El árbol de los elfos. Tamara Gutierrez Pardo

El árbol de los elfos - Tamara Gutierrez Pardo


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la marcha. Di con un claro, donde se extendía una de las praderas floreadas que había visto desde el aire. Las abejas, mariposas, mariquitas, escarabajos y otros insectos, a los cuales conocía solo por los documentales y los libros, las sobrevolaban con su ágil vuelo, en busca de ese apreciado polen y esas pequeñas hojas verdes. Pero también divisé conejos. Un gran número de conejos se dispersaba por el prado, todos afanados en disfrutar de los manjares que este les proporcionaba. En esta ocasión no desperdicié la oportunidad. Cacé un par de ellos y los guardé en la bolsa.

      Decidí dar un pequeño paseo antes de regresar con los demás, la caza no me había llevado mucho tiempo y aún era temprano. Me senté en la pradera unos minutos, contemplando el inmenso abanico de insectos que la poblaban, disfrutando de la fragancia de las flores, de ese silencio amenizado por el murmullo de la hierba con el paso de la brisa. Después de ese momento de relajación, seguí andando. Todo era luminoso y lleno de vida. Escuché el pequeño jolgorio de un río y me dirigí hacia allí, alegre. El caudal de agua era abundante, si bien la corriente era tranquila y plácida, ideal para darse un chapuzón. Hacía calor, y jamás me había bañado en un río, ni en el mar. El antojo que me apresó de repente fue tan grande, que cuando me di cuenta me vi a mí misma posando la bolsa junto a un árbol, despojándome de mis ropas y metiéndome en el agua.

      Sonreí con ganas, pues la sensación era indescriptible. La corriente, fresca y transparente, era traviesa y me hacía cosquillas en las piernas, la espalda y el torso, como si quisiera enredarse conmigo, invitándome a quedarme. Me zambullí del todo y me quedé en el fondo unos segundos. Mi largo cabello era arrastrado por el suave flujo, danzando con gracia y elegancia, y el sonido de las burbujas creadas por el correr del agua henchía mis oídos. Pude ver cangrejos, ranas, peces nadando delante de mis ojos… Era increíble.

      Salí a la superficie para tomar aire, feliz, reconfortada y serena. Ya empezaba a sentirme como en casa, ahora comprendía por qué decían que los elfos éramos parte de la naturaleza. Me eché hacia atrás y moví los brazos y las piernas contra corriente para mantenerme a flote en el mismo sitio, disfrutando del cielo azul, del cántico de los pájaros, del sol y de mi baño.

      Pero algo hizo que mi semblante se girara hacia la orilla.

      Sí, sentí su presencia incluso antes de verle. Noram, totalmente quieto, como si la escena le hubiera pillado por sorpresa, me observaba con una expresión embelesada, casi diría que maravillada. Todavía sostenía los leños en los brazos. Noté cómo mis mejillas enrojecían, aunque mi abdomen sufrió tal sacudida, que mi vergüenza se quedó en un segundo plano. Mi corazón también saltó de su sitio e inició un trepidante bombeo.

      Fue eso lo que hizo que reaccionara. No me sentí incómoda en absoluto, al contrario, pero dejé que mi cuerpo cayera y me cubrí con la propia agua, sin quitarle ojo a Noram. Sus pupilas, inconscientes a la vez que osadas, profundizaron en las mías, compitiendo con unos segundos que parecieron quedarse suspendidos en algún lugar mágico. Me estremecí con su hipnótica mirada y jadeé. Ambos nos atrapamos, nos reclamamos…

      Sin embargo, Noram despertó repentinamente.

      Y, del mismo modo, se dio la vuelta y se perdió entre los árboles.

      Los leños crepitaban mientras el fuego los estrangulaba con sus brazos ardientes y embravecidos. Su color y su luminosidad anaranjada se avivaban gracias a la oscuridad de la noche. Hacía rato que la corteza, bajo la túnica de la incandescencia, había pasado a ser de un color grisáceo. La pira desprendía calor y su olor, mezclado con el de los conejos asados, era realmente agradable y acogedor.

      —¿Sientes la presencia del árbol próxima? —quiso saber Mherl.

