Shakey. Jimmy McDonough

Shakey - Jimmy  McDonough


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pantalla que tenía delante, con un refresco en una mano y el mando en la otra, no le quitaba ojo a un torneo de tenis. Dado que estaba de espaldas a la puerta y que tenía la tele a todo volumen, le pregunté alzando la voz que cómo se había percatado de mi presencia. Sin desviar la mirada del partido, Rassy me indicó con el pulgar el lugar de la repisa de la chimenea donde tenía instalado su particular sistema de seguridad: un retrato enmarcado de la familia de Neil colocado en el ángulo exacto para que pudiera ver el reflejo de cualquier intruso que invadiera la entrada de su casa.

      «Astuto, ¿eh?», dijo Rassy, haciendo énfasis en el «eh» como una canadiense de pura cepa. Me acordaría de Rassy más adelante, cuando Neil me comentara lo seguro que se sentía en su barco cuando se cruzaba con desconocidos en alta mar. «Tú los ves antes de que te vean ellos a ti; y además, vengan por donde vengan», decía entusiasmado.

      Rassy vivía sola. Su tormentosa relación de diecinueve años con Scott Young, el padre de Neil, tocó a su fin en 1959 y nunca se volvió a casar. «El matrimonio no me interesa en absoluto, da demasiados quebraderos de cabeza. Yo me organizo la vida como quiero.» Rassy era una mujer orgullosa y, a pesar de que ya habían transcurrido más de treinta años desde aquella ruptura, aún tenía fresca la humillación sufrida; Rassy jamás le perdonaría a Scott tal traición, ni siquiera al final de sus días.

      Los últimos años no la habían tratado bien. Rassy, una mujer independiente y terca, había sido una apasionada del golf y de la caza, pero ahora un cáncer la mantenía confinada en la butaca del salón. Desde allí observaba el declive paulatino de su jardín y veía pasar de largo los pájaros a los que tanto le gustaba dar de comer. «Ya no hago nada, puñetas», dijo con un suspiro. «De vez en cuando empiezo a hacer alguna cosa, pero me quedo a medias y soy incapaz de acabarla, y eso es algo que no puedo soportar.» Rassy aseguraba no tener miedo a la muerte. «Me incinerarán y me echarán a la basura. Ya lo tengo todo pagado», dijo riendo. «Cuatrocientos ochenta y cinco dólares; es el alto precio que hay que pagar por morirse.»

      Hacía ya unas cuantas décadas que Rassy había abandonado Winnipeg para instalarse en Florida, en este modesto bungalow de New Smyrna Beach, que, al igual que Rassy, no era ningún derroche de lujo; no había más que unos muebles austeros y unos cuantos cachivaches llenos de polvo. Neil le había comprado aquella casa a su madre y corría con los gastos de por vida, y no hacía falta mirar mucho para sentir su presencia. La pared del salón estaba repleta de sus discos de oro; sobre una mesa cercana a la butaca de Rassy, reposaban cubiertos de polvo los casetes que el archivista Joel Bernstein había recopilado expresamente para ella años atrás, donde quedaba patente el eclecticismo del que Rassy hacía gala a la hora de elegir sus temas favoritos del catálogo de su hijo. Por ejemplo, «Sedan Delivery», un demoledor tema roquero que, para desgracia de sus ancianos vecinos, disfrutaba escuchando a todo trapo cuando lavaba el coche.

      Las frases de Rassy iban salpicadas con toda una letanía de exclamaciones del tipo «¡Mecachis!» o «¡Recórcholis!» y aderezadas con un léxico repleto de atentados lingüísticos, como «sotedero» en vez de sótano o «tornamentas» en vez de tormentas. Al género country/western lo llamaba «la música de las vacas». Rassy era capaz de maldecir como un camionero y de beber como un cosaco. Desde que tuvo que renunciar a sus adorados cigarrillos Black Cat Plain —una marca canadiense especialmente alta en nicotina— a Rassy solo le quedaban los vicios líquidos. «¿Qué haría yo sin Coca-Cola?», se preguntaba mientras abría lata tras lata. En algún momento de la tarde, más bien temprano, la Coca-Cola siempre acababa cediendo el puesto al whisky canadiense con agua. «Bueno, ¡si no me tomo una copa me va a dar algo!», gritaba mientras iba rumbo a la cocina arrastrando los pies. El hecho de que yo fuera abstemio no hizo sino aumentar su desconfianza.

      «Dejad paso a la madre del artista», espetaba autoritaria en los conciertos de su hijo, regañando al primer pringado del backstage que pillaba porque no le habían traído una cerveza. Nadie se libraba de la ira de Rassy. Hay camareras en New Smyrna Beach que todavía tiemblan al recordar la experiencia de servirle un filete. Tenía fichados a todos sus vecinos, pues cada uno de ellos parecía hacer algo que le molestara.

