La izquierda mexicana del siglo XX. Libro 3. Arturo Martínez Nateras
de 1993 una parte del país se durmió pensando que despertaría en el “desarrollo”. No fue así: el amanecer dio la hora zapatista. Comenzaba un día distinto, otra manera de concebir el paso de las horas.
Las comunidades indígenas no proponían el regreso a una arcadia perdida, una utopía del atraso. Reivindicaban agravios que venían de lejos, pero su misión era profundamente moderna. En la línea de pensamiento que va de Nietzsche a Agamben, el proyecto neoliberal del entonces presidente Carlos Salinas representó una esclavitud al presente, la reanudación de un ciclo donde nuevos talismanes —transferencias electrónicas, código de barras, “lápiz óptico”— actualizaban el mismo modo de dominación. La auténtica modernidad venía de atrás, venía de abajo. El primero de enero de 1994 no hubo nadie más contemporáneo que los indios de Chiapas.
¿Puede haber ruptura sin violencia? Cuando los zapatistas pidieron que los ayudáramos a no ser posibles para regresar a la noche de los tiempos de la que habían salido, no proponían desandar el calendario hacia el origen sino transitar de un modo diferente hacia el futuro. Se vulneraba el orden imperante, pero se declaraba de inicio que no había una búsqueda del poder. No se pretendía sustituir una dominación por otra, sino salir de ese círculo vicioso.
¿Qué hay a lo lejos, en la distancia que el Viejo Antonio señala con la mano? La construcción de otra forma de vida basada en la comunidad. Imaginar un modelo alterno de sociedad requiere de una pulsión utópica, pero no de una utopía. No estamos ante la desbordada fantasía de Charles Fourier, quien concibió El nuevo mundo amoroso donde los niños se disfrazarían de húsares para recoger la basura y el mar tendría sabor a limonada. El proyecto zapatista es asombrosamente real. La comunidad por venir ya está prefigurada en los “caracoles” o Juntas de Buen Gobierno que operan en los municipios controlados por el ezln. Ahí impera una relación social igualitaria, sin jerarquías preestablecidas, donde el “nosotros” predomina sobre el “yo”, una ética de valores compartidos. En este ámbito, el poder no es un fin en sí mismo sino un servicio que se rige por un lema dialéctico: “mandar obedeciendo”.
La política es la arena de los conflictos. En nuestra precaria democracia los partidos pertenecen a la industria de la confrontación. Su dinámica no se rige por la solución de carencias sino por la posibilidad de perpetuarlas. Si el conflicto se preserva, eso permite lograr alianzas, “amarres”, concesiones interesadas, nuevas promesas, programas con presupuestos adicionales para, “ahora sí”, superar los obstáculos.
Los partidos deciden el monto de sus recursos y no se someten a supervisión ciudadana alguna. Las elecciones no son para ellos oportunidades de cambio sino de rotación para acceder a los beneficios del poder. En la lógica partidista lo importante no es suspender la rifa de prebendas sino obtener boletos para la siguiente rifa.
Entre “gastos ordinarios” y el apoyo a las campañas, los partidos políticos mexicanos recibieron en 2015 la cantidad de 5 100 millones de pesos. Cada elección se disputa ese botín, que no deja de crecer. En esa rebatinga ninguna formación pide “no ser posible”. El ciclo no se rompe; se perpetúa con lemas intercambiables.
Hay diversos modos de estudiar lo que acontece. Podemos entenderlo conforme al decurso circular del mito (los sucesos regresan y se muerden la cola) o a la progresión lineal de la historia (el antes siempre está atrás).
En nuestra arena política ambos tiempos se confunden. Cada vez que se propone una reforma, se inventa una línea recta para que todo avance. Al final todo vuelve a ser como al principio. La hazaña social e intelectual del zapatismo consiste en concebir un tercer tiempo. Una parábola del origen contada por el Viejo Antonio refiere el momento en que los dioses se quedaron dormidos y el hombre tuvo que inventar su camino. Esto no significó pasar del mito a la historia, del recorrido circular a la flecha del tiempo, sino a algo más profundo que aún no se entiende en el México urbano, pero que los zapatistas ya comprenden.
