La escala. T L Swan

La escala - T L Swan


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de la cama y rebusco en la maleta. Aprovecha que estoy de espaldas y se planta detrás de mí. Me sujeta de las caderas y me provoca con las suyas. Me pongo de pie y me giro para mirarlo.

      —Lo digo en serio, quédate esta noche también.

      Me acaricia el rostro con un dedo y me levanta la barbilla sin dejar de mirarme a los ojos.

      —No puedo —susurra. Es como si sus ojos quisieran decirme algo.

      ¿Le espera alguien en casa? ¿Por eso no me ha pedido mi número? Me embarga la inquietud. No estoy hecha para esto de los líos de una noche.

      Me vuelvo, saco la bufanda y se la doy. Es de color crema, de cachemira y tiene mis iniciales.

       E. F.

      Las compañeras de tenis de mi madre me la regalaron cuando acabé la universidad. Me encanta…, pero bah, qué más da.

      Frunce el ceño al ver las letras bordadas. Se la quito de las manos y se la pongo de manera que le tape el moretón. Sonrío con suficiencia mientras lo miro. Ni siquiera sabía hacer un chupetón. Pues sí que me habré dejado llevar.

      —¿Qué significa la F? —pregunta.

      —Feladora profesional —digo, y sonrío para disimular mi decepción. No quiero que sepa que me ha sentado mal lo último que ha dicho.

      Se ríe entre dientes y, sin una pizca de delicadeza, me toma en brazos y vuelve a llevarme a la cama.

      —Qué descripción más apropiada.

      Me agarra una pierna, se la lleva a la cintura y nos recreamos con el último beso que nos damos.

      —Adiós, mi hermosa conejita —susurra.

      Le paso los dedos por el pelo mientras contemplo su rostro.

      —Adiós, Ojos Azules.

      Se acerca la bufanda a la nariz e inspira.

      —Huele a ti.

      —Póntela cada vez que te vayas a hacer una paja —murmuro y sonrío con dulzura—. Imagina que soy yo quien hace todo el trabajo.

      Le brillan los ojos de la emoción.

      —Para alguien que no se ha liado con nadie en dieciocho meses, eres una ninfómana de categoría.

      Se me escapa una risita.

      —Volveré a mi sequía. Se está bien ahí… y puedo caminar sin ayuda.

      Se le descompone el semblante. Me da la sensación de que quiere decirme algo, pero que se está conteniendo.

      —Vas a perder el vuelo —le apremio, y finjo una sonrisa.

      Volvemos a besarnos y lo abrazo con fuerza. Qué pasada de hombre, Dios.

      Se queda ahí plantado, y tras un último repaso a mi cuerpo desnudo, se da la vuelta y se va.

      Miro la puerta por la que se acaba de ir y sonrío con tristeza.

      —Sí, ten mi número —susurro al aire.

      Pero no lo ha querido. Se ha ido.

       Doce meses después

      Exhalo y me llevo la mano al corazón mientras me planto en la acera y miro el rascacielos de cristal que tengo delante. Me suena el móvil; la pantalla se ilumina con el nombre de mi madre.

      —Hola, mamá —digo, y sonrío.

      Pienso en mi preciosa madre. Tiene una melena rubia perfecta, ni una arruga, y siempre va impecablemente vestida. Si cuando tenga su edad estoy la mitad de bien que ella, habré triunfado en la vida. Ya la echo de menos.

      —Hola, cielo. Llamaba para desearte suerte.

      —Gracias. —Doy golpecitos con la punta de los pies, incapaz de estarme quieta—. Estoy tan nerviosa que he vomitado esta mañana.

      —Te van a coger, tranquila.

      —Jo, eso espero —exhalo con pesadez—. He tenido que pasar seis entrevistas para conseguir este trabajo, y recorrer medio país.

      Pongo cara de asustada.

      —¿He hecho lo correcto, mamá?

      —Claro. Es el trabajo de tus sueños. Y así te alejas de Robbie. Te vendrá bien poner tierra de por medio.

      Pongo los ojos en blanco.

      —No metas a Robbie en esto.

      —Estás saliendo con un hombre que no tiene trabajo y vive en el garaje de sus padres. No entiendo qué ves en él.

      —Es que no le sale nada —suspiro.

      —Pues si no le sale nada, ¿por qué no se va contigo a Nueva York?

      —No le gusta Nueva York. Es demasiado bulliciosa para él.

      —Por Dios, Emily, ¿oyes cómo lo justificas? Si te quisiera, iría allí y te animaría a cumplir tu sueño, dado que él no tiene ninguno.

      Exhalo con fatiga. Yo misma he pensado eso mismo, pero no lo reconocería ni harta de vino.

      —¿Me has llamado para estresarme por lo de Robbie o para desearme suerte? —pregunto, cortante.

      —Para desearte suerte. Suerte, cariño. Demuéstrales de qué pasta estás hecha.

      Me muevo nerviosa mientras miro el imponente edificio que se cierne sobre mí.

      —Gracias.

      —Esta noche te llamo para que me hagas un informe completo.

      —Vale —accedo y sonrío—. Entro ya.

      —A por ellos, tigresa —me anima, y cuelga.

      Miro el edificio y las elegantes letras doradas que hay encima de las enormes puertas dobles de la entrada.

      MILES MEDIA

      Exhalo y relajo los hombros.

      —Vale, tú puedes.

      Es la oportunidad de las oportunidades. Miles Media es el mayor imperio de medios de comunicación de Estados Unidos y uno de los más grandes del mundo, con más de dos mil empleados solo en Nueva York. Mi fascinación por el periodismo empezó cuando estaba en octavo y presencié un accidente de tráfico mientras volvía del instituto. Como era la única testigo, tuve que dar parte a la policía, y cuando más tarde se descubrió que el coche era robado, el periódico local vino a entrevistarme. Ese día me sentí como una estrella de rock. En ese momento, se prendió una chispa en mí que nunca se apagó. Me saqué la carrera de Periodismo e hice prácticas en las mejores empresas del país. Pero siempre tuve la mira puesta en Miles Media. Sus historias superan con creces las de los demás; ningún otro medio las publicaría. Me he postulado para todas las vacantes que ha habido en los últimos tres años y nunca me habían contestado hasta hace nada. Y aun así he tenido que pasar por seis entrevistas para que me ofreciesen el puesto, así que por tu madre no la cagues.

      Me cuelgo la tarjeta de identificación y miro el móvil.

      No hay llamadas perdidas. Robbie ni siquiera me ha escrito para desearme suerte. Hombres…

      Me dirijo a recepción. El guardia de seguridad de la entrada comprueba mi identificación y me da un código para que pueda subir a mi planta. El corazón me va a mil cuando me meto en el ascensor con todos los pijos. Pulso el número cuarenta. Me miro en el reflejo de las puertas. Llevo una falda de tubo negra que me llega por la pantorrilla, medias negras transparentes, tacones de charol y una blusa de seda de manga larga color crema. Mi intención era parecer profesional y elegante. No sé si lo habré conseguido; ojalá que sí. Me paso la mano por la coleta conforme el ascensor sube. Miro de reojo a mis acompañantes. Los hombres van con trajes caros y las mujeres parecen megaprofesionales y van pintadas hasta las cejas.

      Mierda,


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