Juan Bautista de La Salle. Bernard Hours

Juan Bautista de La Salle - Bernard Hours


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ninguna bella meditación sobre la pobreza que pudiera datarse de esta época. ¿Qué solución nos queda? Proponemos, primero, inscribir su renuncia a la riqueza en el contexto del tiempo y ponerla en la perspectiva de la concepción que los contemporáneos se hacían de la pobreza.

      Luego analizaremos los pasajes de sus escritos, poco numerosos en el caso, totalmente posteriores a este periodo, en los cuales él evoca la pobreza y el desprendimiento. Después, bajo el riesgo del anacronismo, intentaremos ponerlos en perspectiva con los discursos más recientes, porque nos parece que este enfoque puede ayudar a situar sobre la realidad vivida por Juan Bautista las palabras que él no nos entregó. Somos conscientes que se trata aquí de un método más espiritual que historiográfico. Por lo menos, esperamos evitar el escollo del psicologismo gratuito. Hay que precisar, en fin, que esta reflexión trata solo del sentido espiritual de la pobreza para Juan Bautista. El análisis social del público tocado por las escuelas lasallistas pertenece a otra problemática.

      Los devotos del siglo XVII, a cuyo universo mental pertenece Juan Bautista, tienen de la pobreza una visión que participa a la vez del pasado medieval y de la eficacia mercantilista moderna. De la Edad Media heredan una conciencia viva de que la pobreza se debe amar, porque ella es la figura de Cristo sufriente, por el cual se asegura la redención de los hombres. Hay que saber reconocer a Cristo bajo los trazos del pobre; hay, entonces, que ayudar y socorrerlo, como lo recuerdan las máximas evangélicas. Y algunos pasajes como este, de datación poco fácil, testimonian la adhesión de Juan Bautista a esta visión: «reconozcan a Jesús bajo los pobres harapos de los niños que tienen que instruir; adórenlo en ellos; amen la pobreza y honren a los pobres, a ejemplo de los Magos» (MF 96, 3, 2). Pero los devotos están igualmente convencidos de que los pobres representan un ataque intolerable al orden tanto social como religioso, y de que el uno y el otro reposan sobre la voluntad divina. La puesta en marcha de hospitales generales, comenzando por el de París en 1656, bajo el impulso de la Compañía del Santo Sacramento, quiere aportar una respuesta a esta inquietud. Veremos que el compromiso de Juan Bautista en las escuelas gratuitas corresponde también, pero no solo, a esta preocupación. La ambigüedad de esta visión no es contradictoria ni molesta. Ella fortalece el conservatismo social que portan los devotos: la sociedad tiene necesidad de pobres que deben estar en su lugar. Los testamentos del tiempo, a través de sus disposiciones funerarias, lo revelan bien. Con frecuencia, los pobres de la parroquia son destinatarios de legados caritativos, en contraposición a su participación en el cortejo fúnebre y de su oración. En efecto, si ellos son el rostro de Cristo, ninguna oración más que la de ellos puede prometer también una intercesión eficaz ante la misericordia divina. Hay que socorrer a los pobres, dado que ellos son indispensables para una buena economía de la salvación. Pero esta economía no necesita que el rico se desprenda y comparta la vida de los pobres, al contrario, él debe permanecer rico y usar bien sus riquezas… ¡dando limosna a los pobres! Cada quien está, pues, en su sitio. Justamente, Juan Bautista no permaneció en su lugar, él que, sin embargo, venía de ese medio devoto.

      Sus textos ulteriores nos revelan otra visión de la pobreza y nada impide pensar que él la hacía ya suya desde el comienzo de los años 1680. Esta visión se desarrolla en actitudes espirituales: por una parte, la contemplación de Jesús en el pesebre, por otra, la imitación de Jesucristo. El Niño Jesús que Juan Bautista contempla en la Navidad no tiene nada de enternecedor, no tiene nada de ese bebé que los carmelitas miman y que suscita la zalamería. Este Niño Jesús es mucho más cercano a la mirada berulliana sobre la humillación y la «abyección» de la infancia, incluso si ese término no aparece sino excepcionalmente en el vocabulario lasallista. Jesús en el pesebre está sumergido en la pobreza, en la humillación y en el sufrimiento. Y este estado de abajamiento resulta del pecado de los hombres, del pecado de cada uno de los hombres, por consiguiente, del pecado mío, Juan Bautista de La Salle, que me impregno de esta verdad contemplando el misterio de Navidad:

