Rescate al corazón. María Jordao

Rescate al corazón - María Jordao


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que visita el oeste cada verano. Además, hemos oído que una tal Danielle Langton vendría en estos días así que solo es cuestión de encajar las piezas.

      —O sea, que todo esto ya estaba planeado para poder robarme —dijo , pensativa.

      —Eso es y la verdad, que todo ha salido a pedir de boca.

      —Pero no creo que tenga suficiente en mi equipaje que pueda serle útil. Mis joyas son escasas y no obtendría casi nada por ellas. Llevo poco dinero también.

      Mentía en lo de las joyas con la esperanza de que no se las quedaran, pues valían una pequeña fortuna. Pensó en el broche de oro blanco que tenía en el interior del chal que llevaba puesto y atado a la espalda. Si lograba esconderlo, podría salvar lo único que le quedaba de valor.

      —Puede haber otra forma de obtener más dinero, preciosa —dijo el hombre de negro enseñando su perfecta y blanca dentadura.

      Se preguntó cómo. No tardó en saber la respuesta.

      —Nos la llevaremos, servirá para pedir un rescate al viejo Langton. —El hombre de negro se dirigió a sus dos acompañantes y seguidamente la cogió por la cintura, la montó en su caballo con él detrás y se fueron rumbo hacia no sabía dónde. Diana había escuchado toda la conversación y cuando oyó que los caballos se alejaban, salió del coche como pudo. No podía creer lo que había ocurrido allí. Hacía quince minutos estaba feliz de que casi habían llegado a casa y ahora estaba sola en medio del desierto, con el cochero inconsciente, quizá muerto, y su amiga secuestrada. Sentía ganas de llorar, pero no podía hacerlo. Ahora tenía que ir en busca de ayuda para Danny. Fue ir a lado de John e intentó despertarle. No se movió y temió lo peor. Lo zarandeó más fuerte y él, entonces, emitió un gemido. Abrió los ojos poco a poco y enfocó la cara de Diana. Se tocó la cabeza y vio la sangre. Intentó levantarse, pero se mareó y se tumbó otra vez.

      —¿Qué ha pasado? —preguntó.

      —Unos forajidos nos atracaron. El coche volcó y usted debió de perder el conocimiento al golpearse la cabeza. ¿Se encuentra bien? John miró a Diana y vio temor en sus ojos.

      —Sí, algo mareado, pero bien. — Se levantó con ayuda de la joven y miró el coche volcado. Vio que las maletas estaban abiertas y las ropas tiradas por el suelo.

      —¿Y la señorita Langton? —preguntó, atemorizado por lo que hubiera podido pasarle. A Diana le tembló el labio cuando intentó hablar, pero tuvo que tranquilizarse para contárselo todo a John. Cuando acabo, él no podía creérselo. Su señora secuestrada. En todos esos años solo los habían atracado dos veces, pero nadie se llevó a nadie. Los Langton daban lo que pedían los ladrones, pero esta vez su hija viajaba sola, sin escolta y la que llevaba se había quedado desmayada. Diana tampoco era de gran ayuda. Su cabeza empezó a cavilar rápidamente. Había que hacer algo. Lo primero, ir a al rancho Langton e informar de lo ocurrido. También se fijó en que no tenían caballos. Suspiró y se volvió para mirar a una Diana callada y asustada.

      —Habrá que ir andando hasta el rancho. Tenemos que ir a pedir ayuda, señorita Hobbs.

      Diana no respondía. Tenía la vista fija en algún punto y su mente estaba lejos de allí. John la zarandeó un poco, pero no consiguió nada. La sacudió más fuerte y ella fijó su mirada en él. Estaba a punto de llorar, pero consiguió reprimirlo una vez más.

      —Haré lo que sea para ayudar a Danny —contestó ella con la voz temblante.

      Diana y el cochero pusieron en marcha sus pies y se dirigieron hacia la hacienda. Tardarían veinte minutos como mínimo contando con a él no le pasara nada y que la señorita Hobbs no se cansara a cada poco. No se quejaba y eso asombró a John. La gente del Este no estaba acostumbrada a andar tanto y menos una persona que estaba habituada a viajar en carruaje para la más mínima cosa, pero estaba tan asustada que ni se le había pasado por la cabeza protestar. Lo único que quería era llegar e informar cuanto antes a los padres de Danny para que se pusiesen en marcha para encontrar a su amiga.

