Ultimatum extrasolar. Antonio Fuentes García
que se nos echan encima los Cuatro Jinetes del Apocalipsis.
En el Pentágono los escasos minutos que tuvieron que esperar para la conexión telefónica con el Presidente de los Estados Unidos de América no fueron los únicos, en esos minutos cruciales para la Humanidad, que estuvieron en esa espera; pues casi al mismo tiempo se comunicaban del mismo modo el resto de los Seis Grandes y algunos del resto de los componentes del Consejo de Seguridad con sus cúpulas militares, vicepresidentes y parlamentarios; es decir, se comunicaron a través del teléfono clásico que les acercó a cada uno su secretaria o secretario personal, para evitar su escucha interferida por los medios más modernos, cuyos interferentes perseguían ávidamente estas comunicaciones. Para hacer efectivas la comunicación telefónica un grupo de funcionarios especializados conectaban diligentemente los cables de telefonía alargándolos hasta ellos desde los puntos de conexión. Pero no todos lo pudieron tener al mismo tiempo, ni todos poseían en sus países la capacidad de inmediatez telefónica, que se dio con primacía a los Seis Grandes, aunque los demás comenzaron a recibirla a poco.
Y es que se tenía miedo del inteléfono o smartphone*, igual que de las computadoras.
Previamente el Secretario General de las Naciones Unidas comunicó al resto de los miembros de la Asamblea General que aún permanecían, que en breve el Consejo de Seguridad les informaría de la decisión mayoritaria tomada por sus representantes, que expondrían para la aceptación general o mayoritaria de la Asamblea, cuyos miembros aún en ésta se mostraban inquietos, temerosos de lo peor, y con ganas de salir corriendo.
Todo esto, salvo las conversaciones telefónicas de los presidentes miembros del Consejo de Seguridad, se difundió por los medios audiovisuales al mundo entero terrestre con absoluta expectación en sus poblaciones, que de momento quedaron paralizadas de cualquier actividad, tanto laboral como política, religiosa o tumultuaria. Esa expectación llegaba ya hasta a los más apartados lugares de la civilización, si acaso con la excepción de algunos grupos todavía ajenos por completo a ésta, perdidos aún en sus selvas, desiertos e islas menores, si es que aún podía haberlos vivir salvajes como en alguna isla del Golfo de Bengala. Sin embargo en la mayoría de esos recónditos lugares de las sabanas, desiertos, cordilleras e islas perdidas en la inmensidad de los océanos, sin olvidarnos de los desiertos de la taiga y tundra siberianas, en éstas seguramente algún despistado buscando caza o perdiéndose en su inmenso territorio, no faltaba alguien informado e informante con su inteléfono o simplemente su fonomóvil*, absorto y temeroso ante el acontecimiento transmitido desde la gran sala de la Asamblea General de las Naciones Unidas, de la que a lo mejor se enteraba de su existencia por primera vez.
Donde en ella el tumulto se caracterizaba por los movimientos de sus asistentes, los del corro volviendo a sus asientos esperando lo que hubieran de exponerles y proponerles los Seis Grandes o en junto el Consejo de Seguridad, igual que aquellos que no se movieron de sus asientos. Pero el mayor tumulto lo provocaban los gobernantes musulmanes con sus séquitos siguiendo a los alborotadores iraníes y árabes que abandonaban la gran sala llamando a seguirles a sus correligionarios, advirtiendo de los propósitos infieles. Y aunque sin ese alboroto, también se vio al representante supremo católico retirarse con sus nuncios, no a la salida del edificio, pero sí a sus asientos en la Asamblea, junto a los religiosos ortodoxos.
Quedaba así el Consejo de Seguridad compuesto por veinte miembros, que al vérseles y contárseles faltando los cinco musulmanes, ese número 20 empezó a correr con mal presagio por toda la Asamblea y aun fuera de ella sin que hubiera precedente ni razón entendible, pero saltando a todos los países, gobiernos, poblaciones, familias, etcétera, seguramente no por otra causa sino por la de no reflejar la totalidad de los escogidos para decidir la actitud frente a una amenaza divina o alienígena que decidiría el futuro y, quizá sobre todo, porque faltaban los cinco representantes de una población que, sumando las propias y las de todos los demás musulmanes repartidos por el planeta, superaba los dosmil millones de islamistas, verdaderos combatientes de fe, que creían ser los extrasolares ángeles enviados de Dios; a más de haberse retirado a su asiento en la Asamblea la única autoridad cristiana que se reunió con el Consejo de Seguridad a puerta cerrada.
