Hinault. William Fotheringham
gran pelea, según Hinault. «No me preocupaba demasiado que me pudiera poner de patitas en la calle, porque yo estaba a punto de arrojarlo por la ventana».
Hinault terminó la carrera y tomó el primer tren a casa desde Avignon, para estar junto a Martine mientras ella se preparaba para el nacimiento de su primer hijo, Mickael. Las semanas que pasaron alrededor del nacimiento coincidieron con un enorme bajón, motivado por la emoción del momento y su paupérrima relación con Stablinski. Su director estaba furioso ante la desobediencia del joven, quien, por su parte, estaba a punto de rendirse. «Mentalmente estaba destrozado. No era capaz de hacer nada y, desde luego, mucho menos de montar en bicicleta», dijo Hinault.
Participó en los campeonatos nacionales de Francia poco después de que naciera Mickael, sin haber entrenado nada; prosiguió con la Étoile des Espoirs, donde tuvo un papel más discreto que el del año anterior y se fue al suelo en la última curva de la contrarreloj, lesionándose la rodilla. En el Gran Premio de las Naciones corrió con la rodilla infiltrada y tuvo que superar un inmenso dolor para terminar sexto, superando a Raymond Poulidor y poniéndose cuarto en el Prestige Pernod, la clasificación anual por puntos que designaba al mejor profesional francés.
Con el beneficio que da mirar las cosas con los ojos del que ha vivido treinta años más, Hinault se muestra más templado a la hora de explicar lo que sucedió. «Me llevaba bien con Stablinski, pero nunca estábamos de acuerdo. Él quería ver cómo me las apañaba en todas las carreras, porque lo estaba haciendo bien, pero yo no quería seguir así. No puedo decir que conociera bien a Stab, porque tan solo estuvimos juntos durante una temporada; todo lo que sé es que cometía el error de pensar que todos los ciclistas estábamos hechos a su imagen y semejanza. Demandaba resultados inmediatos, y yo tenía la cabeza puesta en el largo plazo».
Llegó al típico callejón sin salida. Hinault no podía continuar con Stablinski, pero ¿dónde podía ir? Había contactado con el equipo GAN —patrocinado por el Groupe Assurance Nationale—liderado por Poulidor; pero este equipo estaba estructurado alrededor del veterano. Cuando llegó el momento de la clásica que ponía punto y final al calendario francés, la París-Tours, entró en escena el hombre: Cyrille Guimard, el feroz esprínter con rodillas de cristal que en aquel critérium en Camors había llamado al orden a Hinault. Guimard estaba a punto de retirarse con apenas veintiocho años y le habían pedido que tomara el control del Gitane, que, a su vez, había sido comprada por Renault. Y Guimard quería a Hinault. «Me preguntó “si tomo las riendas de Gitane ¿te quedarás?”. “Si eres tú quien lo dirige, sí; mientras sea Stab, no”. Me dijo que lo más seguro era que se hiciera cargo del equipo. Yo había corrido con él, tenía cierto conocimiento de su manera de ser, comprendía su manera de ver las cosas. Y eso me resultaba interesante; y, además, comenzó a contarme el plan que tenía para mi carrera».
Guimard no era una persona que cayera bien a todo el mundo. No era alguien a quien todo el mundo en el ciclismo francés quisiera, ni tampoco se mostraba particularmente cercano al resto de directores deportivos —por ejemplo, Sean Kelly recordaba que no se llevaba bien con Jean de Gribaldy, un habitual del circuito hasta mediados de los 80— y su intransigencia le hizo convertirse en algo parecido a un extraño en este mundo. Y todavía sucede. Sigue siendo una figura ligeramente remota, con algo de distante, propenso a sentar cátedra cada vez que habla. Como ciclista, Guimard era enérgico, creativo, pero su cuerpo no estaba hecho para seguirle en el intento. Un rival recordaba que «solíamos llamarlo “la pequeña rata” por lo perspicaz y listo que era; físicamente no era gran cosa, pero podía lograr mucho con muy poco. Y entonces puso su cerebro a trabajar al servicio de Hinault». Joop Zoetemelk, quien corrió con Guimard coincide: «En cuanto a potencial físico era muy poca cosa, pero sabía sacar el máximo partido a lo poco que tenía».
