Pensamiento educativo en la universidad. Fabiola Cabra Torres
Así fue que tuve la guía del sabio Bernard Lonergan, un jesuita canadiense, un hombre genial tanto para la Iglesia católica como para la Compañía de Jesús. Gran teólogo. Fue un hombre tan brillante que, en la década del 60, Newsweek Magazine lo eligió para la carátula. Según la revista fue considerado un genio del siglo XX.
VM: Rodolfo, ¿tú qué recuerdo tienes, especialmente, de tus primeros años como profesor de la Javeriana? y ¿cuáles fueron las asignaturas con las que te consagraste?
RR: Como te dije, fui discípulo de Bernard Lonergan en cristología y aprendí a hacer teología con él. Recuerdo bien cuando vine a enseñar mi primera clase de Teología. Tenía que empezar el curso de Cristología y mi único recurso era el libro de Lonergan que traía en el bolsillo. Al tercer año enseñé Eucaristía, y ahí me quedé. Así empezaron mis 50 años de profesor, que empecé desde febrero del 61 hasta noviembre del 2011. Más adelante mi clase de Eucaristía la tomó Víctor Marciano Martínez, aquí presente, y seguí con el seminario de Teología Sistemática.
VM: ¿Cómo fue tu encuentro con la teología de la liberación?
RR: Cada uno de nosotros es hijo de la historia. Yo tengo para mí que con el grupo de profesores con el que inicié logramos introducir el gran cambio que significó la Iglesia precociliar y la Iglesia del Concilio. Es una época muy controversial. En primer lugar, creo que nosotros, de buena voluntad, todo el grupo de profesores que estaba en ese momento, nos equivocamos. Tú conociste a Carlos Bravo, que era la cabeza, y todos los demás estábamos en esa mentalidad de una renovación europea de la teología y en esa visión nos habíamos formado cuando apareció la teología de la liberación.
Conocí a Gustavo Gutiérrez, hoy sacerdote dominico, que en ese entonces era sacerdote diocesano y teólogo peruano. Estuve con él en una reunión que organizó el Episcopado colombiano con el fin de preparar la ida al Concilio Vaticano. Fuimos amigos dentro de lo posible. Quizás cuando se propuso la teología de la liberación hubo error de parte de ellos y de parte nuestra; de parte de ellos porque pretendían que una teología básicamente europea era pecado mortal en América Latina, con lo cual nosotros nos sentimos barridos del mapa; y de nuestra parte, una visión equivocada de lo que implicaba y proponía la teología de la liberación.
Gustavo Gutiérrez, principal representante de la teología de la liberación, publicó mucho más tarde un libro en el que dice que, viendo las cosas en perspectiva, hubo una equivocación en darle cierto énfasis al marxismo en esa nueva teología, en un momento en que estábamos todos en el ámbito de influjo de Fidel Castro, y en el que se dio una batalla contra esa postura, política, social y económicamente. Eso produjo un rechazo, en no pocos, puesto que la teología de la liberación nunca tuvo nada de marxista.
Fue una época muy vital, pero también muy discutida. Por ejemplo, cuando me invitaron al Congreso Eucarístico de Quito, en Ecuador, debía hablar sobre el sacerdocio al grupo de obispos. Cuando iba a empezar mi conferencia uno de ellos me dijo; “bueno, y qué piensa usted de la teología de la liberación… está en el momento trágico”. Respondí que, aunque estaba muy de acuerdo con el sentido de la teología de la liberación, que es la justicia con los pobres, y en eso he trabajado toda mi vida, sería preferible que prescindieran del marxismo. No dije más. Pero al momento el obispo coadjunto de Lima se volvió muy disgustado. Por la noche, estábamos en una casa de los jesuitas, viene el superior y me dice: “Padre de Roux, me da mucha pena, pero para regresar a Bogotá mañana se va a tener que ir en el camión que va por la leche. Monseñor está tan bravo con usted que no los puedo mandar juntos”. Así que me fui en el camión de la leche.
VM: Ese trabajo desde la teología de la liberación, ¿cómo incidió en las clases?
RR: Yo no creo que nosotros hayamos hecho teología de la liberación. Uno tiene que ser honesto: todos los profesores habíamos sido formados en Europa y traíamos la formación correspondiente de los teólogos que hicieron el Concilio Vaticano II, y eso era lo que sabíamos y nos parecía bien. Desde febrero de 1961 hasta noviembre del 2011, mi tiempo estuvo dedicado la enseñanza de la teología, incluyendo mi periodo como decano, que va desde 1980 hasta 1983. Nosotros, como Facultad Eclesiástica, somos más antiguos que la Facultad de la Javeriana.
