El árbol de los elfos. Tamara Gutierrez Pardo

El árbol de los elfos - Tamara Gutierrez Pardo


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a impacientarse cuando el recorrido a pie se alargaba más de la cuenta.

      —¿Dónde se supone que está tu atajo?

      —Ya queda poco —le calmó Noram, sin darle demasiada importancia.

      —No sé por qué nos fiamos de ti —resopló el guerrero cisne.

      Noram, a su vez, ya estaba viendo algo a uno de los flancos.

      —Es aquí. Vamos —nos exhortó, dando un quiebro a su izquierda.

      Una casa en ruinas apenas se levantaba de un terreno agrietado cuyo único tocado era una rala alfombra de hierbajos secos. Al ver la mísera e inestable edificación a la que Noram se dirigía, Mherl ya no pudo soportarlo más.

      —¿Qué es esto? No querrás que nos metamos ahí, ¿no?

      Una vez más, Noram continuó la marcha sin siquiera mirarle. Pero yo no podía callarme.

      —Si tienes un plan mejor —le repetí con acidez.

      Me giré hacia delante y seguí a Noram. Una maceta con los vestigios de una planta enjuta y seca colgaba de un macramé. Metió la mano y sacó una llave.

      —¿Vamos a abrir con llave? —Otra crítica de Mherl—. Esta puerta se sostiene en pie de puro milagro, derríbala de un empujón y no nos hagas perder más tiempo.

      —Si Rebast la ve abierta o rota, sabrá que aquí se oculta algo —replicó Noram escuetamente mientras giraba la llave.

      Dentro, todo estaba cubierto por una espesa capa de polvo. Las telarañas, antiquísimas, se habían adueñado de esa casa desamparada por el paso del tiempo.

      —Esto es asqueroso —farfulló el cisne mientras trataba de rozarse lo menos posible con los muebles y paredes.

      Noram se dirigió diligentemente hacia una portezuela ubicaba bajo la escalera. La escalerilla que esperaba abajo rechinaba y crujía con la amenaza de despedazarse en cualquier momento. En el suelo de ese sótano destartalado y sucio esperaba una trampilla. Descendimos por allí, para desgracia de Mherl.

      Cuando Noram prendió una lamparilla, vimos que nos hallábamos en un entresijo de estrechos túneles subterráneos.

      —Estos túneles de huida fueron construidos en la tercera guerra mundial —nos explicó—. Nos llevarán fuera de la ciudad sin que nadie nos vea.

      —¿Cómo sabías de la existencia de estos túneles? —le pregunté, impresionada.

      —A saber qué es lo que hace cuando se marcha por ahí —se burló Mherl.

      —Los encontré un día por casualidad —declaró Noram, alzando los hombros.

      —Cuando nos seguía en una de nuestras salidas —añadió Dorcal.

      Observé a Noram, perpleja. Él lo hizo con Dorcal.

      —¿Cómo lo sabes? —inquirió.

      —Ya te lo dije, los Buscadores sabemos muchas cosas.

      —Yo… —Mi zorro se rascó la nuca, incómodo—. Solo quería saber qué había más allá de las fronteras. Qué era eso de lo que tanto nos protegían. Quería… quería hacer algo para encontrar el árbol, no podía quedarme de brazos cruzados.

      —Eso es cosa de los Buscadores, ya lo sabes —debatió Dorcal, crítico.

      —Sí, lo sé, pero… —Noram estrujó los labios, disconforme.

      —Nosotros buscamos, vosotros actuáis. —Dorcal le ayudó a reflexionar—. Eso es lo que estamos haciendo ahora, para lo que estamos programados. No has de sentirte mal por esperar, todos participamos a nuestra manera. Los Buscadores tenemos un don espiritual que nos une al Árbol de los Elfos, solo nosotros podemos encontrarlo, así como solo vosotros podéis protegerlo.

      —Exacto —azuzó Mherl—. Y ahora, ¿podemos salir de estos sucios túneles para cumplir con nuestro cometido?

