La escala. T L Swan

La escala - T L Swan


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Y mañana lo voy a ver. Noto retortijones en el estómago. A ver qué me dice.

      Jameson

      Me siento a la mesa y reviso el expediente de Emily Foster. Leo sus datos personales, sus notas, sus referencias y, por último, su carta de solicitud.

      ¿Este era el trabajo para el que se iba a entrevistar hace doce meses?

      Me llaman por el interfono.

      Es seguridad, en la planta baja. Me miro al espejo y pulso un botón. Al instante, aparece una pantalla.

      —¿Sí?

      —La señorita Emily Foster desea verlo, señor.

      Ahí está. Sonrío al verla.

      —Que suba.

      El guardia la acompaña hasta el ascensor. Voy a recepción. Al poco, se abren las puertas y la veo.

      —Hola —digo con una sonrisa de suficiencia.

      —Hola —susurra. Parece nerviosa.

      Le hago un gesto para que vaya a mi despacho.

      —Pasa.

      Camina delante de mí, por lo que se me van los ojos a su trasero. Lleva un vestido negro ajustado, medias transparentes y tacones altos. Su coleta oscila de un lado al otro. Me dan ganas de cogerla y… «Para».

      —Toma asiento —le indico mientras yo me acomodo en mi silla.

      Se sienta con el bolso en el regazo y me mira a los ojos.

      Me giro en la silla sin dejar de mirarla. Es tan guapa como recordaba, y un aura sexual muy potente emana de ella como un arma oculta.

      Melena oscura, ojos marrones y labios carnosos y follables. He pensado en ella a menudo; ha sido imposible olvidarla.

      Ninguna me ha cabalgado como ella, ni antes ni después ni nunca.

      El chupetón que me hizo en el cuello no fue lo único con lo que me marcó aquella noche.

      —¿Querías verme? —pregunta en voz baja.

      Su voz tiene un efecto físico en mí. Recuerdo las guarradas que me decía y lo mucho que me puso que me las dijera con esa voz tan dulce.

      —Sí —digo mirándola a los ojos—. Quería verte.

      Hacía tiempo que no estaba con una mujer que no tuviese ni idea de quién era. Por extraño que parezca, no necesitaba ser nadie esa noche.

      Con ser Jim bastaba.

      —¿Y bien?

      Me recuesto en mi silla, molesto con su actitud. La mayoría de las mujeres no dejan de halagarme. Ella, en cambio, no.

      —¿Qué haces en Nueva York? —pregunto en un intento por entablar una conversación educada.

      —Ya me lo preguntaste ayer —me suelta—. Ve al grano.

      —Pues te lo pregunto otra vez. Relájate.

      Entorna los ojos como si estuviera molesta.

      Me acerco a la mesa.

      —¿Qué te pasa? —pregunto con desprecio.

      —Tú. Tú eres lo que me pasa.

      —¿Yo? —exclamo, ofendido—. ¿Qué te he hecho yo?

      —¿Vas a decirme algo relacionado con el trabajo o no, Jim?

      La fulmino con la mirada.

      —Eres muy maleducada.

      —Y tú muy rico.

      —¿Y?

      Se encoge de hombros.

      —¿Qué significa eso? —espeto.

      —Nada —dice, y endereza la espalda—. Si no vas a decirme nada relacionado con el trabajo, me voy.

      Aprieto la mandíbula mientras la miro fijamente; hay tensión en el ambiente.

      —¿Quedamos esta noche?

      —No —contesta sin dejar de mirarme a los ojos.

      —¿Por qué no?

      —Porque soy una persona profesional y no tengo intención de mezclar negocios y placer.

      Hago un esfuerzo para no sonreír. Cada vez me interesa más esta chica.

      —¿Cómo estás tan segura de que sería placer?

      —La historia tiende a repetirse —susurra mientras se le van los ojos a mis labios.

      Me la imagino desnuda encima de mí. Noto que se me está poniendo dura e inhalo fuerte.

      —La historia será generosa conmigo, puesto que tengo la intención de escribirla.

      —¿Citando a Winston Churchill, señor Miles? —musita.

      Sonrío, divertido por su inteligencia.

      —Hay que mirar a los hechos porque ellos te miran a ti.

      —Nunca me preocupo por la acción, sino por la inacción —responde sin vacilar.

      —Exacto. Así que, como compañero de fatigas de Churchill, te exijo que cenes conmigo esta noche.

      Emily sonríe y se pone de pie.

      —No puedo.

      —¿Por?

      —Porque me voy a lavar el pelo.

      —¿Por qué lavártelo cuando podrías ensuciártelo?

      Se encoge de hombros como si nada.

      —No me interesas. No eres mi tipo.

      Ay. Le doy vueltas a sus palabras mientras la miro.

      Aprieto los labios sin dejar de mirarla a los ojos. Es la primera vez que me rechazan con tanta rotundidad.

      —Vale. Tú te lo pierdes.

      —Tal vez —dice, y se da la vuelta—. Aunque me alegro de volver a verte. Debes de estar muy orgulloso de tus logros.

      Me levanto y corro a abrirle la puerta. Me mira, y yo cierro el puño y lo pego al costado para no tocarla.

      —Adiós, Emily.

      —Adiós —susurra ella mientras el aire se arremolina entre nosotros. Y con una sonrisa añade—: Gracias por darme trabajo.

      Asiento una sola vez. «No es el único trabajo que tengo para ti».

      Se mete en el ascensor y yo cierro de un portazo y vuelvo a mi despacho hecho una furia.

      Que no soy su tipo… ¿Desde cuándo?

      Apunto con el mando al monitor de seguridad y lo vuelvo a encender.

      —Quiero ver la planta cuarenta —le pido al control de voz.

      La pantalla parpadea y aparece una imagen del piso cuarenta. Veo que sale del ascensor.

      —Síguela.

      Veo cómo cruza el pasillo y se sienta en su mesa.

      —Vete a esa zona —ordeno.

      La pantalla parpadea y sale ella. La oficina está vacía. Está mirando algo en el móvil. Cruza las piernas y yo me acerco a la pantalla. Se le ve el muslo por la raja del vestido. Me estoy excitando solo de verla.

      Qué buena está, joder.

      Está buscando algo.

      —Amplía —ordeno.

      La cámara amplía la imagen y entorno los ojos en un intento por leer


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