El árbol de los elfos. Tamara Gutierrez Pardo

El árbol de los elfos - Tamara Gutierrez Pardo


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una risilla por ese sin sentido que salía por su boca.

      —Ya lo he entendido, tranquilo —le calmé, satisfecha, dándole unas palmaditas en la espalda.

      —Menos mal —farfulló, aliviado.

      Dorcal interrumpió nuestra absurda conversación, llamando la atención del grupo.

      —¡Ahí está, ahí está! —exclamó con una carcajada, señalando un lugar con el dedo—. ¡El paraíso oculto se encuentra allí, chicos! ¡Ese es el lago! ¡Hemos llegado!

      Un sentimiento de euforia nos dominó a todos, de repente. El lago ya no era un lago como tal. Lo correcto hubiera sido decir «lo que antes había sido un lago», pues sus aguas eran turbias como barro, aunque no burbujeaban ni soltaban vapor, tan solo emitían unos tenues y delirantes aros concéntricos.

      La orden mental de Dorcal hizo que las motos cambiaran de rumbo y comenzaran a descender prácticamente en picado, en dirección a las ennegrecidas aguas.

      —¡Sujetaos bien! —nos advirtió.

      Yo lo hice al musculoso torso de Noram, con fuerza, lo que le provocó otro pequeño respingo nervioso. Cuando vi que Dorcal no tenía ni la más mínima intención de aminorar la caída, supe que íbamos a caer directamente sobre el barro. Hinqué los dedos a fin de aferrarme del todo y pegué el rostro en la espalda de Noram, cerrando los ojos con los párpados apretados tras las gafas.

      Pero lo que se sintió fue… Nada. Alcé los párpados y me despegué de Noram para comprobar qué había ocurrido. Y lo que ocurrió fue que mis ojos se abrieron completamente, maravillados.

      Nuestras motos ahora eran unos hermosos caballos verdes con espléndorosas alas, tan brillantes como los colibríes; se habían transformado automáticamente al traspasar el agujero de gusano. Pero no fue eso lo que más me impactó, lo que me dejó sin respiración.

      Un mantón de árboles, grandes, fuertes y coloridos, se extendía más allá de donde alcanzaba la vista. Las montañas, al fondo de ese paisaje, eran coronadas por una nieve alba y brillante que resplandecía con la luz del sol. Este era cegador, reinaba sobre un cielo de un intenso azul, un cielo inmaculado, intacto, perfecto. El agua del río que discurría abajo centelleaba, lleno de vida, alegre, armónico. Las praderas, de una larga y espesa hierba, estaban atiborradas de flores. Nuestro recorrido por el aire me permitió ver todo cuanto acontecía allí abajo. Los pájaros emitían sus cánticos y gorjeos desde el entramado arbóreo, los ciervos corrían con libertad, una manada de lobos descansaba plácidamente mientras los lobeznos jugueteaban, los osos pescaban sus salmones en los saltos del río… Y esto solo era el principio de este mundo paralelo que nuestros ancestros habían escondido como un tesoro.

      —¿Estamos en un sueño? —inquirió Noram, alucinado.

      —No —musité yo, a punto de echarme a llorar de la emoción.

      —Ahora entiendo por qué le llaman paraíso —murmuró Mherl.

      Dorcal se quitó las gafas y la mascarilla; los demás le imitamos sin pensárnoslo dos veces y lo hicimos desaparecer junto con las cápsulas. El oxígeno de las mismas dejó un rastro fulgurante cual estrellas. Una ráfaga de aire fresco y limpio acarició mi faz y peinó mi cabello, llevándolo hacia atrás. Respiré hondo, permitiendo que hinchara toda la capacidad de mis pulmones. Esta vez no pude reprimir las lágrimas de felicidad. Jamás había sentido una brisa tan cristalina, tan pura, jamás había sentido ese frescor en mi pecho… Era como un abrazo acogedor. Un abrazo de la Madre Naturaleza. Un abrazo de la Tierra.

      Ahora más que nunca estaba decidida a cumplir con nuestro cometido. La Tierra tenía que volver a ser como este paraíso.

      —Aterrizaremos y haremos un descanso hasta mañana. Creo que nos lo merecemos. —Dorcal sonrió.

      —Estoy totalmente de acuerdo —coincidió el guerrero cisne.