      Hoy tenía pensado delatar a un colega de su quinta por haber regado el césped durante el período de racionamiento de agua y amenazaba a otra pobre desgraciada por no ocuparse como era debido de un montón de leña rebelde. «Vaya con la pánfila de la vecina de al lado; menudo criadero de ramitas se ha montado», dijo Rassy con un carraspeo, mientras observaba desde la ventana trasera el inofensivo montón de leña. «Me pone de los nervios.»

      Una dama de armas tomar, aunque tras esa apariencia de bulldog se ocultaba un alma sensible. «Rassy era una señora», comentaba Nola Halter, una de sus amigas íntimas. «Sus modales eran impecables; cada vez que nos juntábamos, luego siempre acababa llamando por teléfono o enviando una nota o algún regalo. Rassy siempre tenía en cuenta a los demás. No por soltar improperios a mansalva una deja de ser una señora. Yo le tenía mucho aprecio y la entendía bien. Había mucha gente que no, pero a Rassy le importaba un bledo.»

      A Rassy también le importaba un bledo el biógrafo de su hijo; eso le quedó clarísimo a cualquiera que estuviera lo suficientemente cerca como para oírla cuando me marchaba de New Smyrna Beach. Habida cuenta de la precariedad de su salud, hablar con ella fue lo primero que me apresuré a hacer nada más empezar este proyecto. Hasta ese momento la única información sobre la infancia de Neil de la que disponía procedía del libro que había escrito su padre en 1984, Neil and Me. Rassy sacó el libro a colación nada más llegar, sin parar de quejarse, enojada, de su falta de veracidad. «Todo está mal. Hice que Scott sacara muchas cosas del libro; le dije: “O lo sacas o te demando”.» Cuando le pregunté acerca de determinados pasajes en un intento por esclarecer la verdad, también amenazó con demandarme a mí. «Me niego a seguir hablando de ese libro», me decía, pero diez minutos después ya estaba despotricando otra vez…5

      Tampoco se libraban de su sarcasmo los pretenciosos colegas músicos de Neil. «Un día David se cabreó conmigo. Me dijo: “Ya estoy harto de que la gente me pregunte ‘¿Eres David Crosby?’”. Y yo le solté: “Pues diles que eres Eric Clapton”. Señor, cómo se puso el tío; todavía me acuerdo de la cara que se le quedó. Eso pasa por preguntar sandeces…», dijo entornando los ojos. Hasta su hijo el famoso era víctima de los comentarios cáusticos de Rassy, como así lo demuestra su crítica de «Mother Earth», un tema eléctrico en solitario que Neil había tocado recientemente en «Farm Aid, Band Aid, o como puñetas se llame eso. Neil tocó ese tema para mí y me quedé horrorizada. La guitarra sonaba a Jimi Hendrix interpretando el himno nacional de Estados Unidos», dijo Rassy poniendo cara de bulldog estreñido.

      «Le dije a Neil que no se entendía nada. Sabía de sobra que lo había hecho a propósito; no tiene ningún sentido escribir una canción con mensaje si te dedicas a distraer a todo el mundo con el barullo de la música. Eso no es música; de ninguna manera.»

      Estando yo allí, Neil llamó por teléfono y justo antes de colgar dijo: «Dile a mi madre que la quiero». Yo me apresuré a transmitir el mensaje, pero, si se enteró, Rassy hizo como si nada. Parecía codiciar cualquier tipo de información sobre su hijo que yo le pudiera proporcionar y trataba de mofarse de todo el misterio que le rodeaba. «Neil es capaz de desaparecer mientras parpadeas», me dijo. «Y la mitad del tiempo me recuerda a un montón de gente, tanto que me parto de la risa. Tengo por aquí una foto en la que jurarías que es John Davidson».

      Neil se mostraba tan esquivo con su madre como con cualquiera, pero cada vez que yo miraba a Rassy a los ojos, veía a Neil. Madre e hijo poseían esa misma mirada fija y tremendamente penetrante que, cuando se clavaba en tus ojos, parecía hacerte una breve autopsia del alma. Nadie apoyaba a Neil como lo había hecho su madre, y él era un hijo ejemplar y diligente; pero Rassy podía llegar a agotar. Como bromeaba Scott de manera cariñosa: «No es casualidad que Rassy viva en Florida y Neil en California».

      Nacida el 16 de octubre de 1918, Edna Blow Ragland era la más joven de tres hermanas muy audaces e independientes —Virginia, Lavinia y Edna—, a quienes su padre apodó Snooky, Toots y Rassy, respectivamente. «Yo era una malcriada», recordaba Rassy. «Me dedicaba a jugar al golf, al tenis y a nadar, y a ir por ahí con el coche y pedirle


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