Hinault. William Fotheringham

Hinault - William  Fotheringham


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M. Le Roux tenía ya setenta; esa fue la diferencia. Ambos lo hacían bien. La visión de M. Le Roux era excelente, siempre y cuando siguieras siendo aficionado; pero, en todo caso, tampoco es que estuviera mal encaminado. El contrapunto entre ambos era que M. Le Roux se centraba en practicar deporte [en general], mientras que Cyrille se centraba en competir.

      Para dos hombres con la reputación —de la que estaba claro que ambos disfrutaban y alimentaban— de ser unos bretones «cabezas de mula», Guimard e Hinault resultaron ser sorprendentemente pacientes el uno con el otro durante sus primeros años juntos. Hinault podía parecer inmaduro, pero demostró una paciencia impropia de alguien de su edad al adherirse al plan que su nuevo director había diseñado para él. Durante la temporada de 1976 se dedicaría a carreras menores, sobre todo carreras de escala media del calendario francés como la París-Camembert y el Tour de l’Aude, sin participar en las grandes carreras como la Dauphiné Libéré. Al mismo tiempo comenzaría su participación en clásicas de un día para familiarizarse con sus trazados; en 1977 subiría un escalón y competiría en estas carreras y, además, en la Dauphiné y el Gran Premio de las Naciones. En 1978 afrontaría la Vuelta y el Tour de Francia: para ganarlos. Comparado con el plan de Stablinski, que parecía el disparo de una escopeta de perdigones, el contraste era radical.

      Guimard también demostró tener paciencia con un joven que estaba, todavía, reconociendo el suelo que pisaba. El equipo Gitane realizó una concentración a principios de 1976, justo después de que Guimard tomara el timón; Hinault se presentó con doce kilos de sobrepeso tras haberse abandonado durante el invierno; según él mismo admitiría, se había pasado los meses que estuvo sin competir dando de comer a Mickael, haciendo jardinería y cortando leña. Aunque Guimard se acababa de retirar estaba en plena forma, tras completar la temporada de ciclocrós, y podía pedalear junto a sus pupilos durante los entrenamientos. Intentaba dejar a Hinault de rueda en las subidas, luciendo, por lo general, una sonrisa sarcástica y realizando algún comentario o gesto burlón —por ejemplo, inflando las mejillas como si fuera un hámster— mientras que el rollizo jovenzuelo iba perdiendo metros. Eran trucos psicológicos básicos que buscaban provocar el carácter combativo de Hinault: Guimard no pretendía ridiculizar a su ciclista, solo lo desafiaba, pues sabía que este respondería. «Si hubiera pensado que lo hacía con mala idea podría haber mandado todo al infierno: podría haber dejado el ciclismo», diría Hinault más tarde.

      Hinault llegó tarde a la primera salida de entrenamiento, Guimard le echó la bronca e Hinault refunfuñó «ni que estuviéramos en el ejército». Una vez más, el director deportivo dejó correr el asunto y se limitó a explicarse: si hubiera sido al revés y hubiera sido otro compañero el que hiciera esperar a Hinault, este no se lo habría tomado bien. Le advirtieron que si volvía a suceder tendría que entrenar a solas. Todo esto marcó el tono que seguiría su relación al principio: Guimard dictaba lo que debía hacerse e Hinault cedía, casi siempre; en ocasiones de mala gana. Sin embargo, a menudo acababa comprobando que Guimard estaba en lo cierto, como en el Gran Premio de las Naciones de aquel año, cuando el director insistió en que su pupilo realizara un calentamiento de ochenta kilómetros por la mañana. Pese a que Hinault no quería hacerlo acabó dándole buen resultado, así que aquello se convirtió en parte de su rutina.

      La evolución de Gitane como equipo durante 1976 fue muy lenta, dado que Guimard todavía estaba rodeado de los ciclistas que había fichado Stablinski. Por fortuna para Hinault, entre esos ciclistas se encontraba el belga Lucien Van Impe, quien disputaba su séptima temporada enrolado en el equipo. Van Impe era todo lo contrario al joven francés, un ciclista conservador que aspiraba a éxitos más factibles, como los premios de la montaña y las victorias de etapa, y no tanto a apostarlo todo a espectaculares ataques en la montaña. Tenía tal aversión a asumir riesgos que Guimard tuvo que amenazarlo, prácticamente, para que desencadenase el ataque con el que consiguió la victoria en el Tour de 1976; pero gracias a su presencia en el equipo Guimard pudo mantener a Hinault por debajo del radar durante más tiempo.

