ocasión de pensar demasiado en Mario. Hubo un tiempo en que, entre ellos dos, existió la paz, pero la última vez que vio a Mario las cosas eran muy distintas. Mario hizo algo que nunca pensó que llegaría a hacer. «Sé que no estabas loco, Mario», se decía Álex, pero lo de la última discusión era algo difícil de perdonar. «¿Y ahora? Me obligas a verte por las malas, aunque para ello hayas tenido que tirarte desde la azotea de un edificio. Así no. No era como me imaginaba nuestra próxima visita», se dijo. Una cosa era cierta: Álex sabía que, tarde o temprano, volvería a retomar el contacto con el mallorquín. Era imposible olvidar todos aquellos ratos que vivieron juntos. La vida tiene esa extraña forma de no recordarte el valor, pero te recuerda el trayecto, el camino que te ha hecho recorrer hasta alcanzar el final. Y el final no es un final si no se tiene en cuenta el presente. El de Álex era un tanto peculiar, dado que su naturaleza le impedía sentir amor verdadero por las personas. Solía aferrarse a aquellas cosas que le reportaban algo de felicidad, en las que se refugiaba en un acto egoísta por sentirse mejor, por evadirse los problemas a su alrededor. Hacía ver a sus seres queridos que sí le importaban sus problemas y quehaceres, sin embargo, la realidad era muy distinta. Él no sentía fascinación por ayudar al prójimo como sí hacía Mario. Él solo entendía el efecto de la causa. Nada reprochable si tenemos en cuenta que se había criado sin madre y en un ambiente poco amigable. Su madre murió cuando Álex tenía cuatro años. Para entonces, Elías contrató a un músico para que diera clases personalizadas de guitarra. Pensó, quizá, que la música le ayudaría a olvidar por el infierno que estaba pasando aquella ya de por sí, familia destrozada. Sin embargo, el músico bohemio resultó ser un fraude para él. Álex no se llegaba a concentrar, y para cuando lo hacía, se refugiaba en los brazos de su padre sin muy bien saber por qué. Años después descubrirían la verdad. Ese hombre, un músico hippie con gafas redondas a lo John Lennon, había traicionado su confianza… y anulado su inocente juventud. Dejó de aparecer por casa el día que Álex le contó la verdad a su padre. Y es que el músico se había tomado ciertas licencias con ese joven que empezaba a despegar. Su padre le falló hasta en eso. Álex nunca lo superó, pero con el tiempo, supo ver la ceguera del padre y terminó perdonándolo, hasta tal punto de hacerse inseparables. Así pues, todas esas emociones que le martilleaban por dentro, debía gestionarlas él mismo. Necesitaba armarse de valor, aunque fuera por esta vez, y empezar a decidir no por su propio bien, sino por el de todos.
Álex parpadeó varias veces seguidas. Agitó las llaves en el rellano y estas tintinearon brevemente. Después seleccionó la llave correcta y abrió la puerta de su caja.
Sin gran animosidad, recibió a Carlota.
—Siéntate, tengo que hablar contigo —le dijo Álex sin apartar la mirada del suelo.
—Ya ni me dedicas un simple «hola» —le reprochó su novia.
Carlota y él habían discutido hacía un par de días. Esta vez, la excusa perfecta fue que Álex había hecho la cena, pero Carlota no puse el lavaplatos. Una ambigüedad sin sentido, pero se sumaba a muchos otros malentendidos diarios. Se habían conocido en una fiesta en Barcelona. La historia de Carlota era algo curiosa. Cuando apareció en la vida de Álex, este sintió una tremenda atracción hacia ella la cual era recíproca, sin embargo, decidió ser fiel a sí mismo. Su relación pasó de ser esporádica a continua. Mario no fue consciente de este hecho hasta más tarde. Descubrió que su amigo Álex se había mudado con Carlota a Mallorca y ni siquiera se despidió de él. Algo había cambiado. Álex solía dejar todo a medias, pero le sorprendió la decisión tan radical en aquel momento. Sin embargo, la relación entre Carlota y Álex tenía los días contados. Cuando se mudaron a Palma, ya traían consigo algunas faltas de entendimiento. Pasar tanto tiempo juntos les insuflaba negatividad.
—¿Vas a quedarte ahí de pie, o vas a sentarte conmigo? —le preguntó Carlota un tanto irónica. Por el contrario, Álex cogió una silla y se sentó frente ella.
—Quiero que escuches atentamente.