La casa de todos y todas. Patricio Zapata Larraín

La casa de todos y todas - Patricio Zapata Larraín


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otros espanta. Será un órgano estatal con un fin definido, con un plazo establecido y con límites fijados.

      Se me dirá, por algún escéptico, que le estoy concediendo demasiada importancia a unos bordes que solo existen en el papel de la Constitución. Puedo imaginar la mirada condescendiente y el comentario sarcástico: “Típico de la ingenuidad DC. No sabe este caballero que las normas pueden ser vulneradas o burladas”.

      No se me escapa, por supuesto, que puede haber personas o grupos que intenten pasar a llevar el marco constitucional acordado para la Convención. El punto a considerar, sin embargo, no es si existen ganas de pasar a llevar las reglas acordadas, lo crucial es evaluar si esas personas que pueden tener esas ganas tienen, además, los medios necesarios para imponer a todo el resto su conducta fraudulenta.

      Y es aquí donde algunos de quienes están asustados por el riesgo de una Convención que se toma todo el poder olvidan que esa hipótesis supone, necesariamente, que quienes dan ese golpe revolucionario tienen poder suficiente para hacerlo. Es decir, la consumación del peligro supone que se den ciertas condiciones objetivas.

      Si Hugo Chávez pudo hacer lo que hizo en Venezuela es porque él contaba con una correlación de poder que le permitía desafiar cualquier eventual reclamo de la prensa, de los organismos internacionales o de los tribunales internos. Esa posición hegemónica se expresaba en las siguientes tres circunstancias. Chávez tenía, a la época del proceso constituyente, un inmenso apoyo popular. Era la cabeza de una fuerza política homogénea, disciplinada y muy fuerte. Y, tercero, y esto es probablemente lo más decisivo, este caudillo se las había arreglado para tener control total sobre las Fuerzas Armadas. Son las bayonetas, a fin de cuentas, las que permiten transformar una bravata en una realidad.

      Me llama la atención que se intente asustar a la población de nuestro país con la posibilidad de una convención que se desborde. Para que esa fuera una amenaza creíble en Chile, sería necesario que algún sector interesado en “arrancarse con los tarros” tuviera a su disposición los factores de poder real recién anotados. Y resulta que ello no ocurre.

      No hay caudillo carismático que, desde un 60% de popularidad, lidere el proceso constituyente

      No existe tampoco un gran partido político disciplinado y coherente, con capacidad de imponer, por sí solo, su propia agenda constitucional. De hecho, como lo comenté un poco más arriba, a la Convención van a llegar por lo menos cuatro derechas, dos centros y cuatro izquierdas, cada una con su propio perfil.

      No hay tampoco bayonetas disponibles para ejecutar los movimientos inconstitucionales. Las Fuerzas Armadas han demostrado claramente en los últimos años que no tienen ningún interés en prestar su respaldo a un proyecto político determinado y, menos aún, a un proyecto político bolivariano, chavista o extremista.

      No es necesario

      Los argumentos que ya hemos examinado (“no es el momento oportuno”, “hoja en blanco”, “caja de Pandora”) apelaban, todo ellos –con mayor o menor fundamento– al temor que sentirían algunos compatriotas al contemplar la posibilidad de que Chile se embarque en un proceso que se estima peligroso (para la economía, para los derechos de las minorías, para la paz, etc.).

      El argumento que vamos a analizar a continuación apela a un sentimiento distinto al miedo. Apunta al pragmatismo. ¿Para qué vamos a gastar tiempo y recursos en un proceso constituyente que puede tomar hasta dos años, si resulta que yo le puedo asegurar que todas las cosas concretas que usted quiere yo se las puedo entregar igual, “fácil y bonito”, sin necesidad de Nueva Constitución?

      El descrito es, me parece, el núcleo argumental de las campañas “Rechazar para Reformar” y “Hagámosla corta”. Siendo ambas bastante parecidas, existe, sin embargo, algún matiz de diferencia entre ellas.