El futuro apocalíptico a temer parecía iba a ser anunciado AHORA por las VEINTE autoridades estatales representativas.
12 Declaración de Resistencia y Ultimátum al Islam
Ya en el gran auditorio de la Asamblea General, acabadas sus cortas conferencias telefónicas de los Presidentes en el Consejo de Seguridad con sus Gobiernos, presentándose los Veinte Gobernantes ante aquélla y observando el tumulto que producían los islamistas retirándose y provocando a seguirles a sus correligionarios igual que a los más dubitativos de otros representantes nacionales no islamistas, fue el presidente chino el que tomando el altavoz que se les había acercado para pronunciarse, les reprendió airado en inglés, para que todos le entendiesen:
―¿Adónde van. Acaso creen escaparse de la tormenta y de sus rayos mortíferos que caerán sobre los traidores que huyen? Si no los electrocutan los rayos extrasolares los electrocutaremos nosotros…
―¡Habrá que hacerlo! ―le apoyó el ruso.
Ambas amenazas y la rigidez severa mayoritaria, especialmente la de los Seis representantes de las Grandes Potencias, hicieron palidecer y temblar más si cabía a los indecisos que ya se habían levantado para huir, volviendo la mayoría de ellos a sentarse por temor a los Seis Grandes y vergüenza ante el resto de asambleístas; siendo únicamente los islamistas y algún que otro representante de Estado menor los que persistieron en su retirada cuando no huida, sin convicción alguna la mayoría de los no islamistas de hacer lo conveniente, máxime escuchando aterrados los trallazos verbales procedentes de los persistentes del Consejo de Seguridad:
―¡Sí, huid: ¿Adónde?!
―¿Acaso vais a salir del planeta? ¿O del espacio alrededor?
―Creeréis escapar de las furias extrasolares, pero no escaparéis de nuestras furias por traidores y cobardes.
A contradecirles se oyó, alejándose, una voz islamista:
―No huimos. Sólo esperamos una revelación de Alá.
―¿Desde cuándo se entiende que los ángeles se presenten en cosmonaves? ¿No son espíritus?
―Dios decide.
Lo último apenas fue oído y no le hubo respuesta.
Lo que no sabía nadie es que los Diez Insólitos aun tan alejados como pudiera suponerse que estuvieran ―si acaso no estaban invisibles en la misma Asamblea o sus cercanías como todavía persistían algunos en creer―, oían cuanto se decía en ella, porque entre sus aumentadas capacidades físicas estaba también la de unos oídos sumamente sensibles a la audición; y por si fuera poco no les faltaba capacidad telepática, aun en distancias inconcebibles. Facultades ignoradas o que se ignoraron y que les permitían estar al corriente de cuanto se dijo en el departamento al que se apartaron los 25 miembros del Consejo de Seguridad y lo que se decidía ahora en la Asamblea General. Oyéndolo todo tal si fuesen dioses.
Impacientábase el resto mayoritario de cuantos asistían a la Asamblea General por conocer la propuesta de los 20, que, para mayor alarma antes de exponerse se observó reducirse a 19, pues a los cinco musulmanes en retirada se sumó luego en solitario el representante israelí, si bien lo hizo remolonamente para no juntarse con los musulmanes, marchándose después que oyera cómo se iba a exponer la decisión tomada, y desde luego lo hacía tras ser aconsejado intelefónicamente por el Gran Rabinato de Israel*, reconocido por ley, diciéndole que según las Sagradas Escrituras nada se oponía a que los mensajeros de Adonai* (Jehová Dios) pudieran venir en carros de fuego, como el que se llevó a Elías; recordando entonces que el mismo versículo fue citado por el Cabeza de la Iglesia Católica. ¿Sería entonces que iban a tener razón los musulmanes oponiéndose a la alianza militar antialienígena? ¿Íbamos a tener que ponernos al lado de los islamistas, nuestros enemigos acérrimos? Pensaba el presidente israelí conforme se retiraba. Pero si los estelares vienen en cosmonaves ―le inquietaba pensarlo―, ¿hemos de entender, o no, que sean ángeles? ¿Qué podemos