El árbol de los elfos. Tamara Gutierrez Pardo
Un chorro frío invadió mis bronquios, aliviándolos al instante. Eso era lo más cercano a un aire fresco y limpio que había respirado nunca.
Corrimos hacia el agujero y salimos al exterior, desalojando también la burbuja de supervivencia creada por los elfos. Ya nos habían explicado lo que nos esperaba fuera, pero lo que vieron mis pupilas era tan desolador, que no pude reprimir las lágrimas.
A pesar de ser de día, se había instalado una oscuridad perenne, aunque el sol, que se vislumbraba sobre esa tela grisácea del cielo, era una esfera de fuego abrasador. Los pocos árboles que quedaban estaban desecados y marchitos, eran cadáveres que se iban desintegrando con el polvoriento y ardiente viento. El terreno era arenoso hasta donde alcanzaba la vista, y las abruptas y violentas ráfagas alzaban las capas superiores en puños hostiles que te golpeaban sin compasión. Tuvimos que protegernos los ojos con otras gafas mágicas, porque de lo contrario los hubiéramos perdido. En lontananza podían verse los remolinos de arena; nacían del suelo y crecían. Crecían hasta formar embudos grosos y peligrosos, hasta que el viento cesaba y perdían fuerza. Entonces se desplomaban como sábanas vetustas y ajadas, como fantasmas melancólicos y agonizantes, rendidos.
¿Qué le habían hecho a la Tierra? ¿Cómo habían permitido que ocurriera esto? Noram y yo nos miramos. «Yo he estado fuera y no te imaginas lo desolador que es, no hay vida fuera de las Ciudades Oxígeno, Jän», me había dicho en la Competición Anual. Ahora entendía a qué se refería. Y se había quedado corto.
—¿Dónde está ese paraíso? —preguntó Mherl con voz queda mientras miraba a su alrededor—. Viendo este infierno parece imposible que algo así exista.
—Existe —le ratificó Dorcal—. Y queda al norte.
—¿Cómo llegaremos hasta allí? Moriremos si vamos caminando, esto es un desierto —opiné.
—Los Buscadores tenemos nuestros recursos. —Dorcal me guiñó el ojo y acto seguido emitió un silbido largo y agudo.
Mis párpados se asombraron cuando la arena se alzó a unos escasos metros de nosotros y se dividió en cuatro partes. Adquirieron voluptuosidad, hinchándose cual envoltorio, hasta que adquirieron la forma de cuatro espléndidas motos cuyo color, al igual que haría un camaleón, se mimetizaba casi totalmente con el terreno. Hacía mucho, mucho tiempo que no veía este nivel de magia, es más, diría que jamás había llegado a ver algo así. Desde que los elfos nos habíamos instalado en las ciudades, la magia había ido siendo cada vez más innecesaria y prescindible.
—¿Nos vamos? —añadió Dorcal con otro guiño.
— EL PARAÍSO OCULTO —
Las motos mágicas rompían el viento sin cesar en su vuelo, incansables, decididas, prestas, si bien, a diferencia de los quads de los matones de Rebast, no emitían ni un mínimo ruido. Según nos explicó Dorcal, apenas eran visibles, pues se mimetizaban tan bien con suelo, cielo y todo lo que se hallaba a sus flancos, que a los ojos ajenos resultaban ser transparentes. Incluso los pilotos éramos mimetizados por su efecto. En cambio, nosotros lo veíamos todo perfectamente.
Dorcal se guiaba por su instinto, y su instinto era el GPS de esas motos mágicas. Ellas no sentían fatiga alguna. Hacía ya tres días que habíamos iniciado este viaje y todavía no habíamos llegado a nuestro destino. Las paradas habían sido cortas, con el tiempo justo para comer algo o dormir, por lo que el cansancio ya comenzaba a darnos toques en la espalda diciéndonos: «holaaaa, ya estoy aquíííí».
El paisaje seguía siendo desolador. Mi corazón no quería mirarlo, pero mis ojos no podían evitar hacerlo. Era tan devastador, que resultaba imposible ignorarlo. Sobrevolábamos una zona que antiguamente había estado salpicada de unos hermosos lagos de aguas color turquesa. En la actualidad eran pantanos de un bermejo intenso que burbujeaban su agonía, lanzando las cadenas que los oprimía en forma de chorros espesos. Otros, también soltaban ráfagas de un vapor hirviente con olor a azufre.