Guimard tenía una serie de cualidades clave que le permitieron fomentar una relación con Hinault. Para empezar, también era bretón. Había comenzado su carrera con una falta de respeto hacia el orden establecido similar a la de Hinault. Tenía una manera de pensar innovadora y era muy ambicioso. Al igual que Robert Le Roux tenía un carácter tan fuerte como el del hombre de Yffiniac. Su apodo, Napoleón, o Le Petit Chief [Jefecito], le venía como anillo al dedo; y en cuanto a creencia en sus virtudes, era idéntico a su joven pupilo. Su contrato como director deportivo de Gitane incluía algunas cláusulas poco convencionales: durante el primer año recibiría el salario mínimo, dado que no tenía ni idea de sus posibilidades de éxito, y comenzaría a trabajar después del Mundial de ciclocrós, a comienzos de 1976, donde puso punto y final a su carrera con una cuarta plaza, después de haber conseguido el campeonato francés dos semanas antes.
Estaba decidido a mantener a Hinault en su equipo. «Cuentan con un futuro ganador del Tour, [pero] tienen que apresurarse a conseguir su firma», le dijo Guimard a sus jefes cuando estaban negociando. «Con él, cualquier cosa es posible, pero no lo tendremos nada fácil si durante los siguientes años nos lo encontramos como rival». Ya se había fijado en Hinault mucho antes de que pensara en convertirse en director; lo había visto dominar un encuentro en pista amateur en Saint-Brieuc y había presenciado sus ataques «de perro loco» en primera línea, como los de la Étoile des Espoirs y la París-Niza. Guimard veía en Hinault la misma cualidad que le había llevado a él mismo, años atrás, a acosar sin piedad a Merckx desde el mismo momento en el que pasó a profesional: «ausencia de complejos», como ambos lo denominan siempre.
«Era obvio. Hinault sería uno de los grandes en el futuro», decía Guimard. «Yo lo sabía. Estaba seguro. Había corrido la Étoile des Espoirs con él y lo había visto, me di cuenta. Recuerdo ponerme a su lado y decirle que se calmara un poco, que si seguía gastando fuerzas saliendo a cada intento de escapada se estaría pegando un tiro en la sien. Era agresivo, demasiado. Era un purasangre como ningún otro que me hubiera encontrado. Solo hacía falta un poco de tiempo para pulirlo».
Con apenas veintiocho años Guimard fue uno de los directores deportivos más jóvenes que el ciclismo hubiera visto, más joven que muchos de sus ciclistas y toda una excepción entre los gestores de equipos. Al igual que sus colegas, era un exciclista reconvertido en director, solo que en su caso se había visto obligado a bajarse de la bicicleta cuando todavía era relativamente joven. Sus problemas de rodilla habían cercenado sus ambiciones como ciclista, con lo que podía pensarse que tenía algo que demostrar. Su intención, como cuenta en sus memorias, era proporcionar a sus ciclistas ese apoyo que a él le hubiera gustado tener cuando competía. No quería ser un director que no tratara con sus ciclistas, porque «desde el comienzo de los tiempos los ciclistas han sido seres frágiles —mucho más de lo que la gente creería— y necesitan apoyo, consejo, que los apacigüen, los guíen y, sobre todo, que los incluyan en la vida del equipo». Hinault describe que durante los primeros días Guimard no mostraba la actitud que mostraría un compañero ni tampoco la de un jefe, sino más bien la de otro ciclista, casi como el capitán de ruta, un profesional veterano que te daba consejos… solo que en su caso conducía el coche del equipo.
Guimard realizaba sus fichajes con mucho cuidado: las posibles incorporaciones eran invitadas a una concentración y después escuchaba las opiniones del resto del equipo sobre esas posibles llegadas. Si ese aspirante no encajaba, quedaba descartado, por muy impresionantes que fueran sus habilidades físicas. «Muy inteligente», opinaba Greg LeMond; «Un hombre con ese toque a lo Alex Ferguson», decía David Millar, uno de sus últimos fichajes. Guimard tenía su lado excéntrico y ominoso, como recordaba Fignon en un episodio de su carrera. «Durante la primera concentración Guimard se puso frente a todo el equipo. Parecía mucho más serio de lo habitual. El silencio era sobrecogedor. El jefe estaba a punto de decir algo. Y, de repente, lo que dijo nos dejó boquiabiertos: “Al que pille con un ligue en la habitación lo echo a la calle, tout de suite”. En seguida comprendimos que, en realidad, jamás había echado a nadie por haberlo encontrado con una chica en su habitación. Tan solo nos estaba soltando un disparo de advertencia».
«Era el joven con la mente más brillante de aquel momento», dice el escritor francés Jeff Quénet. «Fue el primer director deportivo en introducir la planificación. Antes que él, todo se reducía a “entrena y compite tanto como yo quiera”, pero Guimard redujo los días de competición y enfocó el trabajo de sus ciclistas a objetivos bien delimitados».
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