      La primera, “Rechazar para reformar”, de un sector de Renovación Nacional, busca darle un cariz propositivo a la campaña del Rechazo, destacando que ellos sí están disponibles para hacer importantes reformas a la Constitución, pero que no creen que sea necesario ni conveniente tener una Convención Constituyente. Y para que al votante no le queden dudas, los promotores han dado a conocer una impresionante lista de reformas constitucionales que se comprometen a aprobar en el Congreso (¿solo si gana el Rechazo?).57

      La segunda, “Hagámosla Corta” es de la UDI y pone el acento más bien en la política social. Se le explica al votante que todas sus demandas concretas (Pensiones, Salud, jornada laboral, medio ambiente) se pueden resolver, de una, con nuevas leyes, sin necesidad de cambiar la Constitución.

      Ambas campañas tienen el aire inconfundible de las promociones comerciales. La empresa, en este caso los comandos del Rechazo, ya sabe lo que realmente quieren los consumidores (incluso mejor que ellos mismos). Y del mismo modo en que las empresas de telefonía, por ejemplo, compiten con el número de gigas, número de minutos libres, 3G o 4G y ancho de banda, estas campañas políticas por el Rechazo se encargan de enfatizar el número de reformas que se prometen y la velocidad con que se entregará el producto. Y, por supuesto, se destaca que este servicio, a diferencia del otro (Nueva Constitución), es sin papeleo ni burocracia.

      Debo confesar que siempre me ha incomodado la política que trata al ciudadano como un simple consumidor. No creo que le haga bien a la política. Tengo la impresión, además, de que se trata de una aproximación contraproducente. Sospecho, en efecto, que la gran mayoría de las personas entiende que en la plaza ciudadana debemos actuar con una lógica distinta a la del mall.

      Este no es, por supuesto, un libro para analizar el estilo de la propaganda política. Lo que sí me parece pertinente, en todo caso, es revisar cuáles son los argumentos de orden constitucional que subyacen a los distintos mensajes.

      En la base de la propuesta de “Rechazar para reformar” está la convicción según la cual el problema constitucional chileno es más un problema de contenidos que de procesos. Por lo mismo, se piensa que para efectos de salvar el déficit de legitimidad que pudiere tener la Carta Fundamental vigente no es necesario desplegar un proceso constituyente participativo ad hoc (p.e., una Convención Constituyente integrada en un 100% por ciudadanos elegidos especialmente para elaborar una propuesta y un plebiscito ratificatorio).

      Desde la perspectiva del “Rechazar para Reformar”, entonces, las carencias del orden constitucional actual, que se reconocen como tales, se pueden remediar a través de la acción del Congreso Nacional, aprobando un conjunto de reformas constitucionales bien pensadas y que apunten concretamente a cuestiones que la ciudadanía reclama.58

      No voy a descalificar el valor que puede tener una reforma bien hecha. Tampoco voy a negar la capacidad de nuestro Parlamento para hacer cambios constitucionales adecuados. La pregunta relevante no es, sin embargo, si el Parlamento puede o no aprobar una buena reforma constitucional. Es obvio que sí puede hacerlo. Lo ha hecho. La cuestión importante es otra: ¿es la vía de la reforma constitucional en el Congreso el camino idóneo y suficiente, a principios de 2020, para proveer de la legitimación política y ciudadana que la Constitución chilena parece necesitar?

      Esta no sería, por supuesto, la primera vez que se prueba este camino. Lo intentó el presidente Lagos el año 2005. Con la perspectiva del tiempo, nosotros sabemos que, más allá de lo importantes y valiosas que fueron las reformas aprobadas ese año (y fueron muy importantes y muy valiosas), el hecho incontestable es que esa operación de reforma no logró dotar de legitimación perdurable a la Constitución de 1980 (aun con cambio de firma). No de otra forma se entiende que apenas dieciocho meses después de esa gran reforma, el Congreso doctrinario del principal partido político de centroizquierda plantee la necesidad de una Nueva Constitución.59

      Aquí no se trata de dudar de las intenciones de los parlamentarios que a cambio del Rechazo prometen reformar. De hecho, estoy convencido de que el senador Allamand, por ejemplo, impulsor principal de esta postura, ha tenido siempre una genuina voluntad reformista, tanto en el orden constitucional como en materias económico-sociales.60 Lo que corresponde, sin embargo, es evaluar, con máximo rigor, la plausibilidad o viabilidad de lo que se propone. Para ese efecto, formulo algunas preguntas.

      ¿Cuáles serían los antecedentes para pensar,


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