      Al igual que cuando Hinault comenzó su alianza con Robert Le Roux, había que canalizar la energía física y actitud combativa del bretón; le producía un malévolo placer atacar cuando los veteranos querían tomarse un respiro, pero Guimard se aseguró de que no hiciera movimientos de este tipo por el mero placer de fastidiar a sus colegas. «Si tenemos en cuenta su edad y su mentalidad atacante, su personalidad y su inmensa fuerza de voluntad, estaba claro que debía manejarlo con mucho cuidado, hacerle comprender sus objetivos», decía Guimard. «Me enseñó a competir», concedía Hinault. «Yo saltaba detrás de todo aquel que se pusiera en cabeza, lo que provocaba que llegara al final de las carreras agotado, tras haber malgastado todas mis fuerzas en todo tipo de esfuerzos vanos. Cyrille me hizo comprender rápidamente que no tenía que salir detrás de cada ataque. “Tienes que esperar al momento adecuado… Cuando decidas atacar podrás hacerlo invirtiendo todas tus energías en un gran movimiento, no como cuando haces diez pequeños esfuerzos. Y así verás cómo te vas en solitario, siempre”».

      Aquel mayo Hinault logró tres carreras en diez días: el Circuit de la Sarthe por segunda vez consecutiva, la carrera de un día París-Camembert —una victoria en solitario en Vimoutiers escapándose en el Mur des Champeaux, manteniéndose por delante del grupo perseguidor por apenas doce segundos— y otra victoria en una carrera por etapas, el Tour d’Indre-et-Loire. Su versatilidad era similar a la de Eddy Merckx cuando este era joven. Disputaba a Jacques Esclassan, el mejor esprínter francés del momento, los esprints en grupo, quedando, normalmente, entre los tres primeros. Logró la contrarreloj del Tour d’Indre-et-Loire con una velocidad media por encima de los 44 km/h, derrotando a Roy Schuiten. Guimard prefirió mantenerlo alejado de la Dauphiné; en su lugar corrió y terminó tercero en la Midi Libre y ganó el Tour de l’Aude. Más tarde, en aquella misma temporada, añadió el Tour du Limousin. Eran carreras de segunda categoría, pero para ser su segundo año como profesional, fue una temporada prolífica en éxitos; los suficientes como para que consiguiera el Prestige Pernod, primero de sus siete consecutivos. Con veintiún años ya se había convertido en el mejor profesional francés de la temporada.

      La relación entre Guimard e Hinault no siempre fue como la seda: eran dos personas que nunca se callaban lo que pensaban. Hinault estaba muy lejos de ser un ciclista maduro, mientras que Guimard estaba aprendiendo a mover los hilos como director deportivo. En 1977, su segunda temporada bajo el mando de Guimard, Hinault seguía marchándose a la francesa, como había hecho con Stablinski. Fue uno de los tres ciclistas del Gitane que desaparecieron en el Tour de Flandes de aquel año porque no querían jugarse la cara en el pavés, bajo la lluvia y el frío. Uno de ellos, Roland Berland, ni tan siquiera salió de su habitación en el hotel; Hinault y el otro, Jean Chassang, por lo menos se dejaron ver en la plaza de Sint-Niklaas para la salida, pero no se molestaron ni tan siquiera en ponerse las zapatillas de ciclismo. Apenas doscientos metros después de pasar la línea de salida Hinault se dio media vuelta, pedaleó hasta su coche y se fue a Bretaña, todavía vestido de ciclista. Guimard —consciente, seguramente, de que aquello era un motín en el que no solo estaba involucrado uno de sus ciclistas, sino tres— no dudó en mandar a Hinault una carta registrada dos días más tarde en la que le advertía de manera formal por su conducta.

      Si aquella carta buscaba provocar una reacción en Hinault —y es más que probable que así fuera, dada la habilidad que tenía Guimard para saber qué teclas debía tocar— tuvo el resultado deseado diecinueve días después. En la Gante-Wevelgem, al igual que pasó en Vimoutiers un año atrás, Hinault logró una victoria en solitario valiéndose de sus habilidades contrarreloj, a pesar de un error que cometió su mecánico, que no le había cambiado el desarrollo tras la París-Roubaix, llana como la palma de una mano, que se había celebrado dos días antes. Hinault se dio cuenta de que llevaba un desarrollo mayor, pero tenía ya la suficiente experiencia como para reconocer el momento en el que el pelotón comenzó a dudar, a treinta kilómetros de meta, sin nadie dispuesto a tomar la iniciativa. «Atacó al pasar por Menen, en una carretera lisa como una tabla, volvió a atacar cuando se le acercaron y se mantuvo al frente hasta que comenzaron el esprint por detrás», recordaría Barry Hoban. El pequeño grupo perseguidor incluía a experimentados clasicómanos como Walter Godefroot y André Dierickx, además de dos futuros campeones del mundo como Gerrie Knetemann y Jan Raas. Pero ninguno de ellos tenía


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