El juego de la seducción. Martín Rieznik
es un pretexto para utilizar en defensa propia y justificar la apatía social. Esta aparente protección no otorga ningún refugio ni tampoco permite operar sobre la estricta dieta que nos aguarda si seguimos por ese camino, y que nos privará inevitablemente de todo placer social. La misma durará el tiempo que demoremos en poner en práctica algunas técnicas no muy complejas. Por eso mismo es urgente dejar de lado la timidez para centrarnos en el problema que afecta al cien por ciento de los hombres: la ansiedad a la aproximación o AA, también (mal) llamada “miedo al rechazo”.
¿De dónde proviene todo esto del miedo y la AA que sentimos cuando queremos acercarnos para seducir a una mujer?
Remitámonos al lugar en el que hemos permanecido durante la mayor parte de nuestra existencia como seres humanos. Los doscientos mil años de historia precedente nada tienen que ver con los últimos cuarenta, en los que prácticamente se ha triplicado la población mundial. El ser humano no ha sido diseñado originalmente para vivir con tanta gente alrededor y menos aún en ciudades. Hemos llegado a esta situación a partir de un ciclo histórico.
Miedo al rechazo
Hagamos un ejercicio: transportémonos imaginariamente a una sociedad tribal como aquellas en las que los hombres se agruparon durante casi toda su existencia histórica. Supongamos que nuestro núcleo consta de veinte personas: diez hombres y diez mujeres. De éstas, una vez pasadas por el filtro del jefe de la tribu, deberíamos descontar también a algunas mujeres que por estar fuera de la edad reproductiva –por ser muy jóvenes o muy ancianas– no resultaran atractivas, incluso biológicamente. Por lo tanto, las mujeres que podríamos tener a nuestra disposición –para satisfacer nuestro deseo de reproducirnos o para tener sexo que, en definitiva, forma parte del mismo deseo– serían aproximadamente tres. Tres únicas oportunidades de tener sexo en toda una vida.
En un momento remoto de la historia, tuvo lugar una separación muy grande entre los hombres, que se dividieron en dos clases: los que solamente pensaron en sexo sin tener en cuenta el carácter preselectivo de la mujer (debido a su búsqueda de valores de supervivencia), por un lado, y los que combinaron esa necesidad puramente femenina con su propio deseo masculino.
Imaginemos a los hombres del primer grupo, sin estrategia alguna, generalmente extrovertidos y con una actitud similar a la que hoy en día tendría un improvisado. Sin duda, corrían un gran riesgo si se aproximaban a una de las tres mujeres disponibles para ellos con un planteo similar a éste: “La verdad, no tengo idea de qué decirte, tampoco me interesan tus necesidades, lo único que quiero es tener sexo”. La reacción de las mujeres –más aún en tiempos prehistóricos– sin duda las llevaría a descartar a esa clase de hombre que no ofrece ningún tipo de ventaja evolutiva. Pues ellas intuirían que, en caso de quedar embarazadas, alguien así no garantizaría el cuidado y la protección de su descendencia. El primer rechazo recibido, sin embargo, posiblemente no modificara el accionar de este tipo de hombre, que –arriesgando la extinción de su estirpe por celibato– continuaría intentando la misma aproximación con las otras dos mujeres. Y éstas, incluso, ya podían haber sido advertidas acerca de sus intenciones... Un nuevo rechazo plantearía el peor de los escenarios.
Esos hombres seguramente no dejaron descendencia. Fueron literalmente borrados de la evolución, si es que antes no lograron emigrar, atravesando desiertos para unirse a otras tribus y/o ubicarse como hechiceros en alguna de ellas (posición que siempre tuvo adeptos en todas las civilizaciones).
En simultánea, también hubo otro tipo de hombre (el del segundo caso) que sí fue antepasado nuestro. Éste, seguramente, se dijo: “Acabo de ver lo que pasó, cómo lo rechazaron, y no quiero arruinar mis tres posibilidades de reproducirme (o de tener sexo). Por lo tanto, tendré que acercarme a las mujeres de otra manera, con otra propuesta”.