“En el antes, no había después”, dice el Viejo Antonio. La idea de transcurso no existía. Los hombres crearon su camino para que pasaran las cosas. Ellos son los autores del tiempo.
¿Qué tan larga es esa travesía? “Cuando caminen bastante y alcancen a mirar su espalda, aunque sea de lejos, entonces ya acabaron”. Las palabras del sabio Antonio recuerdan la “negra espalda del tiempo” de Shakespeare, el reverso de las cosas, que nunca podremos ver porque la senda hacia allá es infinita.
¿Podemos salir de nuestra época? Ser contemporáneo implica cuestionarla; si todos lo somos, ¿podemos alcanzar el Antropoceno antes de que lo señalen los científicos; reconocer, como diría Magritte, que vivimos en una “duración apuñalada”?
“Mucho cuesta alcanzar el principio”, advierte Antonio. El camino para que pasen las cosas es largo, desconocido, difícil. Mandelshtam se preguntaba si las vértebras rotas de dos siglos se podrían soldar con sangre. En 1957 responde Octavio Paz:
Arco de sangre, puente de latidos
llévame al otro lado de esta noche
adonde yo soy tú somos nosotros
al reino de pronombres enlazados
El otro lado de la noche, la luz todavía invisible, es la comunidad: el reino de pronombres enlazados.
Hay una enorme resistencia a imaginar ese ámbito. Mi padre falleció el 5 de marzo de 2014. A partir de entonces se le han rendido numerosos homenajes. En la mayoría de las mesas redondas que analizan su pensamiento político suele aparecer un reclamo: el sagaz analista del presente era un mitógrafo del porvenir. Se aquilata su diagnóstico de una sociedad desastrosa, pero se considera iluso, “romántico”, desmesurado, que proponga otro mundo, aún inexistente o sólo vislumbrable en las pequeñas comunidades zapatistas. Esos críticos olvidan que la filosofía, de Platón a Agamben, pasando por Simone Weil, ha imaginado comunidades por venir.
El racionalismo como ideología —imperio de la meritocracia y los valores cuantificables— despoja a la imaginación de su carácter poderosamente real. La mayoría del pensamiento político contemporáneo es conservador en la medida en que se niega a concebir otra realidad; es decir, en la medida en que se niega a ser contemporáneo de su época, transformándola.
La anticipación de sociedades no pertenece a la ciencia ficción o a los futurólogos de la nasa; es algo próximo. Toda comunidad es particular; conjuga una lengua local.
Ivan Illich señaló que la guerra puede exportarse, pero la paz significa algo distinto en cada sitio. A propósito de la palabra shanti, que en hindi significa “paz”, señaló que no sólo se refiere al cese al fuego sino a una vida mejor. Esto entronca con la idea de “paz con justicia y dignidad” del ejército zapatista. No basta con no morir; hay que vivir bien. La construcción de ese entorno depende de las necesidades específicas de cada comunidad y sólo se logra desde abajo. En este sentido, toda paz genuina es vernácula. Estamos ante el tercer tiempo que busca el zapatismo; ni círculo ni línea recta: espiral, caracol.
La paz con justicia y dignidad es imposible de lograr en el globalizado universo de la pax oeconomicana, corporativa, que se funda en la pobreza de los muchos para lograr la riqueza de los menos.
El zapatismo no surgió para perpetuar de otra manera la arena de los conflictos; surgió para disolverla. ¿Es una utopía inalcanzable pensar que el Antropoceno, la era marcada por el hombre y la injusta sociedad que nos compete, requiere de respuestas radicales?
En 1995 entrevisté a Hermann Bellinghausen, poeta y corresponsal de La Jornada en la zona zapatista. Le pregunté cómo era posible que los pueblos originarios hubieran padecido tanta injusticia sin sublevarse antes de la aparición del ezln. Me contestó: “No es que no sean impacientes; lo son, y a tal grado que se levantaron en armas; lo que sucede es que su impaciencia dura mucho”. Para alcanzar otra comunidad primero hay que conquistar otro tiempo, una larga impaciencia.
“Nuestra espera es un homenaje silencioso”, dijo el subcomandante Galeano, citando a Marcos, al hablar de mi padre en Oventic el 2 de mayo de 2015. Hay que cambiar el calendario: “las horas que limando están los días, los días que royendo están los años”,