      Descendimos de nuevo, ahora con más calma, parándonos a disfrutar del hermoso y magnífico paisaje. Hasta que al fin nuestros caballos posaron las patas en tierra firme y se esfumaron, dejándonos prácticamente de pie. Observamos los alrededores, aún atónitos por lo que estábamos viendo, por lo que estábamos viviendo, sintiendo, oliendo. Miré hacia arriba. Un espeso techo de ramas y hojas apenas dejaba huecos por los que ver el cielo azul, aunque los rayos del sol lograban penetrar con el poderío de un rey. Cerré los ojos y respiré profundamente, deleitándome en ese aroma a vegetación, tierra y humedad. Sonreí de felicidad.

      Mherl y Dorcal se abrazaban con alegría, lo que me contagió. Pero cuando mi vista osciló hacia Noram, la expresión de mi rostro se vino abajo. Sabía que Noram estaba feliz por estar aquí, por ver esto que parecía un sueño, sin embargo, había algo que bloqueaba esa dicha. No conseguía sonreír del todo, no lograba disfrutar completamente. Estaba apagado, triste, apático. No era el Noram de siempre.

      Sostuvimos la mirada mutuamente, hasta que él la apartó, como ya empezaba a ser habitual.

      —Tendremos que recoger leña para hacer una hoguera, pronto anochecerá —dijo Dorcal, irrumpiendo en mis pensamientos.

      —Iré yo —se ofreció Noram.

      —De acuerdo.

      Los ojos de mi zorro se escaparon hacia los míos un instante más, pero de nuevo los arrancó de mí para echar a andar.

      Suspiré, algo desalentada.

      —¿No hacemos fuego élfico? —inquirió Mherl.

      Noram se perdió entre los árboles, y yo no pude apartar la vista de ahí.

      —Creo que es mejor que no lo hagamos —opinó Dorcal—. El fuego élfico llamaría demasiado la atención, y no podemos correr riesgos. No sabemos dónde se encuentran Rebast y sus secuaces, ni si andan vigilando, podrían estar cerca de aquí. Podrían percibirlo o divisarlo, y entonces darían con nosotros. Rebast podría enterarse de nuestros planes y pondríamos la misión en serio peligro.

      —Sí, es cierto, tienes razón. Será mejor que hagamos una hoguera —coincidió Mherl, asintiendo.

      —Yo iré a buscar algo para comer —se me ocurrió.

      En realidad era una excusa para ir junto a Noram.

      —Estupendo. —Sonrió Dorcal.

      Cogí la bolsa de la comida, que ahora estaba vacía, y me la colgué al hombro. Me alejé de ese pequeño claro, pisando el mismo terreno que había andado Noram.

      Las ramas apenas crujían bajo mis botas, pues el estrato estaba húmedo por la sombra que siempre imperaba a los pies de los árboles. Me moví entre los troncos, escudriñando cada recoveco, cada hueco. Pero no había ni rastro de Noram. Me detuve y eché un vistazo en rededor, aunque lo único que conseguí fue confirmar su ausencia.

      Exhalé, otra vez descorazonada. A saber adónde se había dirigido, incluso podía ser que ya hubiera regresado con los demás. Así que traté de centrarme en mi cometido.

      Recogí algunos frutos del bosque, bayas y moras que fui encontrando, sin embargo, todo lo que había cosechado no era suficiente para los cuatro. La comida que habíamos traído se había acabado, por lo que no me quedaba más remedio que cazar. Los elfos comíamos carne en ocasiones muy excepcionales, solo por motivos de salud o supervivencia. Y este era uno de esos casos.

      Saqué una de mis flechas y me puse a trabajar. Este lugar era totalmente salvaje, virgen, los animales lo poblaban como lo habían hecho hace miles de años. Caminé por el bosque despacio, al acecho, escuchando cada sonido, por mínimo que fuera. El aviso de un arbusto hizo que girara medio cuerpo con brusquedad, en esa dirección. Una cierva me observaba tras el amparo de un tronco. Estaba paralizada, expectante a mis movimientos, preparada por si tenía que huir. Sus ojos se clavaron en los míos, y de pronto percibí el profundo terror que se albergaba tras ellos. Percibí, también, su desconcierto, su confusión, porque yo era un ciervo, como ella. No pude hacerlo. Sabía que ella era una buena presa, que su carne nos


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