Mientras fui profesor, también me compenetré con el mundo campesino. Y cuando me ordené sacerdote en el año de 1955 mantuve como ámbito de mi trabajo sacerdotal el acompañamiento en la vida espiritual a los estudiantes jesuitas y al trabajo con campesinos. Por diez años, acompañé al párroco de Sasaima, porque era muy anciano. La última vez que él participó en la fiesta del Corpus, públicamente me dio las gracias. Me decía que yo había sido su coadjutor sin nombramiento. Así fue en realidad. Todos los fines de semana, a la una de la tarde, cogía mi maletica y el bus de la Flota Magdalena hasta Sasaima para ayudarle a él en la parroquia. Y después, durante unos seis años, fui el sacerdote disponible siempre en Santandercito, por falta de párroco, y, finalmente, en Monterredondo, vereda de Guayabetal, del 74 al 2011. ¡Imagínese! Entonces, para mí, el sacerdocio ha sido una alegría muy grande, especialmente en el trabajo con los campesinos.
VM: Este trabajo con las comunidades campesinas influyó en tu quehacer teológico, propiamente en lo que respecta a la Eucaristía y la cultura y religiosidad popular.
RR: Sí. Tengo cantidades de escritos. Los campesinos y en general la gente sencilla tienen unos valores profundos de solidaridad y bondad. Descubrí que los campesinos eran unos actores de teatro extraordinarios por naturaleza, lo mismo que pasó con el cine italiano. Entonces mis predicaciones eran muy cortas, pero siempre presentábamos una minicomedia.
Mientras fui profesor, también me compenetré con el mundo campesino. Y cuando me ordené sacerdote en el año de 1955 mantuve como ámbito de mi trabajo sacerdotal el acompañamiento en la vida espiritual a los estudiantes jesuitas y al trabajo con campesinos.
VM: Rodolfo, pudiéramos pasar a uno de los puntos que, a mi parecer, son bellos en tu vida como profesor y como maestro, y es lo que viviste con el grupo Cosmópolis.
RR: A quienes participamos de este proyecto nos motivó una preocupación metódica, porque nosotros vivimos la transición de una teología basada en el Concilio de Trento y escolástica a una teología del Concilio Vaticano II, abierta a todo el pensamiento moderno. Los padres Carlos Bravo, Alberto Arenas, Pedro Ortiz, Gustavo Gutiérrez, Virgilio Sea y yo fuimos en la década del 60 los agentes de este cambio. Y es en este contexto donde surge Cosmópolis. Aunque el padre Gerardo Remolina, S. J., hizo la traducción del último libro de Lonergan Método y teología y estaba muy interesado en los temas de este autor, su dedicación fue a la academia y no participó de Cosmópolis, mientras que nosotros, acompañados de Francisco Sierra, de la Facultad de Filosofía de la Universidad Javeriana; Jaime Barrera, profesor de la Facultad de Teología, y otras personas, fundamos este proyecto a mediados del 90.
Comenzamos a reunirnos con personas que conocían el pensamiento de Bernard Lonergan, sin mayores pretensiones. Recuerdo que estaba Enrique Gaitán, Mario Gutiérrez, otros cuatro jesuitas y algún profesor de la Facultad de Teología. Todos íbamos leyendo y aprendiendo y eso fue cogiendo sustancia hasta que se formó Cosmópolis. ¿Por qué Cosmópolis? Para Lonergan tenía un significado muy especial: “una mentalidad que trabaja por sanar y construir la sociedad”. El sentido es profundamente activo: se trata de la vida social. Según Lonergan, es la aplicación de una reflexión profunda desde un pensamiento que conoce perfectamente a fondo la realidad, cómo puede funcionar el ser humano para crear una sociedad buena. En ese sentido, Cosmópolis está pensada por Lonergan como un proceso de renovación. Muestra cómo la sociedad humana puede caer en decadencia y llegar a arruinarse. Esa es la tarea de Cosmópolis: la renovación de la vida social, de la vida ciudadana.
Basado en esto, en Cosmópolis nos inspiramos en la idea lonergiana de hacer teología “a la altura de la época”, para colaborar eficazmente con la renovación del pensamiento y de la praxis social. A lo largo de un proceso, experiencial y reflexivo, que me recuerda siempre los ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola, aprendí con Lonergan a reconocer, en mí y en los demás, las posibilidades reales, pero también las exigencias y las limitaciones de nuestro obrar humano. De