Pensamiento educativo en la universidad. Fabiola Cabra Torres
búsqueda de la plenitud de la persona humana, a partir de valores que dinamizan una manera de vivir y que no puede ser reducida al salón de clase. Ser docente es asumir la labor de enseñanza con responsabilidad, seriedad, sensibilidad y gratitud profunda.
EDUCACIÓN TEOLÓGICA
Víctor Marciano Martínez Morales (VM): Rodolfo, muchas gracias por atender esta entrevista, es un honor conocer sobre tu vida y testimonio. Si damos una mirada a tu infancia o tu juventud, ¿qué podría haber incidido para que lograras tener una formación profundamente humanística, poética y musical?
Rodolfo Eduardo de Roux Guerrero, S. J. (RR): Puedo decir que desde muy niño me aficioné a los libros, curiosamente por mi abuela materna, Eufrosina Guerrero Pacheco, una panameña, nacida en el siglo XIX, que conoció a Rafael Núñez. A esa mujer la quise mucho y ella a su vez me consentía. Había heredado de su padre un sentido literario y de lo importantes que son los libros. Por tanto, la biblioteca del papá de ella, Pedro Pablo Pacheco, fue mi refugio y mi primera aproximación a los libros. Todavía me acuerdo especialmente de las fábulas de La Fontaine. Total, que me volví un lector apasionado: he leído de todo en la vida. Recuerdo que mi familia acogió a los jesuitas después de su destierro a fines del siglo XIX. Ellos habían salido desterrados a Guatemala y pensaban regresar a Colombia. Llegaron cuatro o cinco de ellos a Panamá, se hicieron amigos de mi familia, tanto que a mi papá lo bautizó el padre Junguito y en la alcoba de mi abuela había un retrato de aquellos jesuitas, y otro de Monseñor José Telésforo Paúl, también jesuita, que fue después arzobispo de Bogotá. Quiero compartirte el poema que le escribí a mi madre Eufrosina después de su muerte:
In memoriam
A mi madre, Eufrosina
Guerrero Pacheco
Te nos fuiste muriendo
como a escondidas.
Te nos fuiste muriendo
como vivías
tu atardecer:
arropada en la sombra
de tu silencio.
¡Alas heridas
golpeaban tan tenues
en mi ventana!
Te nos fuiste muriendo
como amabas,
recatada detrás de cosas
tan sencillas:
el mantel aromoso
y las begonias blancas
del patio;
la pregunta callada
sobre el dolor y el gozo
de nuestras vidas.
Te nos fuiste muriendo
flor pequeña,
deshojada en el viento.
Y solo queda el corazón
latiendo
con esta insólita
suavidad
de tu ausencia.
La poesía nació en mí en el antiguo Valle del Cauca. Había allí una relación muy cordial y respetuosa con la población afro, que habían sido esclavos de las familias. En la casa siempre había una empleada, le decían la carguera, que lo había cuidado a uno de niño. Yo le decía “mamá”, mi “mamá Marcela”. Lo primero que escribí fue una narración de mi última visita a la “mamá Marcela” cuando se estaba muriendo; se conmueve mi corazón al recordarlo.
Hice mi bachillerato en el Colegio Berchmans, y ahí empezó mi vida literaria, que tuvo gran influencia del sacerdote jesuita llamado Tomás Galvis, quien asumió la clase de literatura y me apoyó incondicionalmente, siempre con palabras de apoyo y aliento. Él fue quien descubrió en mí mis capacidades literarias. Yo no tenía ni idea de ello, pero leía todo el día. Con mi narración sobre la muerte de mi mamá Marcela, el padre Galvis empezó a animarme a escribir. Yo tendría unos 14 o 15 años. Recuerdo que me pidió que escribiera algo para uno de los primeros números de su revista escolar. Yo le escribí una narración de despedida sobre la muerte de Marcela, la anciana negra que fue mi “mamá’ porque en Colombia hay una historia de cómo se ha tratado mal a los negros, pero en mi familia se los trató bellamente.
