Géneros y psicomotricidad. Mara Lesbegueris

Géneros y psicomotricidad - Mara Lesbegueris


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pareciera haberse construido al revés: ¿algunos seres son más animales que otros? ¿Más culturizados? Conocemos muy bien la estrategia política civilizatoria, las “desapariciones” y los múltiples intentos por acallar la emocionalidad del rebelde, del desobediente, del transgresor…

      Cabe destacar que los rasgos con que se elige representar al “indisciplinado” interesan no porque esas representaciones sean verdaderas o falsas, sino por la necesidad de instalar en el imaginario social esta idea, lo que equivaldría a reforzar su lugar de creencia (Oliven, 1999), cimiento de la tradición y construcción del “sentido común”.

      ¿La emoción se vive de igual modo en función de la clase, la raza, el género, la diversidad funcional?

      Tanto la idea de raza como la de género fueron al mismo tiempo constructos coloniales para racializar y generizar a las sociedades sometidas. Según feministas africanas e indigenistas, antes del contacto con la colonización no existía en las sociedades yorubas ni en los pueblos indígenas de América del Norte un principio organizador parecido al del género en Occidente. Las mujeres tenían acceso igualitario al poder público y simbólico y sus economías se basaban en principios de reciprocidad. Asimismo, estas sociedades reconocían más de dos géneros y daban lugar a diversas expresiones de la sexualidad (Mendoza, 2010).

      La emoción históricamente individualizada ha sido refinada y romantizada por la sensibilidad burguesa: el amor cortés, el amor maternal y la labor feminizada y reproductiva del mundo de los afectos.

      ¿Cuáles son las manifestaciones de la neocolonialidad? ¿La domesticación tiene hoy rostro de femicidio, tráfico de mujeres pobres, turismo sexual, abuso sexual infantil?

      ¿Cómo se gestan las “diferencias” desde las emociones?

      Si pensamos en el llanto de un bebé –como una de las emociones más originales de lo humano– y en sus modos de resolución tónica, podemos inferir que ahí ya comienza a organizarse una tonicidad diferenciada en función del género y de las representaciones, los símbolos y las acciones que se inscriben sobre ella.

      El llanto no es solo una representación de un malestar. Presenta diferentes significaciones, de acuerdo con los motivos que lo provocan y las diferentes valoraciones y sentidos en función del género, la edad y el contexto social y epocal en el que se expresa. Por eso podemos decir que se trata de una acción social que se expresa en comunidad, pero que contiene aspectos tanto humanos como no humanos (ligados a la sacralidad, por ejemplo).

      Sin embargo, muchos estereotipos comienzan operando desde una tendencia hegemónica generizada sobre la tonicidad y las emociones. El hecho de que las niñas sean más emotivas, más blanditas, más receptivas o más tranquilas que los niños varones no es consecuencia ni del carácter natural de las emociones, ni de sus condiciones innatas, sino de las convenciones sociales y culturales, que moldean los comportamientos esperables para cada género.

      La “rebelión” de los cuerpos de las mujeres, abierta a nuevas reapropiaciones y formas de aparición identitarias, hace que ellas corran siempre el riesgo de ser maltratadas, patologizadas y criminalizadas.

      Lo extraño, lo raro, lo torcido, sea por saturación o por exceso, no es solo el comienzo del ocaso de los normales, sino que también podría ser un modo particular de crítica política y de resistencia frente a las normas, opresivamente respetables, relativas al género y la sexualidad.

      También las niñas, los niños y les niñes que recibimos en consulta psicomotriz mayoritariamente se escapan de las normas. Sus cuerpos no son ni tan “dóciles” ni tan fáciles de “domesticar”. Suelen indisciplinarse, rebelarse, transgredir, estar “fuera de lugar y de tiempo normativo”.

      Así como Judith Butler (2007) nos permitió visibilizar que las disidencias sexo-genéricas y las sexualidades “no normativas” pagan un alto precio para con-vivir en el sistema de la “heterosexualidad obligatoria”, la teoría crip impulsada por Robert McRuer (2006) señala también que existe una “capacidad o integridad corporal que se supone obligatoria. La mirada “capacitista” entiende que se nace con todas las capacidades, que lo “natural” son las capacidades y aquellas subjetividades que, por algún motivo o circunstancia no la tienen, son marginadas, estigmatizadas o in-capacitadas por su condición de dis-capacidad.

      Desde esta perspectiva, las personas que no pueden acceder a los “estándares de capacidad exigidos” deberán rehabilitarse, estimularse (y pagar) para poder conseguir adaptar o recuperar algo de su “funcionalidad deficitaria”. El capacitismo se sustenta en una visión medicalizada del cuerpo normal y en una ética que devalúa la diferencia, pues cuantas menos capacidades tenga alguien, más restringidas serán sus posibilidades de decir, elegir y manifestarse con libertad.

      En el sistema capitalista, la mirada “capacitista” se redefine desde un marcado interés en regular el campo de la sexualidad y la genitalidad pues, al “producir menos”, estas personas deben también “reproducirse menos”. La “infantilización” de la discapacidad o su contrapartida –el “impulso sexual desenfrenado”– han sido las ficciones propuestas para construir sobre estas sexualidades una des-erótica de sus cuerpos.

      ¿La emoción evoluciona?

      ¿Las infancias comparten la herencia común subcortical con los mamíferos? Perdura en ciertos discursos educativos, terapéuticos y clínicos la perspectiva evolucionista de la emoción, sea considerada como un patrón filogenético que se ha ido complejizando con su sociabilización, como cuando se la piensa solo vinculada a etapas que alcanzan su desarrollo “ideal” con la edad avanzada. La relación naturaleza-cultura es desde esta perspectiva una relación de continuidad progresiva; así, el esquema evolucionista interpreta que en “grado creciente” se accede a la cultura.

      Si bien es cierto que un bebé no se expresa emocionalmente de igual modo que una niña o niño de dos años, ni estos igual que una o uno de diez, habría que revisar ciertos términos que desvalorizan lo que cada edad contiene como potencia.

      Podemos pensar que tanto las mujeres como niñas, niños y niñes (entre otras minorías) se enuncian desde los denominados “grupos silenciados”, cuyas voces quedan amortiguadas en


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