Arca e Ira. Miguel Andrés Rocha Vivas

Arca e Ira - Miguel Andrés Rocha Vivas


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desesperación contra la muralla de vidrio.

      A: Su paraíso, ¿no? Ese lugar rodeado de vidrio. Como las peceras de las presas expuestas en China y Corea ante la mirada babeante de los comensales. La miseria de un animal encerrado es espejo del egoísmo en que con frecuencia vivimos confinados los humanos, y mediante la cual nos vamos consumiendo cual reos a través de los barrotes de la auto-e-limitación.

      I: Nos volvemos mediocres, che. Insensibles. Derrotados a veces desde jóvenes si no conseguimos esos lugares de éxito y privilegio que la sociedad exhibe como medallas de oro para jugadores de alta competencia. Y cuando digo sociedad no me refiero necesariamente a la mirada de unas señoras y señores de la élite y la moralidad. Imagino entre otros a esos cantantes jóvenes de todos los géneros exhibiendo sus mansiones, autos y amantes de lujo con un mensaje común: fiesta incesante, exceso de los sentidos y afán de lucro: ya, ahora, ya y yo.

      A: Y aunque en todo hay excepciones, no les va tan bien a los cantantes que reciben likes tras mostrar en sus videos la realidad de la explotación sexual, laboral, biológica y animal. Y si los reciben ¿qué harán? Hay tantas ventanas y pantallas que nos aíslan y separan de la realidad…

      I: Cuando aún yo iba a zoológicos, vi un niño gorila que quería medir su mano con la de un niño humano a través de un frío ventanal. Su padre gorila se encontraba tendido a lo lejos con la mirada depuesta en el finito. Para el gorila nacido en reclusión parecía inexplicable por qué podía ver a otro niño y no podía tocarlo. El niño tampoco parecía entender y midieron manos.

      A: Una parábola para nuestros tiempos de deshumanización. ¿Cómo te sentiste?

      I: Sentís ira y ternura. Sentís deseo de romper esta ventana y ese muro... Necesitamos una capilla, ojalá la de la consciencia, en donde se exhiba en grande la imagen de las manos del niño gorila y del niño humano separados por un vidrio de seguridad… Necesitamos concientizarnos, pero sobre todo romper ese muro y repintar esa cúpula con imágenes y acciones de libertad… Necesitamos que cada uno viva libre en su propio lugar… Necesitamos ir más allá del lampiño dedo del hombre renacentista a punto de tocar tan sólo el dedo de Dios. Y disculpá que diga: tan solo: pero si no sentimos lo sagrado en nuestros parientes no humanos sellamos nuestra propia deshumanización. Te digo, che, que subiría en uno de esos andamios —sobre abismos como los que vos señalás— si pudiera pintar la escena de la unión trunca entre los homínidos y su posterior emancipación. Pintaría con sutileza la tensión propia del vidrio que nos separa; un vidrio como el usado para las visitas en las cárceles. Y lo pintaría muy agrietado para no caer en el idealismo de lo que aún no es del todo real.

      A: La gran mayoría de los zoológicos son cárceles. Primero se exhibió al hombre de piel negra y piel roja. Luego quedó el gorila y se tasó una boleta por el lobo herido y el puma sin colmillo. Además, si pagamos por verlos prisioneros es porque también somos prisioneros.

      I: En algún momento de nuestra adolescencia aceptamos que los zoológicos eran lugares de paso. Además, nos dijeron que el dinero recogido se usaría para salvar los animales en sus hábitats originales. En eso, che, ya he dejado de creer. O necesito más explicaciones, pero no definitivas sobre situaciones excepcionales. Zoológicos como el de Buenos Aires han sido sujetos de crítica hasta su cierre parcial y necesaria transformación aún en proceso. ¿En qué se convertirá? En muchas ciudades del supuesto primer mundo los zoológicos se anuncian en las guías de entretenimiento. Numerosos animales nacen, fallecen, e incluso enloquecen allí ante las miradas cómplices de los turistas locales y extranjeros. ¡Es un crimen!

      A: Las urbes suelen detentar actitudes de supremacía y control sobre los entornos en que se aferran… literalmente.

      I: No son sólo refugio para los miedos del hombre como señalaba Kusch, a quien me hubiera fascinado preguntarle sobre los animales.“¿Qué pensás, che?” —le diría.

      A: ¿Y qué le habrías preguntado?