      sí, oh, Dios mío, creo que te hiciste niño por amor mío. Naciste en un establo a media noche y en lo más crudo del invierno. Fuiste reclinado en el heno y la paja. Tu amor para conmigo te ha reducido a una pobreza e indigencia inauditas, y tan extremadas, que nunca hasta entonces se había oído decir nada semejante. Creo, señor mío, todas estas verdades que la fe me enseña sobre tu amor para conmigo. Hubieras podido nacer en la abundancia de las riquezas, en el esplendor de los honores y en el palacio más suntuoso que jamás hubiera existido. Hubieras podido, al nacer, tomar posesión de todos los reinos del mundo, pues te pertenecían. La tierra y todo cuanto encierra es del señor, dice el profeta rey. Pero no quisiste gozar de ninguno de estos derechos, oh, divino salvador mío […] Son mis pecados, señor, que te han reducido a este estado de infancia, de pobreza y humillación. Son mis pecados que te han hecho derramar tantas lágrimas desde tu nacimiento. Es mi orgullo y mi amor por el lujo y las vanidades que te han humillado hasta nacer en un establo acostado en un pesebre sobre la paja, entre dos viles animales. (EMO 8, 192, 1-2)

      En la contemplación del pesebre, Juan Bautista comprende el sentido del despojo absoluto, del cual Dios dio prueba renunciando a su omnipotencia para asumir la condición humana. Y como ese despojo no tiene otra fuente sino el amor que Dios tiene por los hombres para salvarlos, el amor que me tiene para salvarme, yo, Juan Bautista de La Salle, no tengo otra vía que seguir sino la del despojo, para participar en la obra de mi salvación que Jesús vino a emprender por mí en su vida terrestre. Porque no se puede amar a Jesús sino imitándolo. Sometiendo este texto a la meditación de los hermanos, Juan Bautista les revela una parte de su intimidad espiritual y demuestra, de paso, cuán lejos está de las concepciones jansenistas de la salvación:

      haz, señor, te ruego, que en ti yo participe plenamente de tu santo aprecio a la pobreza, a la mortificación y a los sufrimientos; que los ame y los practique por miras de fe, en unión con tu espíritu y con tus disposiciones; y por la moción y efecto de tu santa gracia, activa y operante en mí, con la cual te prometo cooperar cuanto me sea posible. (EMO 10, 232, 4)

      Fundamentalmente, la pobreza es el camino por el cual hay que pasar para ir a Jesucristo. No se puede imitarlo sin escoger la pobreza, sin despojarse hasta reducirse, si es necesario, a la necesidad de mendigar:

      amen la pobreza como la amó Jesucristo, y como el mejor medio que puedan tomar para adelantar en la perfección. Estén siempre dispuestos a mendigar, si la Providencia lo quiere, y a morir en la última miseria. Nada posean, de nada dispongan, ni siquiera de ustedes mismos; en fin, tiendan siempre a la desnudez y al desprendimiento de todas las cosas, para hacerse semejantes a Jesucristo que, por amor nuestro, careció de todo durante su vida. (CT 15, 10, 1-2)

      Imposible no acercar esos pasajes en que Juan Bautista entrega un poco de su interioridad a un texto mucho más reciente escrito por Carlos de Foucauld, quien vivió esta experiencia del despojo de manera aún más radical. Por analogía y sin demasiado anacronismo, se comprende el temor que pudo experimentar Juan Bautista en la renuncia a su rango y a su holgura: que el orgullo le tienda una trampa y que el desafío lanzado por los maestros sea un medio de alzarse ante los ojos de los hombres y, a pesar de una vocación sacerdotal sincera, lo desvíe de Cristo:

      No es solo la práctica de la pobreza lo que Juan Bautista debe amar, son los mismos pobres. Y se mide la distancia recorrida entre el momento en que el joven canónigo de la burguesía remense confesaba su repugnancia ante las maneras de los primeros maestros y ese en que Juan Bautista puede recomendar a los hermanos:

      la pobreza ha de serles amable, a ustedes, que están encargados de la instrucción de los pobres. Muévales la fe a hacerlo con amor y celo, puesto que son los miembros de Jesucristo. Ese será el medio para que el divino salvador se encuentre a gusto entre ustedes, y mediante el cual


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