      —Esa es buena idea —apoyó Dorcal, quitándole la lamparilla a Noram para encabezar la marcha, despojándole también de la importancia o relevancia que pudiera tener su opinión—. No debemos perder ni un minuto.

      Mherl le siguió al instante. Yo me quedé junto a Noram, atenta a su reacción, que no fue más que un simple suspiro nasal que batalló con el enfado. Su vista vagó hasta la mía, y de pronto, echó a andar por esos túneles que se iban volviendo más oscuros conforme Dorcal se alejaba. No me esperó, pero yo fui tras él.

      —¿No vas a decir nada?

      —¿Qué quieres que diga? Tiene razón —respondió en un tono monocorde que, una vez más, ocultaba su desagrado.

      —¿Que tiene razón? No fue lo que me dijiste en la Competición Anual.

      —Me equivocaba —contestó, de nuevo sin mirarme.

      Le agarré del brazo para que se detuviera. Lo hizo, y también me miró.

      —Te conozco, y sé que no piensas eso.

      La oscuridad ya estaba ensombreciendo el lugar, pero, aun así, sus ojos verdes resplandecían en su rostro oscuro. La mirada de Noram se desvió en cuanto traté de cazarla.

      —Ya no importa —replicó, volviéndose hacia delante para andar otra vez.

      Me quedé tan perpleja, que fui incapaz de hablar. Solo reaccioné para no quedarme atrás. Para cuando llegué a su altura, Dorcal y Mherl ya se hallaban demasiado cerca como para poder entablar una conversación privada.

      Los pasajes se sucedían uno tras otro, y las horas ya empezaban a acosarnos tanto como las estrechas y húmedas paredes. El olor a moho era una molestia constante que parecía haberse adherido a nuestros propios pulmones, hasta que, al fin, empezó a vislumbrarse una tenue luz que bastó para iluminar nuestros semblantes.

      —La salida. Poneos las máscaras, vamos —apremió Dorcal.

      Automáticamente, hicimos aparecer una ovalada cápsula de oxígeno con nuestra magia, junto a sus respectivas mascarillas. Todos excepto Noram. Solo había tres tipos de elfos que gozábamos de poderes totales, y según el grado de nuestra magia, de menor a mayor, éramos los siguientes: los Guerreros Elfos, los Buscadores del Árbol y los elfos con cargos importantes, como el Gobernador. Dependiendo del grado del cargo, la magia era menor o mayor. Los Guerreros Elfos teníamos nuestro don particular, el don que nos asignaba nuestro signo, con sus herramientas mágicas, pero también gozábamos de esos poderes extra que podíamos utilizar en casos de necesidad para una misión, tal y como era el caso. Éramos elfos completos. Pero Noram no tenía ese poder al ser mitad humano. Sabía que él contaba con otros medios cuando salía a sus aventuras, lo certifiqué al ver una bombona de oxígeno apoyada y preparada en la pared.

      Sin embargo, cuando se acercó para comprobar el nivel de oxígeno se puso ceñudo.

      —Mierda, se ha descargado —masculló, tirando la vieja y maltrecha mascarilla que la acompañaba al suelo.

      —O has dejado la válvula mal cerrada y se te ha descargado. No me extrañaría nada —se mofó Mherl.

      —No, estaba bien cerrada, ¿vale? —Por fin asomaba algo del Noram que yo conocía, aunque seguía alicaído—. Lo comprobé muy bien.

      —Estas bombonas son muy antiguas, es normal que fallen —dijo Dorcal.

      —¿Y ahora? ¿Qué hacemos contigo? —se volvió a mofar Mherl.

      El cisne ya estaba empezando a hincharme las narices de verdad.

      Creé otra cápsula semitransparente de oxígeno con su mascarilla y dejé que volara hacia Noram. Se pegó a su espalda como haría yo misma: con la promesa de no despegarse de él jamás. Noram me observó con sorpresa y yo le sonreí con dulzura. Normalmente el zorro no aceptaba ayuda élfica y prefería hacer las cosas por sí mismo, pero en esta ocasión no puso ningún impedimento. Quizá porque no tenía


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