      I: Decime: ¿A dónde crees que se fueron los felinos pintados en las piedras del noroeste y en las cerámicas de La Aguada? ¿Alguien vio unos pájaros lindos en la quebrada de Humahuaca, no sé si hace 500 o 100 años? Es que no han vuelto a volar sobre nosotros. ¿Viste algún colibrí con un pico como el del geoglifo de Nasca entre las flores que colgaban en tu casa de Maimará? Kusch se nos adelantó en el tren. Y respondería desde un jet celeste como el imaginado por Arguedas sobre la cordillera… Cada uno de nosotros tendría que responder. Pero, a propósito de los Andes, volvamos a tu historia: ¿lograron llegar al tren que los llevaría a Machu Picchu?

      A: Caminamos con nuestros amigos a través de un estrecho cañón alto-andino. Una familia de agricultores quechuas recién había cosechado una gran variedad de tubérculos. La diversidad de papas en los Andes es sorprendente; todo indica que allí se desarrollaron sus cultivos más antiguos, hace unos 8 a 10 milenios atrás. El taita de la familia nos invitó a acercarnos. Uno de mis amigos habló fluidamente con él en quechua. Hubo un intercambio de coca a la manera tradicional. Cada uno depositó las hojas en la chuspa o bolsa tejida del otro.

      I: El saludo andino mediante el intercambio de hojas de coca renueva hasta nuestros tiempos el sistema de trueque y reciprocidad. Desde esa perspectiva, nuestros saludos de besos en las mejillas les debe parecer raro, sobre todo cuando se da entre hombres. Cuando conocí a los comuneros quechuas y aymaras, en las islas del Lago Titiqaqa, me parecieron muy serios y distantes; claro, un extranjero en muchos casos siempre es sujeto de miradas de sospecha. Lo cierto es que el saludo con besos es un intercambio de gestos y emociones, pero no hay trueque en sentido estricto. Al menos en el sentido que le dan los pueblos de las Sierras.

      A: En el consabido apretón de manos nos hacemos sentir, pero no le damos al otro algo tangible. No hay un intercambio de un producto simbólico y comestible como la coca. El apretón de manos suele ser mucho más distante que saludos como el del beso, que en nuestro caso sólo es entre hombres y mujeres, y mujeres al saludar a otras mujeres cercanas, pero excepcionalmente entre hombres: al saludar a tu papá, un hermano o un niño cercano.

      I: Una vez me equivoqué y saludé a un recién conocido de otro país con un beso. El tipo me miró como si le hubiera pegado un puñetazo en la cara. En muchos países latinoamericanos el machismo ha dictado el deber ser no sólo de los hombres frente a las mujeres, sino de los hombres entre los hombres. En general se impuso que un hombre debe ser distante y firme ante los otros hombres manteniendo un tono de voz alta, mientras que debe ser mucho más táctil, cordial y próximo en el contacto con las mujeres. No está muy bien visto darle un fuerte apretón de manos a una mujer… incluso cuando se trata de negocios.

      A: Lo interesante es que ligado a ese machismo hay otro fenómeno que podría llamarse hembrismo o machismo a la inversa. Se trata de la típica mujer que quiere parecer un hombre al peor estilo del machismo. Ella hace lo posible por hacerse ver como un macho: hablar más duro que cualquiera, imponer sus puntos de vista y apretar muy fuerte las manos al saludar.

      I: Aunque también existe una versión mixta de esa mujer en la cual se combinan las actitudes imponentes del machismo con gestos ambivalentes de maternidad y de femme fatale. Ella es un tipo de mujer alfa o jefe, quien no estrecha la mano sino que sabe saludar con delicadeza al tiempo que las modulaciones de su voz oscilan entre el alto imponente del macho al ondulado seductor femenino. Depende, che, de lo que esté en juego.

      A: En el mundo indígena andino, como tú ya viste en el Titiqaqa, los roles de género están muy marcados. El intercambio de hojas de coca que presencié en el cañón andino vía Huchuy Qosqo fue, efectivamente, entre los hombres.

      I: Sí, la mina con quien viajé al Titiqaqa se atrevió a dejar hojas de coca en las chuspas de unos isleños cuando nos subimos a un bote. Algunos se rieron, otros se quedaron quietos mirando al piso. Pero ninguno le devolvió hojas de coca. Desde su óptica es violar una ley quizá como lo percibiría el policía que ve pasar un


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