Rememorando un poco, el maestro Tomás Galvis era un jesuita bogotano, profesor en la Facultad de Filosofía de aquella época, pero yo lo conocí en Cali en el Colegio Berchmans; como mencionaba antes, él tuvo una gran influencia en mí, en el bachillerato y, también, en mi vida espiritual, además de mostrarme que yo era un poeta. Con él hicimos una amistad muy grande.
Como estudiante siempre fui excelente, porque en mi casa había mucho interés intelectual sin que ninguno fuera doctor o algo así, sino que teníamos el interés por el conocimiento y, además, en mi familia teníamos muchas raíces interculturales: mi abuela materna era hija de un cartagenero y mi abuela paterna, de franceses e italianos. Así que en nuestra casa siempre estuvo presente el querer conocer ese saber que las diferentes culturas nos podían ofrecer.
VM: Rodolfo, y ¿cómo nace tu vocación de sacerdote?
RR: Entré a la Compañía de Jesús en 1945, a los 20 años. Junto con Alfonso Borrero −él entró primero y yo después−, los dos resolvimos hacernos jesuitas. Existe una anécdota: el padre Rafael Angulo, mi guía espiritual en la Universidad Javeriana, formó un grupo de alumnos para un retiro. Yo no quería ir, ya que pensaba visitar a un amigo que había ingresado como jesuita al Noviciado de los Jesuitas en Santa Rosa de Viterbo, en Boyacá. Le dije: “No voy al retiro, padre, es que quiero ir unos días al Noviciado”. Ante mi respuesta el padre Angulo me preguntó: “¿Qué?, ¿vas a pensar en tu vocación?”. Lo cierto es que el padre Angulo consiguió que yo terminara haciendo tres días de ejercicios espirituales y, al finalizar, lo supe: ¡yo quiero ser jesuita!
Regresé a mi pensión de estudiantes, junto con Alfonso Borrero, quien estaba adelantando sus estudios de Arquitectura. Me paré al lado de él y le dije: “Alfonso, vengo a decirte una cosa: voy a entrar a la Compañía de Jesús”, y él se voltea y me dice: “¡Yo también!”. Ambos muy emocionados nos preguntábamos cuál era el paso a seguir, por eso fuimos donde los jesuitas a contarles y le pedimos una cita al provincial y así fue como ambos entramos a la Compañía de Jesús.
VM: ¿Cómo fue tu formación en filosofía y teología y tu paso por la Pontificia Universidad Gregoriana?
RR: Cuando estaba haciendo el Doctorado en Teología, en la Pontificia Universidad Gregoria en Roma, Juan XXIII anunció la reunión del Concilio Vaticano II. Por ello me formé en el ámbito de los teólogos que subyacen al Vaticano II. Karl Rahner, especialista en Teología Sistemática, lo mismo que S. Lyonnet, experto en Sagrada Escritura, y el dominico belga Yves Congar, uno de los más importantes representantes del pensamiento teológico del Concilio Vaticano II y de la nueva concepción de la Iglesia; esos eran los profesores de esa época.
Yo me había formado en pura neoescolástica en Bogotá –lo que sabían mis profesores– y, cuando llegué a Roma, la neoescolástica ya estaba abandonada. Allí conocí a Bernard Lonergan y al profesor español Juan Alfaro, S. J., ambos profesores de la Gregoriana. Justo en ese momento estaba todo el proceso de renovación de la nueva teología. Terminé mis estudios doctorales, a finales de enero del 61, y empecé a enseñar inmediatamente en la Universidad Javeriana.
Cuando llegué a Roma en octubre de 1958 para hacer el Doctorado tenía que tomar una serie de seminarios. Fue así que encontré uno que decía Método en Teología. Me pareció interesante inscribirme y resultó que tenía que ver con el libro del teólogo canadiense Bernard Lonergan, profesor de Cristología en la Universidad Gregoriana. Estudié como un loco, me di el lujo de sacar 10 en el examen. Para obtener el título de doctorado uno tenía que presentar una clase delante