      Estaba asustada, pero temía más por Danny que por ella misma. Estar acompañada por el cochero la tranquilizaba un poco.

      Richard Langton estaba en el salón con su esposa, esperando la llegada de su Danielle y Diana. Comenzaban a inquietarse, para ese momento esperaban que ambas hubieran llegado. Solamente se les ocurrió que Danny había convencido al cochero para que parasen en el pueblo a descansar un rato o comprar algo, aunque la idea les resultaba insólita. Danny solo compraba en Nueva York, decía que en el viejo y salvaje oeste no había nada a su gusto. Hacía casi una hora que tendrían que estar en casa. Pudo haber sido que la diligencia se había retrasado, pero si salieron una hora más tarde de la indicada desde Albuquerque, Danny debió de avisarle del retraso. No hubiera mandado a John buscarlas tan temprano. Entonces Richard se preocupó por el cochero, que tenía que estar esperando por ellas sin saber nada, en el caso de que fueran ciertas sus sospechas.

      De pronto oyeron voces en el porche del rancho. Richard y su mujer se miraron, habían llegado. El señor Langton iba en dirección hacia la puerta cuando John entró con rapidez. Se detuvo de pronto y vio con horror la indumentaria el cochero y detrás de él, a Diana. Ambos reflejaban en sus caras el cansancio, el polvo del camino y, en el caso de Diana, ojeras bajo los ojos a causa del largo viaje.

      Amanda se adelantó y mandó llamar a dos criados para que atendieran a los recién llegados. A Diana la subieron hasta una habitación para que descansase y John se quedó en el salón para explicar todo lo sucedido. Richard se sentó frente a él mientras que su mujer había subido a atender a Diana.

      —¿Qué ha pasado, John? ¿Dónde está mi hija? —preguntó Richard con el ceño fruncido. John cogió aire y relató todo lo que recordaba y todo lo que le había contado Diana. Richard se levantó, furioso. La terquedad de su hija la había llevado a nada más y nada menos que a un secuestro. ¿Qué le harían? ¿Qué debía hacer él? Estaba asustado. Si llegaban a tocarle un pelo, se encargaría él mismo de que no quedara ni rastro de esos hombres. Dejó que John se refrescara un poco y le mandó que descansase mientras él reunía a sus hombres para ir en busca de Danielle. El cochero le pidió ir con él y Richard asintió a regañadientes.

      —Reúne a diez hombres en el patio delantero, partiremos en diez minutos. Manda también a alguien para que recoja las pertenencias de Danny y Diana. El señor Langton subió a ver a Diana que estaba tendida en la cama con Amanda y una criada a su lado. Diana Relataba todo a su mujer con lágrimas en los ojos. Por fin se había desahogado. Dejó escapar el llanto que la había amenazado desde que el coche había sido asaltado. Richard les informó qué iba hacer y partió de inmediato.

      Diez de sus mejores hombres partieron detrás de él y a su lado, John. No solo Richard y John estaban furiosos con lo que había pasado a Danielle, también el resto del personal. Para ellos, la señorita Danny era sagrada y nadie debía de tocarla. Estarían siempre para defenderla, como debía ser. Llegaron al pueblo e informaron en la comisaría de lo ocurrido e inmediatamente, el sheriff, James O’Rourke, los acompañó. Cabalgaron hasta el coche volcado y siguieron las huellas de los caballos. Se habían dirigido hacia el este atravesando el desierto que se abría frente a ellos, interminable. Richard sabía que era muy difícil seguirles la pista. Ni él ni ninguno de los hombres que le acompañaba eran buenos rastreadores. Podían haber ido a cualquier lugar. No muy lejos porque había pasado poco más de una hora, pero también dependía del ritmo que llevaran. Emprendieron camino hacia donde las huellas los dirigían. Llegaron a la entrada de un valle en el que se ocultaba de un pequeño bosque. Tendrían que pasarlo, aunque no estaban seguros, las huellas habían desaparecido hacía rato. Richard miró al bosque con furia y dio órdenes de volver a casa. Esperaría hasta que pidieran un rescate por su hija. Danielle sabía que su padre la rescataría. Si esos tipos querían dinero, su padre tenía de sobra y no se lo pensaba dos veces cuando se trataba de su querida hija. La incertidumbre que tenía era cuánto tiempo pasaría hasta que la rescataran. Diana y su cochero tenían que llegar al rancho y contarle todo a su padre, pero viendo cómo había quedado el carro, tendrían que ir andando. Aun así confiaba en


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