      —Sí, creo que estamos cerca —asintió Dorcal, dejando un hueso en el pequeño hoyo que habíamos cavado en el terreno.

      Observé a Noram. No habíamos vuelto a hablar desde que habíamos llegado aquí, y si antes me rehuía, con lo que había ocurrido en el río ya ni me miraba.

      ¿Cuánto tiempo habría estado mirándome? ¿Me habría visto bien… o solamente un poco?

      —Deberíamos comunicarnos con los otros grupos para avisar de nuestra llegada. —Dorcal apuró hasta la última brizna de carne del hueso de conejo antes de proponer eso.

      —Intentaré comunicarme telepáticamente con Rilam, Zheoris y Krombo —coincidió Mherl. Se quedó en silencio durante unos segundos, aunque yo estaba más atenta a otra cosa: Noram. Al cabo, el cisne volvió a hablar, y lo hizo frunciendo el ceño—. Es extraño. No responde nadie.

      —Mmmm. —Dorcal adoptó un gesto reflexivo—. Claro —cayó, entonces—, supongo que, al hallarnos en este otro mundo, en este intervalo espacio-temporal, vuestra telepatía se queda bloqueada en este lugar.

      —¿No podemos comunicarnos con los guerreros que se encuentran fuera de aquí? —se sorprendió Mherl.

      —Eso parece.

      Mherl suspiró con preocupación, pero yo estaba analizando todos los gestos de Noram. Estaba tenso, pero también ausente. Tan solo salía de esa caja cerrada en la que parecía que se había encerrado cuando inconscientemente se le escapaba la vista hacia mí, pero entonces la desviaba automáticamente, apurado y duro consigo mismo por lo que yo le hacía sentir. Eso me desesperaba.

      —¿Me pasas otro trozo de conejo? —le pedí.

      Otra excusa más para llamar su atención.

      Alzó la vista hacia mí, por fin.

      —Claro —dijo, pasándomelo, y sus pupilas, para mi desgracia, se escaparon hacia abajo, huidizas.

      Noram no era de los que rehuían la mirada, y menos conmigo, era algo inédito en él. Lo cogí, ya suspirando por la nariz.

      —¿Me pasas un poco de agua? La mía se ha terminado —me inventé esta vez, volcando mi cantimplora. Sabía de sobra que le quedaba un poco de agua, de modo que actué con sorpresa cuando esta se derramó sobre mí—. Oh, vaya, me quedaba un poco. Bueno, otro remojo no me viene mal. —Reí, clavándole la mirada con segundas.

      Dorcal y Mherl no comprendieron nada, pero Noram volvió a observarme, en esta ocasión consciente del doble sentido de mis palabras. Me miró fijamente, por fin, y cogió su cantimplora para pasármela.

      —Toma.

      —Gracias. —Sonreí. Le quité el tapón y bebí dos tragos. Al tercero, hice que el agua se me derramara sobre el cuello—. Oh, vaya, parece que hoy no hago más que bañarme. —Reí de nuevo, secándome con el dorso de la mano. Después, extendí el brazo para devolverle la cantimplora y volví a clavarle la mirada—. Lo malo es que me he mojado el uniforme, ¿verdad? Si no lo llevara puesto…

      Mherl y Dorcal intercambiaron unos vistazos extrañados y perplejos.

      El zorro se mordió el labio, llevando las pupilas a un lado, y luego las hizo regresar conmigo.

      —Bueno, estos accidentes pasan, sobre todo cuando hay varias cantimploras cerca —se excusó—. Si uno no tiene el cuidado que tiene que tener, corre el riesgo de que una se derrame sin querer.

      —Una cantimplora un poco sinvergüenza, a mi entender.

      —Una persona descuidada, diría yo.

      —Y un sinvergüenza muy listo.

      —Por culpa de una descuidada un poco confiada.

      Ambos mantuvimos la mirada, hasta que terminamos sonriendo.

      —¿De qué va esto? —inquirió Mherl, confuso y molesto por nuestro código secreto.

      —De nada —respondí, llevando la vista a mis pies para ocultar mi rubor.

      —En fin —resopló el cisne—. Volviendo al tema que nos interesa de verdad… Dorcal, ¿cuánto crees que tardaremos en encontrar el trozo de árbol?

      Mis ojos


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