El vínculo primordial. Daniel Taroppio

El vínculo primordial - Daniel Taroppio


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una responde a estilos culturales, personales y de época.

      Desde la religión dogmática hasta el misticismo; desde el mito hasta la antropología; desde la magia hasta la ciencia, todas estas formas de conocer se desarrollan en distintos planos de evolución de la consciencia, pero responden a un impulso común: relacionarnos conscientemente con el Misterio, develar toda la verdad que podamos, desde nuestras limitaciones humanas.

      Si, tal como planteaba en la introducción, somos el Universo mismo expresándose, es imprescindible respetar todas estas formas de expresión acorde con las posibilidades y limitaciones biológicas, personales y socioculturales de cada época.

      Al parecer, al Universo “le gusta expresarse y reconocerse” de dos formas básicas. Como iremos aclarando, la ciencia constituye la exploración externa de las partes y de la relación que mantienen entre sí, mientras que la espiritualidad constituye la exploración interna que procura brindarnos la captación inmediata de la totalidad. ¿Qué relación tienen la presión atmosférica y la temperatura con el comportamiento de los vientos?, se pregunta el meteorólogo. ¿En qué se relacionan estos síntomas con este virus?, se pregunta el médico. ¿Cómo se relaciona la consciencia con el inconsciente?, se pregunta el psicólogo. ¿Cómo puedo encontrar la quietud y el silencio necesarios para percibir la totalidad más allá de mi alienación como parte?, se pregunta el místico.

      Por esta razón, cuando la ciencia descalifica las percepciones internas, por el mero hecho de que no pueden ser medidas ni pesadas, o cuando la religión procura legislar sobre la naturaleza material, se traicionan a sí mismas y pierden su camino.

      Desde esta mirada, una persona no es religiosa por el mero hecho de “creer” en un dios por el cual es capaz de salir a matar o morir. La religiosidad no pasa por el mero cumplimiento de un código, la aceptación de un dogma o la práctica repetitiva y desvitalizada de un ritual que muchas veces ni siquiera se comprende. Considero que la religiosidad humana se manifiesta en dos ámbitos fundamentales: la cualidad de la relación que una persona mantiene con sus semejantes y con las dimensiones inconmensurables de la realidad en que vive, es decir, con el Misterio.

      Es muy poco importante el nombre que yo le atribuyo a lo que no puedo explicar, a lo que me trasciende, me arroba y me supera inevitablemente. Lo importante es cómo me relaciono con Aquello que trasciende todo nombre, simbolismo o dogma, y con sus manifestaciones particulares: mis semejantes, las otras especies, la naturaleza, el planeta. “Quien no me encuentre en mis hermanos no me encontrará en ningún lugar…”.

      El Misterio puede ser honrado, negado, odiado, despreciado, respetado, investigado o adorado. Y es esta relación que mantengo con lo inefable, con lo que está siempre más allá de lo que puedo contener en mi mente y que al mismo tiempo me constituye, lo que determina mi religiosidad o mi falta de ella.

      La religiosidad no es cuestión de teísmo o ateísmo; ese es un problema mítico, no espiritual. Si lo inexplicable me produce arrobamiento, me inspira un respeto reverencial y me incita a explorarlo hasta las últimas consecuencias, entonces soy una persona religiosa. No importa si esa dimensión se encuentra en los confines de mi ciencia empírica, de mi labor de servicio, de mi relación con mis seres amados o de mi camino espiritual. Si concibo una realidad que me trasciende y a la que quiero comprender, pese a que acepto que nunca la podré abarcar por completo, entonces mi vida es religiosa. Si creo ciegamente en un dios por el cual envío a miles de jóvenes a la muerte cada día, entonces no soy una persona religiosa, aunque participe de ritos y me declare así públicamente.

      Cuando el gran epistemólogo Karl Popper (un llamado positivista) afirmaba que la búsqueda de la verdad describe una curva asintótica, es decir, una curva que está cada vez más cerca de aquello a lo que pretende alcanzar, pero que nunca lo alcanza, estaba realizando, a mi criterio, una afirmación religiosa. Es decir, es la afirmación de un hombre que buscó incansablemente re-ligarse con la verdad, con el sentido de las cosas, con la naturaleza del Universo y del pensamiento humano. Puede ser considerada una declaración atea o teísta, espiritual o materialista, pero en todo caso, desde mi mirada, es religiosa, pues se ocupa de la necesidad de re-ligar lo que parece estar separado.

      En este espíritu integrador, que trasciende categorías que sólo disocian y alienan, se basa este trabajo. Con este espíritu iniciaremos una búsqueda “asintótica”, pero firmemente determinada, que nos lleve a una descripción simple y práctica de la Dimensión Primordial y de su presencia en nuestra vida cotidiana y, especialmente, en nuestras interacciones personales. Muy poco importa el nombre con que lo llamemos, esencialmente seguirá siendo “Lo innombrable”. Por ello, a fin de no encasillarme dentro de ninguna mitología y, al mismo tiempo, para no dejar fuera otras, me referiré a Aquello como Lo Primordial, asumiendo todas las limitaciones y contradicciones que cualquier palabra conlleva a la hora de acercarnos a esta dimensión. Y considero oportuno aclarar que al escribir Primordial con mayúscula (tal como lo hago con las palabras Cosmos, Fuente, Universo y Ser) no estoy afirmando ni negando que se trate de una realidad de carácter personal, sino simplemente evidenciando el profundo respeto que siento ante el Fundamento de la existencia.

      En tanto fuente de toda creatividad, de todo cambio, Lo Primordial se evidencia en ámbitos pre-lingüísticos, para-lingüísticos, lingüísticos y trans-lingüísticos. Es decir que se manifiesta dentro, al costado, mediante, más acá y más allá de las palabras. Por ello, el discurso exclusivamente racional y el intercambio exclusivamente verbal no alcanzan para abordar esta dimensión. Obviamente, aquello que está más allá de las palabras está, por ende, más allá de nosotros, en cuanto seres lingüísticos. Si no podemos nombrarlo, no podemos pensarlo. Por esta misma razón, los místicos de todos los tiempos lo han denominado “lo inefable” y han respondido a la pregunta sobre Dios con la elocuencia del silencio.

      Para decirlo de otro modo, es preciso integrar, a nuestro habitual modelo de conocer, la que denomino una epistemología femenina, en la cual, además de preguntarle a la realidad e investigarla invasivamente, podamos abrirnos a ella, dejarla que nos cuente sus misterios y nos impregne de su aroma esencial. Sólo en una cultura alienada como la nuestra pueden entrar en conflicto el discurso y la escucha, el análisis y la meditación.

      Ante una mirada inocente es muy difícil


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