Mis testarudas pupilas, una vez más, solo abandonaron la escena para contemplar a Noram. Esto también era imposible de ignorar. No se le veía la cara todo lo bien que me hubiera gustado, debido a la mascarilla y las gafas protectoras, sin embargo, esos soles de ese intenso color verde turquesa no se me escapaban ni aunque tuviera una pared enfrente de tres metros de grosor. Cuando Noram correspondió mi mirada (también una vez más), sentí que mi abdomen, mi corazón y todas las partes sensibles de mi cuerpo iban a estallar. Ese sentimiento se incrementó al percatarme de que él tampoco era capaz de apartar la vista.
Fue uno de esos disparos de vapor el que me atacó. Estaba tan inmersa en esa profunda mirada verde, que el proyectil de vapor me pilló desprevenida y apenas pude esquivarlo. Noram fue el primero en advertir que mi moto había sido rozada y que se estaba desintegrando bajo mi trasero.
—¡Jän! —jadeó, haciendo que la suya pegase un viro repentino.
Llegó hasta mí como un rayo y pude sujetarme al asiento. Me ayudó a montar detrás de él. Dorcal y Mherl respiraron con alivio.
—¿Estás bien? —quiso saber.
Seguía sin poder verle bien el rostro, pero su voz atestiguó su susto.
¿Debía aprovecharme de eso? Pues claro, sin ningún género de duda. Después de esta misión quizá no volviera a verle nunca… Por un momento me invadió un sentimiento agónico, pero de repente, casi con urgencia, me obligué a mí misma a no pensar en eso ahora. No podía desperdiciar mi escaso tiempo junto a él. Tenía que disfrutar de Noram, de su compañía, a cada segundo, a cada instante, por mínimo que fuera.
—Me he asustado mucho. —Fingí miedo.
—Tranquila, ya estás a salvo —me calmó—. Agárrate a mí y todo irá bien.
Sí, eso pensaba hacer. Me aferré a esa cintura que bajo la tela estaba llena de músculos, aparté su cápsula de oxígeno a un lado, su boomerang, y me pegué bien a él, como si fuera lo último que fuese a hacer en esta vida. Noté el nerviosismo que eso provocó en Noram y sonreí.
—Sí, ahora estoy muy bien.
—Hay… hay que tener cuidado y esquivar los chorros de vapor, ¿sabes? No se puede ir volando por ahí a lo loco, sin mirar —disimuló, utilizando ese tono de humor alegre tan típico en él.
Cómo me gustaba ese tono.
—Estaba mirando otra cosa —alegué sin tapujos.
Noram sesgó el rostro hacia atrás sutilmente y guardó silencio. Esta vez sentí el calambrazo de nervios que atravesó su columna vertebral.
—En la carretera hay que estar atenta. ¿Dónde demonios te has sacado el carné de conducir? —volvió a bromear para disimular, mirando al frente otra vez.
—Me lo han quitado —repliqué, siguiendo su chanza.
—No me extraña —chistó, sonriente—. Y, para colmo, circulas sin carné. Eres un peligro, una delincuente.
—¿Yo? Pero si siempre he sido una niña buena, ya lo sabes.
—Estás demasiado buena, nena —se le escapó.
Aunque lo había murmurado para sí mismo, tratando de que la confesión quedara entre la mascarilla y él, le oí.
—¿Crees que estoy buena? —inquirí con una sonrisa.
—¿Qué? —Noram, otra vez inquieto, se percató de que le había escuchado—. ¿Qué dices? No, solo era una broma.
—Ah, ¿no estoy buena? —Teñí mi tono de desilusión.
—No, claro… claro que lo estás.
—Acabas de decir que era una broma.
—¿Dije que era broma? No, no era broma… Bueno, dije que era una broma, pero en realidad no lo era. —Al ver que se atropellaba, empezó a ponerse más nervioso todavía. Hoy nuestra cercanía parecía levantar un polvorín especialmente inquieto en él—.