Naturalmente, antes de atreverse a intentarlo tuvo miedo. La posibilidad de incurrir en el mismo error que su vecino le provocó un grado de ansiedad óptimo que lo impulsó a realizar la tarea de la mejor manera posible. Este hombre –que podría parecer tímido en comparación con el primero– en realidad se tomó el tiempo de pensar una estrategia que incluyera las necesidades femeninas selectivas, con el fin de lograr su objetivo reproductivo o sexual. Su propuesta hacia la mujer fue clara y concisa: le ofreció compartir una ración de su caza –producto de sus habilidades– a cambio de cierta recompensa sexual. Para esa mujer, la supervivencia representaba un problema real. Comer no era un asunto menor y si alguien podía garantizarle el alimento, seguramente estaría en condiciones de hacer lo mismo con su prole. Sin duda, esta propuesta contaba con valores de supervivencia que le permitían a ella arriesgar sus valores de reproducción en favor de la experiencia sexual. Si esa oferta era rechazada de todos modos, el hombre podía intentar con la segunda de sus tres oportunidades, refinando la misma estrategia empleada anteriormente; suponemos que de este modo lograba su objetivo.
Somos descendientes de aquellos ancestros que, en algún momento, tuvieron miedo de que los rechazaran. La ansiedad constituyó el síntoma fisiológico a la manifestación de ese miedo. La pregunta actual sería: entonces, ¿qué podemos hacer nosotros con ese miedo?
Ansiedad a la aproximación
Debemos notar que la situación ha cambiado. Hoy en día, hay tantas mujeres en los lugares de ocio que, dentro de un venue, podríamos ir de una en una preguntando “¿querés tener sexo?”, con la probabilidad estadística de que la número 934 se interesara por nuestra oferta. Más temprano que tarde, alguna aceptaría. Sin embargo, pese a esta evidencia, seguimos teniendo ese miedo, esa AA. Cualquiera de los que practicamos este arte –este juego– lo tiene, igual que todo hombre sobre la faz de la Tierra.
Entonces, ¿qué podemos hacer con este miedo? Algunas respuestas habituales son: reconocerlo, aprender de él, enfrentarlo, acostumbrarse, evitarlo, etcétera. Veamos: por un lado, podemos insensibilizarnos. Cada intento fallido y/o aproximación errónea será un paso más hacia la perfección, una posibilidad de aprender mejor esta nueva habilidad. Analizaremos la causa del rechazo y diremos “La próxima vez debo mejorar el lenguaje corporal, el opener y la FLT”, por ejemplo. Esto incluirá entender la situación y aceptar que el rechazo fue impuesto por el filtro de ella, equivalente a cualquier obstáculo en un videojuego. De esta manera, comprenderemos cuál es el proceso personal que nos conducirá a ese patrón de comportamiento. Quizá éste no sea el paso más importante de nuestro aprendizaje, pero seguramente resultará muy pedagógico.
Sin embargo, nada de esto evitará que sintamos miedo y, mucho menos todavía, AA. ¿Entonces? Nada. Con este miedo no podemos hacer nada.
La AA es una carga genética que llevamos desde siempre. No lograremos cambiar doscientos mil años de evolución en treinta años de adiestramiento cultural. Puede ser que dentro de doscientos mil años la situación se haya modificado y, con ella, seguramente también habrán variado nuestras pautas de reproducción, supervivencia y goce. Pero, por ahora, no es así. Se trata de algo que, en su momento, constituyó una ventaja evolutiva. Si no hubiéramos tenido ese miedo durante tantos años, no estaríamos hoy acá.
La misma situación se da, por ejemplo, en el caso de la ansiedad frente al fuego que experimentan los bomberos. Cuando suena la sirena en el cuartel, ellos experimentan síntomas muy similares a la AA: palpitaciones, sudoración, flojedad en las piernas, etcétera. Es un caso claramente analógico ya que, actualmente, es muy raro que un bombero muera a causa del fuego. La protección de los modernos trajes ignífugos desplazó el peligro a la posibilidad de morir aplastado por el desprendimiento de un techo o asfixiado por CO2. Pese a esto, la ansiedad es provocada por la posibilidad de enfrentarse al fuego, aun cuando la llamada finalmente sea sólo para solicitar el rescate de un gato.
Entonces, así como el bombero reacciona al fuego, nosotros, todos, tenemos AA. Imaginemos esta situación: nos acercamos a una mujer en un venue y, antes de llegar a hablarle, nos detenemos a dos metros de ella, dándole la espalda. Esta situación se repite mucho en diversos lugares, prácticamente todas las noches. Como si dependiera de ellas venir a hablarnos para que nosotros lo hagamos. Nuestra situación es estática; a dos metros, nos quedamos pensando cuál sería la mejor manera de aproximarnos a ella.
Veamos primero qué ocurre en la cabeza de la mujer. Ella comienza a filtrarnos